2
Todhunter, después de considerado el asunto cuidadosamente, decidió que sería más útil mantener ante Farroway su ficción de aficionado rico; y de mantenerla, no podía invitar a Farroway a su modesta casa de Richmond. Tampoco quería realizar la entrevista convenida, otra vez en un restaurante, donde las charlas y el tumulto le impedían mantener claros sus pensamientos. Por tanto, reflexionó un poco más; y, habiendo encontrado a Farroway en casa, con gran sorpresa del propio Todhunter, le preguntó si podía visitarlo por la mañana, por un asunto de negocios. Farroway, con ansiedad no disimulada, le apremió para que así lo hiciera.
Un tanto agitado, ya que el doble juego era una nueva para él, y además significaba un esfuerzo, Todhunter colgó el receptor, se enjugó la sudorosa frente y se alejó, a fin de pensar una excusa suficientemente convincente para la visita.
La dirección que Farroway le había dado por teléfono resultó ser, a la mañana siguiente, la de un modesto par de habitaciones que daban a un pasillo, en una amplia y tétrica casa, sobre Baywater Road; ni siquiera era un pisito, ya que no tenía puerta de entrada particular. Un poco asombrado, Todhunter siguió a su huésped hasta un cuarto de estar, evidentemente amueblado por el propietario y por su ocasional ocupante.
En verdad, Farroway se sintió obligado a disculparse por tan descolorido marco, ya que, con una sonrisa que quería significar excusa, a la vez que cerraba la puerta:
—Temo que no se parezca mucho a una casa, pero la encontré conveniente.
—¡Oh, quizás sí, en cierto modo... No lo sé. Sí. ¡Hum!... Siéntese usted, Todhunter. Bueno, y ahora, ¿de qué se trata?
Todhunter no contestó a su pregunta. En vez de hacerlo, decidió actuar sin reticencias y dijo:
—Creía, verdaderamente, que el otro piso (el de la señorita Norwood) era en realidad suyo.
Farroway se sonrojó.
—Bueno, en realidad, lo es. Mejor dicho, yo se lo he prestado a Jean. Para ella es útil tener un pied-à-terre[8] en el West End, cuando puede reposar tras las matinées y demás. Pero sí, está usted en lo cierto: es en realidad mi piso. Yo..., ¡ejem!..., me reservo allí una habitación, ¿comprende? Pero, por supuesto, no la utilizo mucho. Jean tiene que velar por su reputación y es penosa la rapidez con que circulan los escándalos cuando se trata de una actriz, incluso cuando no hay nada de cierto en ellos. Nada —agregó Farroway, un poco desafiante— absolutamente.
—Sí sí, desde luego —le calmó Todhunter. Las explicaciones algo redundantes, por no decir febriles del otro, le interesaban. Se preguntaba si la señorita Norwood había realmente, mantenido su palabra, dada tan a la ligera, e impedido al desdichado Farroway el uso de la habitación reservada—. ¿Ha visto usted últimamente a la señorita Norwood? —preguntó suavemente.
—¿A Jean? —Farroway pareció un poco turbado y lanzó alrededor una mirada desamparada—. ¡Oh, sí! Hace un día o dos. Verá usted, he estado muy ocupado. ¡Jem!..., usted almorzó allí el mes pasado, ¿no es cierto? ¿Cómo estaba? ¿Bien de salud y demás? Es terriblemente delicada, ¿sabe usted? Su trabajo le significa un gran esfuerzo. A veces dudo de que sea capaz de resistirlo.
Todhunter, reprimiendo el deseo de golpear la cabeza de su huésped con algún instrumento romo, respondió que la última vez que había visto a la señorita Norwood parecía perfectamente bien de salud y soportaba notablemente el esfuerzo. Luego se preparó para hacer explotar su pequeña granada, ya que, después de pasar un par de horas reflexionando intensamente sobre aquel punto, Todhunter había resuelto que una granada era, después de todo, el arma más efectiva con la cual abrir un ataque.
—También vi ayer a su mujer —dijo con la mayor indiferencia posible—. Parecía estar resistiendo igualmente bien, por así decirlo.
No cabía la menor duda sobre el efecto de la granada. Farroway se puso completamente blanco.
—¿Mi mu..., mujer? —tartamudeó.
Todhunter se percató súbitamente de que era por completo dueño de la situación. El nerviosismo de Farroway le había infundido confianza. Siguió adelante directamente, sin disimulo ni subterfugios.
