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Todhunter se daba perfecta cuenta de cierta situación especialmente irónica.

En la cárcel había dos celdas para condenados. Una la ocupaba él. La otra estaba todavía habitada por Palmer.

 

 

Ya que la declaración de su culpabilidad no había sido seguida de inmediato como había imaginado vagamente que ocurriría, por el automático indulto y la libertad de Palmer. Nada de eso. Las autoridades tenían a Palmer en la celda de condenados a muerte y que tenían intenciones de mantenerlo allí.

Pasaron dos días, tres, cuatro; y todavía no había noticias de la liberación de Palmer.

Aunque Todhunter no lo supiera, no era él la única persona que se inquietaba por ese motivo. Verdad es que, después de cuarenta y ocho horas, las autoridades empezaron a creer que podrían ahorcar seguramente a Todhunter; pero parecía que no podían dejar que Palmer se marchara. Al tercer día se planteó el asunto en la Cámara.

Había habido poco tiempo para información, pero había sido suficiente para que se lograra apresuradamente la suspensión de la ejecución, cosa que el Secretario del Interior pudo así anunciar a la Cámara, con aire ligeramente ofendido. Pero no pudo anunciar que la suspensión fuera acompañada de un indulto amplio; y al argumento esgrimido por los inquisitivos defensores de la oposición, que sostenían que otro jurado, con más conocimiento de causa que el primero, había creído en la historia de Todhunter y que, por consiguiente, Palmer debía ser puesto en libertad, sólo se respondió con evasivas. Apremiado, el Secretario del Interior dio a entender que las autoridades no estaban en modo alguno satisfechas con la posición de Palmer como posible cómplice, antes o después del hecho.

Esta salida no satisfizo a nadie, con la probable excepción del propio Secretario del Interior; y al día siguiente todos los periódicos, por primera vez en la historia, estuvieron de acuerdo en pedir que se concediera a Palmer el beneficio de una tan sumamente clara duda y que se le libertara sin tardanza. Ante lo cual, el Secretario del Interior, doctrinario y obstinado, se afianzó en sus criterios y rehusó cambiar de posición. Como única respuesta Palmer fue sacado de la celda de condenados y llevado a la cárcel común, junto con todos los ladrones, asesinos y casos de psicoanálisis que resultaron ser sus vecinos.

En cuanto a Todhunter, cuando el alcaide le comunicó las noticias, sufrió tal ataque de furia, que enviaron a Fox, a toda prisa y en todas direcciones, en busca del médico.

—Está bien —dijo Todhunter, lúgubremente—. No voy a morirme hasta haber sacado a Palmer de aquí, de modo que puede usted llevarse esa maldita jeringa.

El médico, que trataba de administrarle un poco de morfina para calmar sus nervios, vaciló. Al fin, el alcaide logró tranquilizar al agitado preso.

—Bueno, Todhunter. Quizá no debiera decírselo, pero la prensa se muestra firme en su campaña para que dejen salir a Palmer, y el país la apoya. Ningún gobierno no tendrá hígado para resistir.

—Eso es más acertado —refunfuñó Todhunter.

Mientras la puerta se cerraba tras ellos, el doctor sonrió a su compañero.

—Suerte que pensó usted en eso. Creo que si hubiera tratado de ponerle la inyección, se habría resistido; y un pequeño esfuerzo como ése le hubiera probablemente matado al instante.

—Tenemos que evitar eso a toda costa —murmuró el alcaide.

La cerradura rechinó detrás de ellos.

Todhunter yacía recostado contra las almohadas, aparentemente exhausto. Los otros dos hablaron en voz queda mientras cruzaban el umbral. Pero Todhunter no estaba tan exhausto como para que sus oídos no fueran capaces de retener tales sutilezas, y escuchó con interés.

El dueño de la muerte
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