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A la mañana siguiente, Bairns desarrolló su teoría con detalle.

Había dos hechos importantes, afirmó, en que se basaba la acusación para relacionar al acusado con el crimen: la posesión del brazalete de la muerta, y la probabilidad de que la única bala hallada en la glorieta no hubiera sido disparada por el revólver de Vincent Palmer, deduciéndose, por tanto, que había sido disparada por el del acusado.

Pero cuando se examinaba más de cerca, ambos hechos demostraban carecer de valor. La posesión del brazalete sólo probaba una cosa: que el acusado había estado en contacto con la muerta. No probaba siquiera que hubiera estado en contacto con ella después de muerta, ya que podía habérselo entregado en vida, para arreglarle una piedra, o para hacer una imitación, o por cualquier otro motivo. No obstante, la policía estaba dispuesta a admitir que Todhunter podía haberse hallado en la escena después de la muerte; pero no estaban dispuestos a admitir que estuviera comprometido en ella.

En cuanto a la bala de revólver..., pues, «¡realmente!», parecía querer decir Bairns.

Habían encontrado esa bala en una viga de un rincón lejano de la glorieta. Tenía que haber sido un tiro increíblemente malo el que la incrustó allí, tan lejos de la línea del blanco. Más aún, el señor Todhunter parecía haber olvidado al parecer todo lo relativo a esa segunda bala (segunda bala, sólo de acuerdo con su explicación), a pesar del hecho de que debió recordarlo por haber dos cartuchos vacíos en la recámara, de los que tenía que librarse, y no uno. De hecho, sólo lo recordó, muy oportunamente, cuando dos testigos imparciales estuvieron presentes para buscarla. Solamente eso era ya bastante extraño.

Para hacer el episodio más extraordinario aún, el Jurado había oído a un testigo que afirmó el hecho de haber escuchado cierta no che un ruido semejante a un disparo proveniente de la glorieta, y a otro testigo que estaba en situación de jurar que esa misma noche el acusado tenía luz en su casa a una hora inusitada, lo cual significaba, por lo menos, que estaba despierto, si no levantado. Perfectamente, que se sugirieran otras explicaciones para tales hechos: los hechos permanecían.

¿Qué conclusión se extraía de ellos? Pues, seguramente, que la historia del señor Todhunter sobre la segunda bala era falsa. No había sido disparada hacía tanto, en septiembre. Había sido disparada en diciembre. Para entonces, el señor Todhunter, que al parecer creyó en algún momento que bastaba con ir a la policía y acusarse de cualquier crimen para que lo arrestaran inmediatamente, ya se había dado cuenta de que, simplemente, no había prueba alguna contra él. Por consiguiente, ideó y fabricó una. El primer requisito en un caso semejante era, evidentemente, una bala de su propio revólver. Por eso fue, a cierta hora antes de las doce del 3 de diciembre, a disparar una. Y, sin duda el mismo día, trazó esas huellas de su marcha a través de los jardines, que fueron solemnemente descubiertas a la mañana siguiente. Y esa mañana, además, en presencia de dos testigos, «recordó» oportunamente ese segundo disparo. ¿No era ésta una explicación mucho más probable, apoyada como lo estaba por la evidencia directa, que las disparatadas afirmaciones del acusado, o del autoacusado, como quizá debiera llamársele? Tenía también la ventaja de explicar esas útiles huellas de pies, ramas rotas y demás, debidamente observadas por los dos testigos en su marcha a través de los jardines. Por otra parte, ¿no era contrario a toda razón y experiencia creer que semejantes rastros pudieran persistir, en esa región sobre todo, durante tres meses y pese a la lluvia y a la destrucción de un invierno inglés? ¡Muy difícil!

—Examinad la historia de Todhunter. Son puras afirmaciones. No hay prueba de ninguna clase. Tomad un ejemplo al azar. Considerad el haber arrojado al río el único elemento de prueba incontrovertible, la bala fatal. El señor Todhunter dice que la tiró él. Pero para esto no tenemos sino su palabra. Y es una palabra en la que, dadas las circunstancias, no podemos confiar. Ya hemos señalado cuán extraña fue esa acción, pero sólo discutimos el motivo, no la acción en si. Discutamos la acción; ¿qué encontramos? Pues que lo más probable es que exista sólo en la generosa imaginación del señor Todhunter; que él nunca arrojó ninguna bala; pero que sí sabía que se había arrojado una (sabía quién lo había hecho) hasta quizá lo vio arrojándola...

Pruebas, pruebas..., eso era lo que se necesitaba en un tribunal de justicia, y eso era lo que faltaba en ese fantástico caso de autoacusación..., el más fantástico, se aventuró a decir Bairns, que jamás se hubiera visto en ningún tribunal británico.

—Notad cómo el autoacusado ha cambiado su historia. Admite que el cuento con el que fue a la policía al principio, no era verdadero. ¿Por qué no era verdadero? Porque pensó que sería más plausible que la verdad. ¿No es eso el norte de todo este enredo? Cuando se precisa una explicación plausible sobre cualquier punto, aparece el señor Todhunter con ella lista. Pero eso no significa que sea la verdad. Y cuando se piden pruebas, la respuesta invariable es: «No hay pruebas. Debéis creer lo que digo.» Ésa no es forma de presentar un caso que alguien pueda tomar en serio.

Y así sucesivamente.

Todhunter hacía rato que había renunciado a escuchar. Con las manos apretadas furiosamente sobre los oídos, se hundió en la silla del solitario recinto de acusados, abandonado a la desesperación. Era inútil tratar siquiera de conservar las apariencias. La causa estaba perdida. Ese Bairns la había desmenuzado con ambas manos. Palmer estaba sentenciado.

Cuando sir Ernest se puso de pie para pronunciar el discurso concluyente de la acusación, Todhunter ni siquiera levantó la vista. Sir Ernest era bueno, pero ni el mejor del mundo podía luchar con cosas como aquéllas, respaldadas por todo el peso del prestigio de la policía.

El dueño de la muerte
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