—Sí... Y ése es el asunto por el que vengo a verle, Farroway. Soy portador de una rama de olivo de parte de su mujer. Quiere que retorne usted a su casa con ella y acabe de una vez para siempre este desdichado asunto; y creo que puede usted confiar en que no habrá alboroto alguno si accede usted. Me pareció una mujer excelente y usted la ha tratado abominablemente.
Se produjo un largo silencio después que Todhunter hubo hablado. Farroway, que durante un momento pareció casi deslumbrado, sacó lentamente su pitillera y encendió un cigarrillo. Entonces se reclinó en el sillón y pareció cavilar. Todhunter, discretamente, examinó el grabado de un ciervo al que una niñita acariciaba uno de los cuernos, que colgaba de la pared opuesta a él, y se distrajo tratando de adivinar cuál podría ser el título.
Al cabo, Farroway dijo con voz melancólica:
—Todhunter, usted creerá, probablemente, que soy un sinvergüenza.
—Lo creo —convino Todhunter, que tenía una desdichada pasión por la verdad y raramente podía refrenarse para no decirla.
Farroway hizo un gesto de asentimiento.
—Sí. Casi todos lo creerían. Y sin embargo..., ¡oh!, no sé, no me estoy disculpando, pero para juzgar una acción uno debe conocerla de cabo a rabo, conocer su totalidad, por así decirlo. Usted sólo puede ver la superficie de este caso. No debiera extraer conclusiones hasta conocerlo por completo.
Todhunter, algo sorprendido, se refugió en una vulgaridad.
—Siempre hay dos aspectos de un problema, si es eso lo que quiere usted decir.
—Lo es, en cierto modo. Mire usted, voy a decírselo todo. En primer lugar, será un alivio. El autoanálisis es un asunto sin interés a menos que puedan discutirse las conclusiones con otra persona. Y en segundo lugar, si es usted realmente portador oficial de una rama de olivo, me parece que debe saberlo.
Cogió mecánicamente una caja de cerillas, y luego, al ver que su pitillo estaba ya encendido, la volvió a dejar.
—Primeramente, permítame decir que Grace (mi mujer) ha estado espléndida. Realmente magnífica. No creo que en realidad haya comprendido el asunto desde mi punto de vista, pero ha actuado como si así fuera. Grace —añadió Farroway con seriedad— ha sido siempre una gran mujer. —Hizo una pausa—. Jean, por el contrario, es una perra vulgar, como sin duda habrá usted comprendido por sí mismo.
Todhunter estaba pasmado. Farroway había hablado sin emoción, con voz monótona, apagada, y sus palabras habían sido lo último que hubiera esperado oír.
Farroway sonrió.
—Veo que así es. No es necesario que se preocupe usted por estar de acuerdo conmigo. Hace ya tiempo que sé exactamente cómo es Jean. La pasión no lo ciega a uno, como pretenden los novelistas populares de mi tipo. Lo extraordinario es que persiste aún después de tener los ojos abiertos.
»Bien, así empezó todo el maldito asunto: Me hallaba en Londres por negocios, hace cerca de un año, y pasé casualmente una noche por el Sovereign para recoger a Felicity después de la función. Pensaba llevarla a cenar. Bien, sucedió que Jean entró por casualidad en el camarín, y Felicity nos presentó. Ironía harto cómica, ¿no es cierto? La hija presenta al padre su futura amante. ¿Esta clase de cosas no le hacen a usted reír? ¡Oh!, yo siempre he captado la ironía. Ha sido una pena que haya podido usarla tan raramente. Al público popular no le interesa la ironía, ¿comprende usted?
»Bueno, charlamos un poco y luego me marché con Felicity. Jean, debo decirlo sinceramente, no me había impresionado. Me di cuenta de que era una mujer brillante, pero ya había visto antes mujeres de su clase y, en conjunto, no me atraía. Por tanto, la olvidé completamente.
»Luego, quince días después, pasé otra vez por el Sovereign, esta vez por la tarde, después de un ensayo. Felicity se había marchado, y en su lugar vi a Jean. Se mostró muy amable. Habló de mis libros y demás. Y no vagamente; los había leído en realidad. Naturalmente, me sentí halagado. Por consiguiente, cuando me preguntó si no quería ir a su piso de Brunton Street (sí, tenía entonces un piso en Brunton Street) a tomar un cocktail, contesté, por supuesto, que me encantaría. Y estaba encantado. Estuve una hora o cosa así, y nos hicimos amigos. Ella...
