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Naturalmente que aquella intrincada situación legal requería mucha discusión.

En cierto modo, Todhunter gozaba con esas conferencias. Le hacían sentirse importante, y además se había aficionado al procurador que sir Ernest había traído para su defensa, un joven llamado Fuller, que era tan distinto a la imagen corriente de un procurador, como Todhunter parecido, aunque éste no lo sabía. Fuller tenía una masa de cabellos rubios, sobre los cuales se pasaba de vez en cuando una mano o, cuando la situación lo exigía, las dos, vestía un traje que siempre parecía un poco arrugado, y unos modales tan vehementes y entusiastas que, cuando se excitaba, cosa que ocurría a menudo, sus palabras se agolpaban tan apresuradamente, que apenas podían explicarse.

Sin embargo, su conocimiento de las leyes era de primera clase y lo había puesto todo a disposición de Todhunter, junto con su amplio caudal de entusiasmo por un caso tan arrebatador. De hecho, el joven Fuller se lanzó a la caza con tal vehemencia, que a Todhunter le parecía a veces, con cierto disgusto, que lo único que le importaba era lograr que su cliente resultara verdaderamente bien ahorcado, aunque muy académicamente.

En cuanto a la persona que debería encargarse del papel de acusador nominal, el propio Todhunter tuvo una inspiración al respecto. Le pareció que sólo había una persona que podría actuar en tal carácter: Furze. Con su tradicional energía, sir Ernest se marchó precipitadamente de allí, y luego hacia las oficinas de la Liga de la Clase Media, y en el acto planteó el caso a Furze.

Furze se mostró encantado de prestar tal favor. La idea seducía a su sentido del humor, algo intrincado, que siempre se había divertido en vencer las deficiencias de la ley y sus propios excesos. (Por ejemplo, había empleado una sencilla estratagema para salvaguardar un pequeño macizo de campanillas contiguo a su casa de los habituales merodeadores de los lunes de Pentecostés. Al instalar una jaula con tres gallinas de mediana edad en el bosque, lo había convertido en un paraje sagrado, en defensa del cual la ley estaba dispuesta a ir hasta extremos por completo insospechados en el simple caso de las campanillas.)

Luego había el problema de las finanzas. El gasto para su propia acusación debía, por supuesto, ser costeado por el mismo Todhunter, y las satisfactorias sumas que todas las semanas llovían ahora sobre él desde el Sovereign Theatre parecían expresamente destinadas a ese propósito; como Todhunter hizo notar, pensativamente, al origen de la causa principal: Felicity Farroway.

Y había mucha necesidad de fondos. Habían encargado, naturalmente a sir Ernest Prettiboy (o, por lo menos, se había encargado él mismo), de lo relativo a la acusación, y allí no cabía el problema de los honorarios; pero había adjuntos, había abogados, había los gastos ordinarios relacionados con los testigos, había mil y una brechas por las que se escurría el dinero de Todhunter con tanta facilidad como si rodara. Porque no era solamente un problema de juicio. Estaban, primeramente, los procedimientos ante el magistrado; para los cuales, si, como debía ocurrir en el proceso que seguiría, con tal que los magistrados dieran pruebas de ser tan amables como para condenarle, Todhunter tendría que soportar, no sólo los gastos de su acusación, sino los de su propia defensa contra su propia acusación.

La situación, en verdad, se estaba volviendo cada vez más absurda. En primer lugar, sir Ernest Prettiboy se hallaba casi más preocupado por la posibilidad de que los magistrados rechazaran la causa de Todhunter contra él mismo, que por las posibilidades de que un subsiguiente jurado fallara declarándolo convicto. En consecuencia, el joven Fuller y él, pero no, desde luego, Todhunter, habían resuelto que, aunque la acusación contra éste era lo mismo que había estado confesando tan enérgicamente, y tantas veces Todhunter, éste debía negar su culpabilidad cuando la cosa se planteara efectivamente en el tribunal.

—¡Pero si soy culpable! —había gritado Todhunter desde el lecho—. ¿A qué santo decir que no lo soy? ¡Podrían absolverme!

—Tiene usted muchas más probabilidades de resultar absuelto si se confiesa culpable —señaló sir Ernest—. ¿No entiende usted que si se confiesa culpable no puede haber juicio? Nunca tendrá usted oportunidad para llamar a sus testigos, tantos como son. No puedo vociferar contra usted para convencer a un jurado de carneros. Aceptarán su confesión, sonreirán, y le meterán a usted en un asilo de dementes para el resto de su vida..., y mantendrán a Palmer en la cárcel. Ésa es mi opinión.

—¿Pero cómo puedo negar mi culpabilidad? —preguntó el fatigado Todhunter.

—Negará usted ser culpable de crimen, pero se confesará culpable de homicidio casual —replicó sir Ernest con volubilidad—. Lo que hizo usted fue llevar un revólver a esa entrevista con Jean Norwood con la intención de amenazarla, cosa que cumplió, pero, debido a la excitación y a su falta de experiencia con respecto a las armas de fuego, el tiro se escapó y la mató. ¿No es eso lo que ocurrió?

—¡Cielos, no! —exclamó Todhunter disgustado—. En todo momento tuve la intención...

—¿No es eso lo que ocurrió? —gritó sir Ernest con el máximo de su voz, sumamente estentórea.

—¡Oh, está bien! —asintió Todhunter, malhumorado—. Sí, eso fue lo que ocurrió.

—Ya me parecía —dijo sir Ernest, satisfecho.

—Pero no vaya usted a hacer que me absuelvan por eso —ordenó Todhunter.

—Olvida usted, mi gentil amigo —replicó sir Ernest—, que yo apoyo a la acusación. Estoy sediento de su sangre, ¡por Jove!, y voy a obtenerla.

 

 

 

—Entonces, ¿quién va a defenderme?

—¡Ah! —dijo sir Ernest pensativamente—, tendremos que meditar eso, ¿verdad?

—¿Qué tal resultaría Jamieson? —preguntó Fuller—. Me parece que es lo bastante inteligente para hacer buen papel, pero no lo suficiente como para lograr que absuelvan a nuestro amigo.

—Jamieson es el hombre —convino sir Ernest.

—¿Sí? —dijo Todhunter, en tono afligido.

El dueño de la muerte
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