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Sin embargo, no fue ése el caso de las dos entrevistas que siguieron.
Esa misma noche Todhunter sondeó al empresario del Sovereign Theatre. Se llamaba Budd, y era hombre de unos cincuenta años, de aspecto deprimido, cabello negro, y con el tipo de mejillas que están destinadas a parecer siempre mal afeitadas, aun diez minutos después de haber sido rapadas casi hasta el hueso. Le llevó a Todhunter algún tiempo, y sumo tacto, ganar su confianza; pero cuando esto hubo sucedido, las revelaciones que siguieron habrían pasmado a los adoradores de la señorita Norwood.
—Es una zorra, señor Todhunter —dijo Budd, con una especie de excitación lúgubre—. A menudo se encuentran otras parecidas en el teatro, pero éste es el peor ejemplar que he conocido nunca. No sé cómo me las arreglo para soportarla. Bueno, en esta época un trabajo es un trabajo, y aunque ella crea que le pertenezco en cuerpo y alma en el teatro, en mi casa me pertenezco a mí mismo. —Tragó rápidamente lo que quedaba del whisky doble y golpeó en la mesa para pedir otro. Un camarero muy joven llegó a la carrera.
—¿De veras? —preguntó Todhunter interesado—. Descríbame el tipo.
Budd le complació con detalles.
Ambos estaban sentados en el Foyer Club, adonde Budd había llevado a Todhunter, «para tomar un par de rápidos tragos», después que hubo terminado la función en el Sovereign. Todhunter, mostrando la tarjeta de Farroway, pretendió estar recogiendo información para agregarla a un artículo sobre teatro que estaba escribiendo en The London Review, y había solicitado la ayuda de Budd. Éste había aceptado de buena gana, siempre que Todhunter quisiera aguardar a que hubiera caído el telón y todo quedara arreglado para la noche. Todhunter había aguardado, y ahora, pese a todas las órdenes del médico, un poco agitado, estaba sentado, bien pasada medianoche, tomando agua de cebada en el mísero y pequeño Foyer Club, escuchando las crecientes indiscreciones de Budd.
—En cierto modo, es genuino. Ella cree realmente que es una gran actriz, por lo menos la más grande después de la Bernhardt. Y creo que en lo íntimo de su corazón considera que podría darle a la Bernhardt unos cuantos consejos. Se equivoca, claro está. No es una gran actriz. Tiene sólo la habilidad de conquistarse un auditorio. No es que sea mala; en realidad —concedió Budd generosamente—, es bastante buena. Pero no grande, no...; muchacho, otro de éstos. Mire, señor Todhunter, su vaso está vacío. Por favor, tome esta vez algo más vivificante.
Todhunter, con un poco de dificultad, ya que Budd parecía inclinado a hacer de aquello un asunto personal, rechazó el vivificante y volvió al tema.
—Sí, pero, ¿qué tal es como mujer? Parece tener mucho encanto profesionalmente. ¿Lo hace extensivo a sus relaciones cotidianas con la demás gente?
—No lo hace —replicó Budd con firmeza—. Jean es una mujer devastadora. Le puedo asegurar que todos los productores de Londres se tomaron un par de copas con alivio al oír que se había dedicado a empresario y que no les molestaría con sus malos humores.
—¿Sus malos humores?
—Sí. Dicen que, desde que obtuvo los papeles principales, jamás ha permitido que una obra en la que ella actúe marche sin obstáculos en los ensayos. Siempre tiene que meterse en todo: se pelea con el productor, quiere alterar su papel, objeta esto, aquello y lo de más allá en el reparto, y convierte en un infierno la vida de todos.
—Entonces —dijo Todhunter asombrado—, ¿por qué la contratan? —Era una pregunta que los profanos hacían a menudo antes de conocer el tipo de actriz que era Jean Norwood, y nunca habían obtenido una respuesta satisfactoria.
—¡Oh! —dijo Budd vagamente—, pues, verá usted, es una atracción; tiene su público. Hay que soportarla.
—Pero, ¿a costa de tantos trastornos y pérdidas de tiempo?