—¿Le pidió a usted que fueran amigos? —interrumpió Todhunter.
—Sí, creo que lo hizo. ¿Por qué?
—¿Le pidió a usted que fueran amigos corrientes, sencillos, sin complicaciones molestas? —prosiguió Todhunter, interesado—. ¿Le dijo que creía que era usted la persona que había estado buscando toda su vida, sin esperanzas de hallarla nunca?
—En realidad, lo dijo. ¿Por qué?
De pronto, Todhunter se rió entre dientes. Luego recordando la solemnidad del momento, cortó la risa en medio de una nota y se excusó.
—Nada, nada. Perdone usted. Continúe, por favor.
Farroway pareció un momento vacilante y luego reanudó su relato.
—Bueno; así fue como empezó esto. Cuando digo «esto» me refiero a una especie de obsesión visual. Después, hiciera lo que hiciera, la veía constantemente. Era extraordinario. Me limitaba a verla. No había ansia, ni pasión, ni nada parecido. Por cierto, no había deseo. —Farroway hizo una pausa, y, lentamente, aplastó el pitillo—. Y sabe usted lo que sucede cuando una melodía, cualquier vulgar melodía, se le pega a uno, y uno no puede olvidarla, por más que trate de hacerlo. Bueno, en cierto modo fue así. La diferencia estuvo en la tenacidad de aquella visión. Uno puede sacudirse una tonada en un día o dos, pero yo no pude sacudirme el recuerdo visual de Jean. Se mantuvo día tras día, hasta que me alarmé grandemente y comencé a preocuparme. Después de una semana de preocupación la llamé por teléfono y fui a visitarla. Luego la visité una y otra vez. A Jean no parecía importarle. Me aterrorizaba el aburrirla, pero ella parecía siempre realmente complacida de verme. Tras la tercera visita supe de qué se trataba: necesitaba a aquella mujer más de lo que he necesitado nada en mi vida. La obsesión visual se había convertido en otra decididamente física, vulgarmente física, podría decirse.
»Aún a riesgo —prosiguió Farroway lentamente— de aparecer un sinvergüenza peor aún, debo decirle que Jean no opuso particulares objeciones. Incluso ante la positiva certeza de parecerle a usted un sinvergüenza incalificable, debo añadir que antes me interrogó minuciosamente sobre mi situación financiera; y mi situación financiera, en esa época, era enteramente satisfactoria. No puedo evitarlo. Sé lo que es Jean y no la hará diferente el hecho de que yo suavice ciertos lunares de su maquillage espiritual. Me divierte también, si quiere usted, proclamar la verdad acerca de ella, aunque sólo sea una vez.
—Desde luego —dijo Todhunter, incómodo. Devoto irremediable de la verdad como era, se consideraba, empero, lo suficientemente humano para sentirse turbado si la veía en labios de otro.
—Y así fue como empezó nuestra liaison —continuó Farroway, sin hacer el menor caso de la aquiescencia de Todhunter ni de su turbación—. Liaison. Una palabra excelente, importante. Me causa placer aplicármela. Pero no hay otra. Un affaire con Jean Norwood merece el término, o por lo menos, un gálico eufemismo. «Asunto» es demasiado trivial.
»Bien; no tuve escrúpulos. Me dije que era la mejor manera de acabar la cosa. La única manera, pretendía, de acabar la cosa. Al propio tiempo, sabía que me estaba engañando. Porque si antes había sido el acólito del deseo, ahora era decididamente esclavo de mi propio poder. Sí, era su posesión lo que realmente me esclavizaba a ella: completa, irrevocablemente. ¿Le parece a usted eso una contradicción psicológica? Créame, estimado amigo, es la base de todo sentimiento genuino de un hombre por una mujer. El instinto antes de la posesión, es meramente animal. Pero después de la posesión..., amor, pasión, llámelo usted como quiera, eso es lo que nos diferencia de los animales. Y envidio a los animales. Porque no tiene nada de agradable. Nada en absoluto.
