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Todhunter se divirtió mucho durante una o dos de las semanas que siguieron, reflexionando sobre cómo había sido embaucado. Ahora había abierto los ojos y veía cómo lo habían hecho. Veía también, no sin vergüenza, cuán fácil y ciegamente había caído en la trampa, con la gozosa confianza del conejo que marcha hacia el cepo. Habían tendido la red delante de sus ojos, y él se había arrojado de cabeza para ocupar una perfecta y justa posición en medio de ella. Si no se le hubiera ocurrido, gracias a la mayor de las suertes y aguijoneado por una conciencia puntillosa, regresar al ascensor...
Todhunter se sentía disgustado consigo mismo. Aunque más disgustado estaba aún con la señorita Jean Norwood. Pero, por supuesto, no iba a hacer nada al respecto.
Probablemente Todhunter nunca habría hecho nada si no hubiera sido por una llamada telefónica que recibió alrededor de un mes después de su almuerzo con la señorita Norwood. Provenía de la hija menor de Farroway, Felicity.
—Señor Todhunter —comenzó de inmediato, en tono evidentemente agitado—, ¿puede usted venir a mi piso esta noche? Mi madre ha venido a Londres y... ¡oh!, no puedo explicarlo por teléfono, pero estoy, en verdad, terriblemente preocupada. No hay disculpa por molestarle con nuestros problemas, excepto la de que simplemente no tengo nadie más a quien ocultar. ¿Podría usted venir?
—Querida niña, por supuesto que iré —respondió Todhunter resueltamente.
A las ocho y cuarto llamó un taxi y se hizo conducir, sin preocuparse del gasto, a Maida Vale.
Felicity Farroway no se hallaba sola. Con ella estaba una señora alta, digna, de cabellos color gris acero y ojos serenos. Todhunter reconoció al instante su tipo de rostro. Era de esos que a menudo se reunían con él en los comités para velar por el bienestar de la infancia, suministrar leche a los escolares pobres, y organizar casas de expósitos; comités a los que el sentido del deber público de Todhunter le conducía de mala gana.
Felicity presentó a la señora como su madre; la señora de Farroway se excusó brevemente por molestarle y en pocas palabras le agradeció el cheque, con cuyo efectivo había sacado el billete para Londres. Sumamente embarazado, Todhunter obedeció a una invitación para que se sentara y amasó sus puntiagudas rodillas. Le parecía que estaba allí con falsos pretextos, y su conciencia volvía a preocuparse.
—Mamá ha venido para ver las cosas con sus propios ojos —explicó Felicity Farroway, un tanto crudamente.
La mujer de más edad asintió.
—Sí; en tanto que era un problema solamente mío, no estaba dispuesta a intervenir. Creo en el derecho de cada individuo a elegir su propio curso de acción, con tal de que no cause daño a otros; y por eso estaba dispuesta a dejar que Nicolás siguiera su camino. Pero Felicity me ha informado de la noticia que le dio usted respecto a Vincent, señor Todhunter (debo decir que después de haber sido enteramente confirmada por Viola), y me pareció que ya no debía aguantar más. No puede permitirse que esa señorita Norwood destroce la vida de Viola.
Felicity hizo un vigoroso gesto de asentimiento.
—¡Es algo infernal! ¡Debieran matarla! Viola es un encanto.
La señora Farroway sonrió débilmente ante la violencia de su hija.
—Felicity está llena de proyectos desatinados para arrestar a la mujer acusándola de algo inventado y...
—Fraguado, mamá. En Norteamérica lo hacen siempre. Sería muy fácil. Apostaría a que, de todos modos, ella está navegando muy peligrosamente. Papá puede no haber vendido todas tus joyas. Podríamos averiguar fácilmente si le dio alguna a ella y entonces podrías denunciarla por hurto. O podríamos «plantar» (así lo llaman) un anillo o algo así entre sus cosas y después jurar que lo robó. ¡Podríamos hacerlo! —agregó la muchacha.
La señora de Farroway dirigió una nueva sonrisa a Todhunter.
—Me parece preferible recurrir a métodos menos melodramáticos. Veamos, señor Todhunter, usted es amigo de Nicolás, pero puede tener una opinión más o menos objetiva sobre este desdichado asunto. Me pregunto si puede usted sugerir algo.
Madre e hija miraron esperanzadas a su huésped.
Todhunter se agitó. No podía sugerir nada; su mente estaba completamente vacía.
—No sé —comenzó débilmente—. Su marido parece estar completamente obsesionado, señora Farroway, si me permite hablar francamente. Debo... debo decir que no veo que nada que prescinda de... ¡ejem!... medidas más bien drásticas, pueda surtir efecto.
—¡Eso lo dije yo! —exclamó Felicity.
—Temo que así sea —convino la señora de Farroway con calma—, aunque me parece que debemos cortar en seco lo de «fraguar». Pero, ¿qué medidas? ¿Medidas de qué tipo? Creo saber muy poco sobre situaciones de esta clase o sobre cómo luchar con ellas. Nuestra vida ha sido muy tranquila, pese a la reputación de Nicolás. Es una vergüenza arrastrarle a usted a esto, señor Todhunter, pero, literalmente, no hay nadie más. Y probablemente haya usted oído decir —agregó la señora de Farroway con triste sonrisa— que una madre sacrificaría a cualquiera para proteger a sus hijos. Temo que parezca ser cierto, en lo que a usted se refiere.
Todhunter protestó estar sumamente ansioso y deseoso de que le sacrificaran, e hizo cuanto pudo por encontrar alguna sugerencia de cierto valor. Pero, en asuntos de esa clase, Todhunter estaba todavía más desamparado que la señora de Farroway. Aunque durante las dos horas siguientes mantuvieron largas conversaciones, su única conclusión concreta fue reconocer las ventajas de que la señora Farroway no hablara con su marido, para evitar que la entrevista le volviera más obstinado, y, también, que era preferible que ella no apelara personalmente a él en ningún sentido. El corolario de esto parecía ser la necesidad de que lo hiciera Todhunter en su lugar, ya que era obvio para los tres, incluso para la propia Felicity, que si ésta lo hacía en su actual estado de ánimo, sería lo más parecido a un desastre que pudiera imaginarse.
Por consiguiente, Todhunter prometió hacer cuanto pudiera a fin de averiguar si había algún punto débil en los sentimientos de Farroway, o circunstancias contra las cuales pudiera dirigirse un ataque. Y se despidió con la sensación de haber sido más perverso que útil.
Aquella noche no durmió bien. Un pensamiento excesivamente perturbador le había asaltado mientras regresaba en auto a su casa. La señora de Farroway había dicho que una madre no se detendría ante nada en defensa de sus hijos. Todhunter no pudo menos que recordar la última ocasión en que una persona no se había detenido ante nada. ¿Seria posible que, así como el joven Bennett había estado meditando un crimen durante su última entrevista con Todhunter, se hubiera suscitado la misma intención en la plácida cabeza de la señora de Farroway? Todhunter no podía apartar su mente de aquella posibilidad y ello le perturbaba sobremanera. Porque, ¿qué iba a hacer esta vez al respecto?