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Hubo una cosa que disgustó mucho a Todhunter durante los días siguientes; en realidad, una sola cosa. Era la constante presencia de dos guardias en la celda. Estuviera durmiendo a despierto, leyendo o pensando, acostado o en el compartimento más privado que daba a la celda, siempre estaban allí, no mirándole importunamente, pero sin desviar jamás su atención de él. Todhunter, que era un solitario, tanto por gusto como por la fuerza de las circunstancias, encontraba a veces su presencia decididamente molesta.

No se trataba de que no fueran buenos muchachos, los seis, ya que se turnaban por parejas cada ocho horas. Todhunter se alegraba siempre de ver a una pareja en especial, aquella que, por lo general, cubría el turno desde mediodía hasta las ocho de la noche. De ellos, Birchman, el más viejo, el que le había conducido primero hasta la celda, hombre grande, voluminoso, de cabeza calva y, para compensar, bigotes de morsa, era excelente compañero, pero no demasiado escrupuloso, siempre pronto para realizar cualquier servicio que Todhunter pudiera pedir desde su cama. Fox, el segundo, no tenía tan suaves modales y era obvio que estaba un poco incómodo por su situación; era de aspecto militar, un poco rígido, y sin la paternal cordialidad de Birchman; pero Todhunter no tenía críticas que hacerle. De hecho, los tres formaban un excelente trío y no pasaron veinticuatro horas sin que se oyeran las sardónicas risas de Todhunter con intervalos bastante frecuentes, seguidas de una profunda carcajada de Birchman y un menos frecuente estallido de risa sofocada de Fox.

En verdad, Todhunter acabó por conocer muy bien a sus carceleros. Le gustaban y le conmovía la vehemencia con que siempre estaban sugiriendo un juego de damas o cualquier otra diversión que pudiera calcularse apartaría el pensamiento de Todhunter del presente y del futuro inmediato. Menos gustosos se mostraban para discutir sus deberes oficiales, aunque a veces, cuando Fox no estaba presente, Birchman contaba a Todhunter anécdotas extraoficiales sobre otros criminales con quienes había compartido las últimas horas, y que interesaban mucho a su interlocutor; en esas ocasiones Birchman se inclinaba a mover la cabeza en señal de duda con respecto al hombre, más joven que él, que tenía el primer turno en una celda de condenados, y se preguntaba si no sería demasiado sensible para ese trabajo.

—Es tan duro para nosotros como para ustedes —decía Birchman francamente—. Más duro, en cierto modo, podría decirse, especialmente en este caso.

—No tiene que ser duro para nadie en este caso —se reía Todhunter—. A decirle la verdad, Birchman, yo me divierto mucho.

—¡Diablos!, realmente, creo que sí. —Y Birchman se rascaba la cabeza calva y miraba a Todhunter, tranquilo en su cómodo lecho, con tal expresión de perplejidad que Todhunter se reía nuevamente.

El alcaide aparecía muy a menudo para charlar. Pronto abandonó su confusión del principio (Todhunter llegó a la conclusión de que había sido provocada por partes iguales por su propia notoriedad y por el hecho de que ambos provenían de la misma capa social), y discutía, con inteligencia y calor, el problema de las reformas penales, las condiciones de la cárcel y otros temas afines, en los que era evidente, se interesaba profundamente. Encantado de encontrar a un hombre tan humano y tan distinto del militar sin imaginación y reaccionario que a menudo se imagina como el alcaide de una cárcel, Todhunter le sonsacó hábilmente e incorporó muchas de sus ideas a los artículos para The London Review.

También el médico venía tres o cuatro veces al día, y por lo general podía confiarse en que charlaría; y una vez que el capellán se convenció de que a Todhunter no le interesaba el dogma, rehusaba estudiar los textos ortodoxos de la religión cristiana y no discutiría el estado de su alma (con la que estaba obligado a aparecer inmodestamente satisfecho), también él demostró ser un buen hombre para venir a, conversar de cualquier tema mundano, dos minutos después que las inteligencias, en cierto modo limitadas, de los carceleros de Todhunter, comenzaban a volverse insípidas.

Tampoco faltaba papel, en cantidades ilimitadas y todos claramente sellados con el membrete de la cárcel, de modo que Todhunter podía escribir con su letra pequeña y regular en beneficio de Ferrers y de The London Review; estaba escribiendo una serie de artículos, como no podía menos de reconocer, enteramente únicos en la historia del periodismo crítico.

Finalmente, en cuanto a las comodidades del cuerpo, Todhunter se encontró con que no se le permitía fumar (aunque solamente por orden del médico), y que no sentía deseos de hacerlo, y se sorprendió gratamente ante la calidad de la comida. Preguntó sobre ello, y le informaron de que se basaba en la dieta corriente de los hospitales, pero que el tocino y los huevos del desayuno, que tanta aprobación le merecieron, habían sido ordenados especialmente para él por el médico.

Decididamente, en su cómoda residencia y rodeado por doquier de la más cordial consideración, Todhunter comenzó a lamentar que su estancia en la cárcel fuera necesariamente tan corta (tres domingos desde la fecha de la declaración de culpabilidad).

Costaba en verdad convencerse de que lo cuidaban tan bien a fin de poder ahorcarlo mejor.

El dueño de la muerte
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