»Casi sin darme cuenta, Jean se había convertido en el centro de mi existencia. Es una frase vulgar, pero es lo que quiero decir. Ella lo era. Los demás seres humanos (mi familia, todos) habían pasado a la periferia. Jean necesitaba dinero para mantener la obra en cartel una o dos semanas más, para superar un record. (Era El Amuleto, ¿recuerda usted?) Yo se lo di. Se limitaba a admirar un auto en un escaparate. Yo se lo compraba. Luego encontró ese piso. Lo alquilé, a mi nombre, para ella. Yo sabía que estaba arruinándome. Sabía que estaba robando a mi familia. No me importaba. No podía trabajar, reponer el dinero que estaba gastando en ella. Seguía sin importarme.
Farroway encendió otro cigarrillo, lentamente, como si condensara sus pensamientos. Y prosiguió:
—Ya conoce usted la vulgar y dramática situación. Una muchacha quiere casarse con un muchacho. Su madre, con la mejor de las intenciones, dice que morirá antes de permitir que la chica se case con ese muchacho. Pero ella se casa y todos simpatizan con ella, incluso aunque la anciana madre muera realmente con el corazón destrozado. ¿Y por qué? Porque el amor (el amor sexual) está por encima de todos los demás afectos. Es un axioma aceptado. Pero, por alguna causa, la gente no lo aplica al amor que surge después que uno se ha casado. En ese caso, el razonamiento es distinto. La gente entonces dice: «¡Ah, no, debió haberlos sofocado!» Lo dicen porque no lo han experimentado ellos mismos. ¿Y qué sucede si no puede sofocarlo? No lo tienen en cuenta. Si lo hubieran experimentado, sabrían que el amor, o deseo, o pasión, u obsesión, o capricho, o cualquier maldito nombre que quiera dársele, no puede simplemente sofocarse cuando es muy intenso. Existe eso que se llama el tipo fatal. Si uno tiene la suerte de no encontrarse con tal tipo, la vida continúa tranquila, respetable, pacíficamente. Si lo encuentra, todo se quiebra. Está uno acabado.
Mientras Farroway emitía esta sentencia con voz opaca y desapasionada, Todhunter no pudo hacer más que gestos de asentimientos. Como nunca había encontrado su tipo fatal, podía, por lo menos, simpatizar respetuosamente con el hombre que sí lo había encontrado, aunque el monólogo le estaba llevando muy lejos de su propio abismo emocional.
—Al principio —prosiguió Farroway con la misma voz monótona—, luché conmigo mismo. Uno lo hace, ¿comprende usted? Me llamé alfeñique; me dije cuán ridículo era que, entre todo el mundo, me pasara una cosa semejante a mí. Me maldije por ser más débil que todos aquellos a quienes había despreciado por haberse encaprichado con una mujer. Luego comprendí que las nociones de fuerza y debilidad no eran aplicables: no tenían relación con el estado en que me hallaba. ¿Cómo podría describírselo? Bueno, supongamos que cuando nada, decide usted permanecer diez minutos bajo el agua. ¿Es usted débil si renuncia después del primer minuto, porque no le queda más oxígeno? No, no puede usted evitarlo. Las nociones de fuerza o debilidad no pueden aplicarse. Y ése fue mi caso.
»Por supuesto, demasiado bien sabía lo que significaba todo aquello para mi familia. No soy un hombre perverso. Lo lamenté por ellos. Pero ¿qué podía hacer? Renunciar a Jean era imposible, tan imposible como para el mejor nadador del mundo permanecer debajo del agua más de un minuto. Desde luego que los hacía desdichados. Lo sabía y detestaba hacerlo. Pero yo también era desdichado. En parte, porque lo lamentaba por ellos, y en parte, por celos. Nunca supe por naturaleza lo que eran celos (nunca los tuve antes) pero con Jean me volví un Otelo. Sabía que era estúpido y sórdido, pero no podía evitarlo. Casi tenía miedo de que alguien o algo me privara del verdadero oxígeno que estaba respirando.
»Y con Jean tenía buenos motivos para estar celoso. Ya que, si hasta ahora no me ha sido infiel, lo será. Pobre muchacha, no puede evitarlo. No puede evitar desear a los hombres, no exactamente por ellos mismos, sino por ejercer su poder sobre ellos. Y no puede evitar desear dinero. ¡Oh, no me hago ilusiones! ¿Le ha..., como diremos..., le ha alentado ya a usted?
—Sí —repuso Todhunter.
Farroway hizo un signo de asentimiento.