—Recuerdo —prosiguió Budd— cuando hice con ella El penique de plata en mil novecientos veinticinco. Fue en seguida de haberse hecho ella un nombre, y el público la devoraba. Sabía que no podíamos arreglárnoslas sin ella. Pues bien, había una chica que hacía el papel de criada. (¿Recuerda usted la obra? ¿No? Se mantuvo casi un año.) Bueno, era el primer papel que hacía la chica en el West End, y estaba un poco nerviosa durante el ensayo. Jean la tenía entre ceja y ceja por alguna razón. Pues bien, una mañana la chica apuntó a Jean, puso una línea del segundo acto, o algo así, cuando estábamos ensayando el primero. Jean se precipitó hacia adelante y le dijo al viejo George Furness (que era el productor): «Señor Furness, despida usted a esta muchacha y consiga otra actriz competente para el papel, o me marcharé.» Bueno, no hubo nada que hacer; discutieron con ella, la chica lloró, pero todo fue inútil. La chica tuvo que marcharse.
—¡Pero eso es una barbaridad! —exclamó Todhunter con gran indignación.
—Es Jean de cuerpo entero —replicó Budd con sombría fruición—. En cuanto al pobre Alfred Gordon, que fue su empresario antes que yo... —Budd relató cómo la señorita Norwood había hecho a Gordon la vida insoportable, hasta que el anciano, frente a la ruina y la perspectiva de no encontrar otro trabajo, se había suicidado con gas en su pisito de Notting Hill Gate—. Dejó una nota, según pude saber, en la que decía lo que pensaba de ella, pero en la investigación fue suprimida. Eso le hizo vacilar por un tiempo; pero no duró. Muy pronto estaba haciendo otra vez un infierno con todos nosotros, lo mismo que antes.
—¿Pero por qué trabajan para ella?
—Está claro que usted no sabe mucho de teatro, señor Todhunter. No es precisamente fácil obtener trabajo, ¿comprende? Además —agregó Budd con cinismo—, cualquiera que pueda decir que estuvo en la compañía de Jean Norwood durante un par de años tiene su «cartel». Todo productor sabe que cualquiera formado por Jean será fácil de manejar. Además, Jean sólo emplea a gente que puede realmente actuar. Debo decir eso en su favor. Es inteligente y elige lo mejor. Aunque, desde luego, todo el que parezca ser tan bueno como ella, no dura mucho. Bueno, después de todo —dijo Budd francamente—, no puede esperarse que permita que otra muchacha la desplace de su propio escenario, ¿no es cierto? Como la hija de su amigo Farroway, por ejemplo.
—¿Felicity Farroway? ¿Sabía trabajar, entonces? —dijo Todhunter incorporándose.
—¡Por mi vida que sabía! La mejor actriz. Hacía falta pulirla, por supuesto, y enseñarle un poco de técnica, la cosa no pasaba de ahí. Pero Jean acabó con ella, como ha acabado con muchos otros. Nadie se atreverá ahora a brindarle otra posibilidad.
—¿Atreverse? —Nuevamente surgió la indignación de Todhunter—. Pero, seguramente, habrá empresarios que no temen a la señorita Norwood...
Budd se acarició las mejillas azuladas.
—Pues, no estoy tan seguro de eso, ya que usted lo plantea así. En nuestra profesión somos corderos, ¿comprende usted? Una vez se corre la voz de que ese joven Blanck puede representar un magnífico coronel anciano, todos andan detrás de él para un papel de coronel en sus próximas obras. Y una vez se corre la voz de que la señorita Dash no puede, en realidad, trabajar, porque es incompetente, y que tuvo que ser despedida de la última representación de Jean Norwood por ser manifiestamente incapaz, la señorita Dash puede seguir visitando agentes durante el resto de sus días, pero nadie volverá a ofrecerle un papel. Y puede usted estar seguro de que Jean hace correr la voz. Y, al final, la muchacha deja de interesar.
—¿Pero por qué quiere la señorita Norwood arruinar a la muchacha?
—Porque —respondió sucintamente Budd— es una... ¡Muchacho, aquí!