6
El resultado surgió a la mañana siguiente, cuando el rechoncho médico hizo su primera visita.
—Quiero levantarme —anunció Todhunter, luego que fue examinado y auscultado como siempre.
—Lo siento, pero creo que no puede ser —replicó el doctor alegremente.
—¡Ah!, no puede ser, ¿verdad? —Todhunter se rió maliciosamente—. ¿Y por qué no, eh?
—Temo que no esté usted en condiciones de levantarse.
—Supongamos que tenga visitas...
—Puede arreglarse para que le vean aquí.
La malicia en la risa de Todhunter se aguzó más.
—Ya entiendo, claro. Tiene usted que mantenerme vivo, ¿eh?
—Naturalmente.
—Tiene usted que cuidarme tan tiernamente como a un recién nacido. Nunca tuvo un paciente tan precioso. Tiene que mantenerme vivo a toda costa... para que me ahorquen.
El doctor se encogió de hombros.
—Conoce usted la situación tan bien como yo, Todhunter.
—Un tanto bárbara, ¿no le parece?
—No voy a contradecirle. Es infernalmente bárbara. Pero es así.
—Entonces, ¿no me dejará usted levantarme?
—No puedo.
Todhunter rió otra vez.
—Bueno, lo siento, doctor, pero quiero levantarme, y voy a levantarme. Y no veo cómo va usted a impedírmelo.
El doctor sonrió.
—¿Cuál es el chantaje?
—Lo sabe usted tan bien como yo. No puede retenerme en cama a la fuerza. Si lo hace usted, lucharé. Y si lucho... —Todhunter pareció triste.
El doctor se rió abiertamente.
—Es usted demasiado inteligente para ser preso. Bien, y si le permito levantarse, ¿se cuidará usted?
—Haré un pacto con usted —sonrió Todhunter. Como el señor Ramsbotton, de inmortal renombre, lo había meditado todo y había logrado lo que quería; pero no iba a arriesgar las cosas por seguir adelante hasta reventar en un ataque de risa—. Quiero examinar la cárcel. Si me deja usted hacer eso, y sentarme de vez en cuando afuera, al sol, y estirar las piernas cuando desee hacerlo, me comprometo a no luchar con ningún oficial de la cárcel que esté ejecutando su trabajo. (¡Dios mío!, «ejecutar» es una palabra desagradable, ¿no es cierto?) —Todhunter soltó una risa horrible—. Y bien, ¿le conviene?
—Es asunto del alcaide —dijo el médico—. ¿Tiene usted inconveniente en aguardar a que le consulte?
—El más mínimo —replicó Todhunter amistosamente.
El doctor desapareció.
Todhunter dirigió una sonrisa a sus guardianes.
—¿Saben? —les dijo—, los tengo a todos en un puño.
Fox pareció un poco sorprendido de que alguien pudiera tener en un puño a los oficiales de una de las cárceles de Su Majestad, pero Birchman se rió abiertamente.
—Los tiene usted, y ésa es la verdad: se nos advirtió que no le pusiéramos las manos encima. Bueno, bueno; es usted inteligente. Ésa es la verdad.
—Ésas son dos verdades —corrigió Todhunter con pedantería.
El alcaide miró ceñudo a Todhunter.
Tras una breve pausa le dijo:
—Es imposible acceder a su pedido. El reglamento establece que debe apartársele a usted de los demás presos. No se les permite ni siquiera echarle una mirada.
—¡Santo Dios, eso lo hace a uno sentirse un paria! Y ahora, alcaide, ¿podría hablarle a solas?
El alcaide hizo una seña a los dos guardias, que salieron de la celda.
No salían de su asombro.
—No, usted quédese, doctor —ordenó Todhunter.
El doctor se quedó.
Todhunter saltó vivamente de la cama: una figura enjuta, de pijama rosa pálido. Se aferró al extremo de la mesa.
—Pensé que era mejor que no hubiera testigos de su derrota —le señaló con seriedad al alcaide—. Y ahora mire, por favor. Tengo cogido el extremo de esta mesa. Si usted no accede a mi solicitud, la levantaré. El esfuerzo será excesivo, y caeré muerto a sus pies. Pregúntele al doctor.
El alcaide miró ansiosamente a su compañero.
—Debo decirle que es cierto —confirmó este último—. Acabaría con él.
El alcaide se tiró del bigote.
—Vamos, Todhunter, sea usted razonable.
—No voy a ser razonable —dijo Todhunter; y empinó un poco la mesa.
—¡Aguarde! —imploró el alcaide—. Escúcheme, yo no puedo adoptar una resolución semejante bajo mi propia responsabilidad. Va contra la disciplina de la cárcel. ¡No, hombre, espere! ¿Me dejará usted pedir permiso al Ministerio del Interior?
—¡Oh, por cierto! —asintió Todhunter con cortesía.
El alcaide respiró aliviado.
—Quédese con él, doctor. Yo voy a telefonear al instante. —Se marchó.
El médico y Todhunter se sonrieron mutuamente.
—¿No quiere usted regresar a la cama mientras aguarda? —preguntó el doctor.
—No, gracias —dijo Todhunter—. Me sentaré aquí. —Se sentó cuidadosamente en una cómoda silla junto al fuego y comenzó a masajearse las rodillas.
El médico encendió un cigarrillo. Aquel pájaro no era suyo, y la interrupción de la monotonía más bien le complacía.
El alcaide estuvo ausente durante cerca de veinte minutos.
Todhunter comprendió en seguida, por su expresión, que algo andaba mal.
—Lo siento, Todhunter —dijo lacónicamente—. El Ministerio del Interior rehúsa acceder a su solicitud. Por otro lado, consideran que no es necesario que se quede usted en cama. Puede levantarse y puede también hacer ejercicios a la hora de costumbre y en el lugar de costumbre.
—Pero... —empezó Todhunter.
—Es todo lo que tengo que decir —le cortó el alcaide.