—Sabe que estoy casi en seco. ¡Pobre Jean! Es simplemente amoral, por más que se llene de admiración por sí misma, y diga pomposos disparates sobre su arte. No se trata de amor. Jean nunca pudo amar a ningún hombre, sencillamente porque sólo se ama a sí misma. Se adora. Está obsesionada consigo misma. No creo que nunca le haya pasado por la cabeza hacer nada por el bien de nadie, porque apenas puede concebir la existencia de los demás si no es en relación con la suya propia.
»¿Ha oído usted hablar de sir James Bohun, el psiquiatra? Además de conocer su oficio, es un hombre extremadamente inteligente. Lo encontré una vez, en una cena. Después logré que charlara un poco. Recuerdo haberle oído que el sexo es la región menos accesible a un examen. Estamos empezando a saber mucho sobre los motivos ocultos de nuestras acciones; pero cuando se trata del sexo, sabemos menos que el hombre paleolítico. La selección sexual, en especial, parece no tener razón ni explicación. ¿Por qué A pierde la cabeza y los sentidos por B? Nadie puede decirlo. Es un mero hecho que tiene que ser aceptado sin análisis ni crítica. Su amor por C tiene sobre A un efecto suavizador y ennoblecedor; su amor por B hace de A un demente.
»Le dije mi propia teoría sobre el “tipo fatal”, y se apresuró a aceptarla. Dijo que parecía una reacción química. Tomados solos los dos ingredientes, pueden ser todo lo inofensivos que se quiera, y permanecen inofensivos en combinación con todas las demás sustancias. Pero mézclelos usted, y obtendrá una explosión. Con abundancia de humo y olor, naturalmente. Le pregunté si era posible librarse de la obsesión, y consideró que el único medio era la sublimación en alguna otra forma, religión o algo así; pero eso no puede hacerse deliberadamente, debe producirse solo.
»Y sé que está en lo cierto. No puedo hacer nada, salvo aguardar. Quizás me mate un automovilista precipitado. Quizás Jean no me encuentre ya útil y me despache. Pero en tanto me siga llamando, iré. Esta mañana, por teléfono, realmente estaba deseando decirle “¡No!” Pero no pude; me faltaban fuerzas. O, claro está, vendrá el “otro hombre”. Tiene que suceder muy pronto y me aterroriza. Porque significa un drama. Si por lo menos Jean muriese... Sería lo mejor. Pero no tendré tanta suerte. No es bastante agradecida como para hacerlo.
»Por supuesto, he pensado a menudo en matarla. ¡Oh!, no es menester que se asombre usted tanto, Todhunter —dijo Farroway con triste risa—. Creo que todo hombre locamente enamorado ha pensado matar a su amada en alguna ocasión. Generalmente, por una nimiedad. Pero en el caso de Jean, no sería una nimiedad. Si hay una mujer que merezca la muerte, es ella. Fíjese usted, no es perversa, en el sentido de que ella no desea causar daño a los demás. Pero es peor que perversa, pues ni siquiera se da cuenta de la existencia de los demás. Las mujeres de esa clase (las mujeres y los hombres) son responsables de las nueve décimas partes del sufrimiento humano. La maldad es poco común. Me inclino a pensar que es un fenómenos patológico. Indiferencia: eso es lo terrible.
Todhunter aguardó, pero Farroway parecía haber terminado.
—Perdone —aventuró—, pero usted dijo algo sobre el teléfono esta mañana. ¿Debo entender que la señorita Norwood le llamó por teléfono y le pidió que fuese a verla?
Farroway le miró pensativo.
—Sí. ¿Por qué? Siempre lo hace cuando permanezco uno o dos días afuera. Quiere saber si me he olvidado de ella, si no la amo ya y lo demás por el estilo. Hay que mantener el perro encadenado, ¿comprende usted?
—Sí, comprendo... —dijo Todhunter. No agregó que lo que comprendía era la prudente intención de la señorita Norwood al mantener a su primer perro encadenado, hasta que el nuevo estuviera seguramente amarrado, a pesar de todas sus promesas de despacharlo para que lo exterminaran sin dolor.
Se rascó la calva un poco perplejo. Lo que acababa de oír le pareció la más completa expresión de derrota que jamás había encontrado. Pero había sido sincero. Si uno podía o no luchar contra un capricho, Todhunter no podía afirmarlo prudentemente, aunque le parecía que se había hecho. Pero era obvio que Farroway era un derrotado y en él no había lucha, salvo la lucha física que podía seguir con la aparición del «otro hombre». Y qué podría hacer entonces, dado su estado demencial, nadie podía predecirlo.