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Aunque se sentía impulsado a cometer un crimen, Todhunter no veía motivo para anunciar el hecho. Pensaba en todos aquellos primos y cuán afligidos quedarían al enterarse de que había un criminal en la familia. Sin sentirse avergonzado lo más mínimo por sus intenciones, Todhunter comprendía sin embargo que, por deber hacia su familia, debía mantener la operación en el mayor silencio posible.

Sin saber mucho qué hacer, por tanto, Todhunter gastó una cierta cantidad de dinero en ediciones baratas de muchas de las mejores historias detectivescas, a fin de tratar de aprender el mejor método para proceder en un caso como el suyo. De ellas coligió que, con tal que nadie lo vea a uno en la escena del crimen, o cerca de ella, y con tal de no dejar pruebas acusatorias, ni huellas dactilares, y no teniendo posibles motivos para eliminar a la víctima, uno está absolutamente seguro de ser descubierto en la ficción, pero en la vida real no tiene tantas posibilidades.

No satisfecho por completo con esta conclusión, Todhunter gastó otra nueva suma en cierto número de obras de criminología popular y, tragándose su horror ante el semiliterario estilo en que la mayor parte estaban escritas, las estudió con diligencia. De ellas surgió que los más brillante «prácticos» del arte del crimen (es decir, los que habían cometido bastantes desatinos para permitir que al fin se sospechase de ellos, pero que antes habían acreditado en su cuenta dos o tres asesinatos previos y perfectamente seguros) eran aquellos que seguían el método de desembarazarse del cuerpo, especialmente por medio del fuego. Empero, Todhunter no tenía intención de hacer tal cosa. Matar, lo más piadosamente posible, y luego marcharse a toda velocidad, ése era su deseo. Por cierto que no iba a tener nada que ver con el cuerpo, una vez que éste estuviera muerto. Por consiguiente, prestó la mayor atención a los relatos de criminales rápidos y silenciosos, con la subsiguiente carencia de todo medio de identificación.

Y, poco a poco, casi lamentándolo y por cierto que con horror fascinado, comenzaron a aparecer en la mente de Todhunter, al tiempo que el verano se aproximaba, los primeros pasos de un plan.

Lo más esencial de ese plan era que Todhunter se familiarizase no sólo con la casa de Richmond de la señorita Norwood, sino también con sus hábitos cuando se hallaba allí; y ello sin levantar sospechas y sin permitir que una tercera persona recordase luego que se habían hecho tales investigaciones. Después de considerar debidamente el problema, Todhunter resolvió que su mejor informante debía de ser la propia señorita Norwood. Por otro lado, no deseaba tener nada más que ver oficialmente con la señorita Norwood, a fin de que luego la relación entre ambos pareciese lo más superficial posible. Por tanto, le pareció que el mejor plan sería acecharla al aire libre, de ser posible cuando saliera a pasear, ir detrás de ella unos pocos minutos y hacer su pregunta; y luego partir, sin testigos del encuentro. Todhunter, que se sentía casi como el villano de un melodrama, se emboscó exactamente en las cercanías del piso de la señorita Norwood a la hora en que podría suponerse que ésta habría acabado su descanso, y se dirigía al teatro para la función de la noche. Durante dos días no la vio en absoluto. Al tercero, salió con Farroway y entró inmediatamente en un taxi con él, mientras Todhunter se apartaba apresuradamente, aunque no antes de haber podido observar que el rostro de Farroway estaba claramente atontado por el placer, y que parecía cualquier cosa menos un hombre que acababa de recibir su congé [9]. Al cuarto día, la insistencia de Todhunter se vio recompensada. La señorita Norwood salió sola y miró a ambos lados de la calle, como si buscara un taxi. Con cierto riesgo para su aneurisma, Todhunter corrió hacia ella.

Fue gratificado con una sonrisa brillante y una mano tendida con vehemencia.

—¡Señor Todhunter! Estaba empezando a creer que me había usted abandonado. Ha sido usted muy malo..., realmente muy malo. ¿Por qué no me telefoneó en relación con aquel palco que le prometí? —La señorita Norwood, que sostenía la mano de Todhunter, la oprimió con gentil reproche.

Todhunter, que encontraba aquella tensión un poco difícil de soportar, trató de retirar su mano, sin lograrlo.

—¡Oh!, pues pensé que me llamaría usted... —murmuró.

—¡Dios mío! ¿Creyó usted que no tenía más que hacer que molestarle por teléfono todo el día? Si supiera lo ocupada que estoy... Todo el día y todos los días. Es muy propio de ustedes, los grandes financieros, ¿no es cierto?

—¿Qué es? —preguntó el gran financiero.

