2

Aquello sucedió un miércoles. Todhunter, que había resuelto actuar de esa manera, procedió a utilizar los días de que disponía antes de la cita.

Su primer movimiento fue telefonear a Farroway al piso, cuyo número telefónico le habían dado a la fuerza, e invitarlo a almorzar el viernes, oferta que fue instantánea, por no decir vivamente aceptada.

—¡Qué lástima que Jean no esté aquí! —señaló Farroway antes de colgar el auricular, en medio de efusivas gracias—. Le hubiera gustado hablar con usted. Pero se fue a Richmond.

—¿A Richmond?

—¡Oh!, sí; vive allí, ¿sabe usted?

—No lo sabía —dijo Todhunter.

En el almuerzo, Farroway quiso hablar de antigüedades y de algunas de las cosas notablemente buenas, y absurdamente baratas, que podría ofrecer a su anfitrión; pero Todhunter mantuvo firmemente la conversación sobre la señorita Norwood y, o, la familia de Farroway.

El almuerzo duró mucho, pues Todhunter había resuelto, aunque de mala gana, representar el papel de rico aficionado, que le parecía conveniente mantener, por lo menos, a sacar provecho de alguna pequeña parte de su dinero, haciendo durar la comida todo lo posible, con evidente disgusto del sumo sacerdote encargado de aquel templo del alimento y de sus acólitos; disgusto que no se vio en modo alguno disminuido ante la exigua propina con que Todhunter, ante el temor de dar demasiado, retribuyó finalmente sus, por lo común, innecesarios servicios.

En el transcurso de esas dos horas y cuarto, Todhunter se enteró de muchas novedades y hechos significativos.

Se enteró de que la señorita Norwood vivía generalmente en una casita a orillas del río, en Richmond, y que usaba el piso sólo como lugar pied-à-terre[7] para descansar por las tarde o cuando se sentía demasiado exhausta, después de la función, para enfrentar el regreso a Richmond.

—¡Pobre chica, trabaja tan duramente! —señaló su admirador, con voz que sonó a Todhunter como la más untuosamente fatua que había oído jamás—. La vida de teatro es una vida horriblemente dura, Todhunter; puede asegurárselo. Y cuanto más cerca de la cima se halla uno, más dura es. Yo no tenía noción, antes de conocer a Jean, de cómo trabajan esas mujeres. Todo el día ocupado, entre una cosa y otra, de la mañana a la noche.

—Sí, indudablemente —asintió Todhunter con simpatía—. Entiendo que, cuando no están concediendo entrevistas a los periodistas acerca de la pérdida de sus perlas, están escribiendo dedicatorias para las fábricas de dentífricos o de cremas faciales. Debe de ser una vida agotadora. A propósito —añadió cortésmente—, ¿encuentra la señorita Norwood fatigosa la competencia, en esos testimonios comerciales, de las empresas profesionales de nuestros días?

—Eso lo hacen las estrellas de comedias musicales, no las actrices serias como Jean —replicó Farroway, herido.

Todhunter se excusó y reanudó el interrogatorio que, en su opinión, consideraba no poco hábil.

Se enteró de mucho más acerca de la señorita Norwood. Se enteró del nombre de su empresario del Sovereign; se enteró de que era ella misma la arrendataria del teatro; se enteró de que nunca tendría dificultades en hallar el dinero para cualquier obra nueva (tan ansiosos estaban los ricachos de la City por financiarla), pero que siempre se las financiaba ella misma; se enteró de que, por la dulce bondad de su corazón, había dado a la hija menor de Farroway, Felicity, un papel en no menos de tres obras consecutivas, hasta que fue tan evidente que la pobre chica no podía representar ni para el peor de los públicos, que ni siquiera Jean pudo arriesgar la reputación de sus elencos al continuar incluyendo a Felicity.

—¡Dios mío, qué tristeza para la pobre muchacha! —Todhunter parecía muy apenado por el fracaso de Felicity.