—Pues, pensar que nadie, excepto ustedes, está jamás ocupado. No obstante —se ablandó la señorita Norwood—, como al final ha venido usted a visitarme, creo que debo perdonarlo. Pero, ¡qué lástima!, me voy directamente al teatro. Si quería usted llevarme a cenar, me temo que sea imposible.

Con varonil esfuerzo, Todhunter logró arrancar su mano. El temor de que alguien le hubiera visto así, ante el umbral de la señorita Norwood, fue la causa de que perdiera un poco la cabeza.

—No —contestó—. Ceno en casa. Me limitaba a pasar por aquí.

Durante un instante, la señorita Norwood pareció desconcertada. Luego estalló en una carcajada que podía haber sonado un poco forzada.

—¡Oh, es usted refrescante! Eso es lo que me gusta de usted. Es usted diferente. Muchos hombres habrían brincado ante la oportunidad de decir que venían a visitarme, ¿sabe?

—¿Lo habrían hecho? —dijo Todhunter obtusamente—. ¿Por qué?

Los grandes ojos de la señorita Norwood se empequeñecieron.

—Porque..., ¡oh!, no importa por qué, si usted no puede comprenderlo. Bien; entonces no debo retenerle, señor Todhunter. Aunque quizá no le corra mucha prisa y pueda desperdiciar unos segundos en llamar un taxi.

—No me corre ninguna prisa —respondió Todhunter, con más galantería—. Y me sentiría muy honrado si me permitiera escoltarla hasta el teatro.

—Temo —dijo la dama fríamente— que sea una gran molestia para usted.

Todhunter, ahogando un fuerte deseo de zarandearla, mostró una hipócrita sonrisa.

—Creí que éramos amigos, Jean —dijo, apareciendo lo más ingenuo posible.

La señorita Norwood se derritió instantáneamente.

—¿Todavía quiere usted serlo? Empezaba a creer..., ¿sabe, señor Todhunter?, usted me confunde.

—¿Sí? —Todhunter, con la fiebre de marcharse, echó a andar nerviosamente por la acera. La señorita Norwood se vio obligada a seguirlo—. ¡Jem...!, ¿cómo es eso?

—Pues, no puedo comprenderle a usted del todo. El otro día, después del almuerzo, me pareció que nos entendíamos tan bien... Pero hoy... está usted distinto.

—¿Lo estoy? —respondió Todhunter, apresurando el paso—. Yo no me siento distinto. Quiero decir... que... mi admiración por usted no ha decrecido en absoluto.

La señorita Norwood soltó otra carcajada, que indujo a Todhunter a mirar ansiosamente a su alrededor, por si había llamado la atención de algún transeúnte.

—No, no —se rió la señorita Norwood—. No debe usted tratar de hacer cumplidos. No es en absoluto su estilo. Su estilo es la brusquedad, el candor brutal. Y, ¿sabe usted?, eso es lo que nos hace perder pie a las pobres mujeres.

—¿Sí? —Todhunter se quitó el espantoso sombrero y disimuladamente se pasó el pañuelo por la cabeza—. ¡Jem!, no lo sabía. ¡Hum!, tiene usted una casa en Richmond, ¿verdad?

—Sí —respondió la señorita Norwood, un poco sorprendida—. ¿Por qué?

—Yo también vivo en Richmond. Pensé —dijo Todhunter con desesperación— que, como vivimos en el mismo distrito, podríamos quizá encontrarnos de vez en cuando.

—Me encantaría. ¿Por qué no viene usted a almorzar conmigo el domingo? ¿O a cenar, si prefiere?

—¿El domingo? —Eso no convenía a los planes de Todhunter, y buscó apresuradamente una excusa—. ¡Hum!, no, temo no poder el domingo, pero..., es decir, ¿dónde queda exactamente su casa?

—Junto al río. Muy agradable. El jardín corre a lo largo de la ribera. La gente trepa desde los botes y merienda en el césped. Todos me dicen que debiera cercarlo, pero yo creo que uno debe ser generoso, ¿no le parece? Quiero decir que si para la gente es un placer venir a merendar sobre mi césped, creo que debo permitirlo; con tal que no causen ningún daño real. Debo advertirle que soy una verdadera comunista. ¿Le impresiona a usted terriblemente?