—Sí, la chica estuvo completamente trastornada. En realidad, dijo algunas cosas sumamente tontas y desagradecidas, teniendo en cuenta las posibilidades que se le habían ofrecido. El temperamento artístico, supongo; lo malo es cuando no hay nada que lo justifique. Si es que en verdad existe de alguna manera eso del temperamento artístico. Gracias a Dios, a mí nunca me ha molestado —dijo Farroway, no sin complacencia—. Y, en mi opinión; no es más que un nombre altisonante para un egoísmo infernal, un nombre y una excusa.

Pero Todhunter no tenía intención de dejarse arrastrar hacia una discusión sobre el temperamento artístico. Quería saber qué clase de cosas tontas y desagradecidas había dicho Felicity, y se lo preguntó a su padre.

—¡Oh, no lo sé! —Farroway tiró de su pulcra perilla y pareció ausente.

Todhunter observó sus manos. Eran tan blancas, pequeñas y refinadas como las de una mujer, con dedos largos y sensitivos. Una verdadera mano de artista, pensó Todhunter, y, sin embargo, sólo escribe novelas populares. Si se argüía de la conclusión a la premisa, en vez de hacerlo de la premisa a la conclusión, ¿no podría suceder que las novelas populares fueran arte? ¿Era necesario un artista para producirlas? ¿Atrae la mediocridad tan apasionadamente a la mediocridad, como el verdadero arte de la inteligencia atrae a la inteligencia? Todhunter tomó nota mental del problema para tratarlo en alguna crónica posterior, y volvió al asunto.

—¿No lo sabe usted? —insistió.

—No; pues, verá usted, es lo de siempre. Abuso del benefactor; mordedura de la mano que da de comer; culpa de todos, excepto suya; y principalmente, desde luego, la seguridad de que ella era una gran actriz, pero que la apartaban, por celos, del lugar que le correspondía. Ya sabe usted. Todas las quejas vulgares que nacen del disgusto ante un fracaso. ¡Pobre chica!, tuvimos casi una pelea por eso. Supongo que por mi culpa. No debí haberla tomado tan en serio.

—¿De modo que abandonó el teatro?

—¡Oh, sí! No hubiera conseguido otro trabajo, después de haberla excluido Jean de la compañía por incompetencia. Esas cosas corren, sabe usted.

—Supongo que habrá regresado a su casa.

—Pues..., no. —Farroway vaciló—. En realidad, creo que ha conseguido otra clase de trabajo, aunque, decir verdad, no la he visto desde nuestro pequeño disgusto.

—Me pregunto qué clase de trabajo puede obtener una muchacha como ésa —inquirió Todhunter con naturalidad, jugueteando con la langosta asada que había pedido, ante el horror indisimulado del sumo sacerdote. Casualmente, a Todhunter no le pareció tan bien preparada, ni por asomo, como la que la señora de Greenhill preparaba en su casa.

Farroway, no obstante, había bebido demasiados cocktails, con los que Todhunter le abrumaba astutamente, y demasiado champaña luego, como para ofenderse ante aquella curiosidad por sus asuntos privados. En realidad, parecía muy ansioso por hablar de ellos, ahora que el antiguo obstáculo había sido salvado felizmente.

—Pues bien. Viola (es mi hija mayor) me dijo que esta tonta de muchacha ha conseguido un trabajo en una tienda, por completo innecesario. Su madre estaría muy contenta de tenerla en casa. Claro que ella tampoco habría aceptado una ayuda de mi parte. Felicity fue siempre muy independiente —agregó Farroway con indiferencia. No parecía importarle mucho lo que le había ocurrido a su hija, ni por qué—. ¡Vaya, un champaña realmente bueno, Todhunter!

—Me agrada oírle decir eso. Permítame ofrecerle otra botella. —Todhunter, por su parte, estaba bebiendo agua de cebada (debido a los riñones).

—No, no podría beber ni una copa más, realmente.