—En absoluto. Yo también soy un poco comunista —replicó Todhunter, en forma desconcertante, pero también sin intención. A decir verdad, Todhunter no estaba acostumbrado a escoltar a pie a mujeres encantadoras y vestidas con extremada elegancia por el West End de Londres, y las miradas que cada transeúnte le echaba a su acompañante, le turbaban. En su nerviosismo, le parecía que todos tenían que reconocerla y que el contraste entre la exquisitez de ella y su propia tosquedad tenía que ser tan marcado que quedaría en la, memoria de todos, con la subsecuente identificación en el recinto de testigos. Y sin embargo, como sabía Todhunter gracias a sus lecturas, los viajes en taxis quedan tan fácilmente señalados como huellas en la nieve.

Trató de concentrarse en su propósito.

—¡Hum...!, ¿así que su casa está junto al río? La mía, no; pero voy a menudo al río. Supongo que habré pasado frecuentemente por ella. ¿Dónde está, exactamente?

. La señorita Norwood describió el lugar exacto y Todhunter, que conocía bastante bien el río, pudo reconocerlo sin dificultad. Así lo dijo.

—¿Va usted a menudo al río? —comentó la señorita Norwood—. ¿Por qué no pasa a buscarme un día? Me encanta que me lleven en bote.

—Con mucho gusto. Quizá —dijo Todhunter lentamente, pues se le acababa de ocurrir la idea—, si llego a verla una noche sentada en el jardín...

—Todas las noches estoy en el teatro.

—¡Ah, sí, por supuesto! Me refería a un domingo por la noche.

—¡Generalmente, hay tal muchedumbre los domingos! —suspiró la señorita Norwood. Echó una mirada a su escolta, y la abatida expresión de su rostro le hizo tomar una súbita decisión. El hombre parecía impaciente. Fue una lástima que la señorita Norwood no pudiera leer tras aquella expresión, porque de ser así, no habría alterado ciertos planes particulares para acomodarlos al evidente deseo de su nuevo admirador.

—Pero, en realidad —prosiguió—, casualmente la noche del domingo próximo estaré completamente sola. Y cuando estoy sola en una noche de verano, me siento siempre en el escondrijo especial que hice para tal fin construir. Es un bonito rincón, con algunas rosas y flores perfumadas, oculto enteramente de todo, excepto de una pequeña vista sobre el río, situado en una larga pérgola que hice construir sobre las ruinas de un antiguo granero. Es demasiado, demasiado perfecto. De modo que quizá —continuó la señorita Norwood traviesamente— si resultara que se hallara usted sin saber qué hacer el próximo domingo por la noche, y sucediera que estuviese en el río, y pensara que podría tener ganas de verme y charlar a la luz de la luna... Bueno, todo lo que tendría que hacer sería llegar hasta el césped de mi casa, subir a través del jardín, continuando un poquito hacia la izquierda, hasta llegar a mi rincón. Eso es todo.

—Desearía intensamente —dijo Todhunter ocultando su júbilo bajo excesiva solemnidad— poder encontrarme allí.

Pareció que la señorita Norwood hubiera deseado algo un poco más definido que aquello y, durante un momento, una mirada dura y calculadora apareció en su rostro. Al minuto siguiente había desaparecido; pero no antes de que Todhunter, que en aquellos momentos había mirado a su alrededor, tuviera tiempo de sorprenderla.

—Sería delicioso —dijo la señorita Norwood pensativamente— estar sola alguna vez... con un amigo, un verdadero amigo... Hablar..., abrir el propio corazón sólo por una vez...

—Sí —respondió Todhunter, que pensaba, sinceramente, que la señorita Norwood se estaba excediendo un poco.

Ya estaban cerca del teatro, y Todhunter se alarmaba ante las frecuentes miradas de admiración y hasta los saludos, de que era objeto su acompañante. En verdad, su paseo se estaba volviendo algo así como una marcha bien señalada y, aunque la señorita Norwood estaba, evidentemente, acostumbrada a ello, Todhunter no lo estaba. A todas las miradas, ella respondía con una pequeña inclinación encantadora, que contenía la mezcla justa de cordialidad y de condescendencia, y, para los saludos, añadía una sonrisa exquisita.

Todhunter se entregó al pánico.

—Lo siento... —dijo bruscamente—. Yo..., ¡ejem...!, olvidé una cita sumamente importante. ¡Hum...!, implica millones; es decir, miles. Debo disculparme. ¡Jem!, espero que el domingo próximo... ¡Adiós! —Y girando súbitamente sobre los talones dejó en la calle a la más sorprendida dama de Londres, contemplando fijamente su insegura retirada.

Al marcharse, Todhunter percibió cierta diferencia en el aire que le rodeaba. Sólo un momento después se percató de que era debido a que estaba libre de la nube de perfume en la que, al parecer, la señorita Norwood acostumbraba envolverse.

—¡Puf! —dijo Todhunter con sumo disgusto—. Esa mujer apesta.

El dueño de la muerte
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