Todhunter, con calculado descuido, llamó al sumo sacerdote y encargó otra botella.

—Esta vez sin hielo —agregó, animado quizá por el agua de cebada—; a este caballero le gusta el champaña como es debido: frío, pero no helado.

El sumo sacerdote que, como la mayor parte de los de su clase, sabía algo sobre vinos pero no lo suficiente, se marchó mordiéndose los labios rabiosamente. Todhunter se sintió mejor.

Con la segunda botella de champaña, hizo nuevos descubrimientos. Se enteró del nombre y dirección, en Bromley, de la hija casada de Farroway; se enteró de que la señora de Farroway jamás había comprendido a Farroway; se enteró de que hacía siete meses que Farroway no veía a su señora; y se enteró de que Farroway no escribía novelas desde hacía más de un año y no tenía esperanzas próximas de comenzar ninguna.

—Parece que, en cierto modo, no puedo ponerme a hacerlo —se lamentó Farroway—. De todos modos, detesto ese trabajo de expeler hojarasca melodramática para los suscriptores de bibliotecas suburbanas. Siempre lo detesté. Pero en aquellas épocas podía hacerlo. De alguna manera me daba maña. Ahora no creo poder, desde que choqué con la cosa real.

—¿La cosa real? —inquirió Todhunter.

—Jean —repuso Farroway solemnemente— ha abierto para mí un nuevo mundo de emociones. Hasta que la conocí, no había vivido. Debo de haber estado medio muerto toda mi vida: ahogado, insensible, perturbado, todas las metáforas que usted quiera. Ahora que sé lo que es realmente amor, no puedo seguir escribiendo sobre lo que no es tal.

Todhunter, medio asqueado y medio fascinado por las confidencias de Farroway, ya decididamente atontado por la borrachera, hizo lo más que pudo por animar a su invitado y señaló:

—Yo nunca me he enamorado.

—Es usted dichoso, Todhunter. Es usted dichoso, amigo. El amor... el amor es, simplemente, el infierno. Ojalá hubiera Dios querido que nunca conociera a Jean. Jamás conozca a una mujer de la que vaya a enamorarse, Todhunter, muchacho. El amor es un infierno. Sí. Muy interesante. Pero un infierno.

Con esta franqueza final, Farroway vaciló sobre sus pies, enjugó las gotas de su rostro blanco como el papel, y preguntó en voz alta:

—¿Dónde está el lavabo?

Tres acólitos, asistidos por el sumo sacerdote en persona, le condujeron rápidamente fuera del salón, ahora casi vacío.

Todhunter ocupó su ausencia anotando pensativamente los nombres y las direcciones y los otros hechos importantes que pudo recordar.

Cuando, doce minutos más tarde, regresó Farroway, parecía completamente sobrio, pero deseaba marcharse al instante.

—Respecto a esos discos de mayólica que mencionábamos —dijo, mientras retiraban su elegante sombrero gris, sus guantes de gamuza y el espantoso, deformado y grasiento objeto con el cual Todhunter se contentaba para cubrirse la cabeza, y que el altivo joven que había detrás del mostrador le alcanzó como deseando que la administración suministrara un par de pinzas para tales emergencias—. Respecto de esos discos, el hombre que necesita usted ver es Herder, de Vigo Street. Sabe de mayólicas más que nadie en Londres. Le dirá a usted todo lo que quiera saber y, teniendo en cuenta que la garantía de su honestidad es absoluta, sus precios son muy razonables. Mire, he anotado su nombre en mi tarjeta, como presentación. Hará lo más que pueda por usted sabiendo que es amigo mío.

—Gracias —dijo Todhunter, echando una ojeada indiferente a la tarjeta. En ella, Farroway había escrito: «Para presentar al señor Lawrence Todhunter. Haga el favor de decirle todo lo que desee saber. N.F.»

Todhunter se metió la tarjeta en el bolsillo.

El dueño de la muerte
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