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—¡Vaya, vaya! —dijo Chitterwick—. ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Vaya, vaya!

Todhunter le miró exasperado. Desde hacía media hora, Chitterwick casi no había dicho otra cosa. A Todhunter no le parecía de mucha ayuda.

—El brazalete —repitió este último, ahora con irritación apenas disimulada.

—Sí, el brazalete. —Chitterwick pareció recobrarse. Su cara redonda, rosada, querúbica, adoptó líneas más firmes. Su cuerpecillo gordo se puso tenso para la acción—. El brazalete. Sí, indudablemente debemos hallar el brazalete —dijo con suma firmeza.

Ambos se hallaban sentados en el cuarto especial de Chitterwick, en Chiswick. Chitterwick vivía con una anciana tía, para quien había servido a la vez de compañía, de mandadero y para todo en general, y la cual había regido su vida con incansable severidad. Pero, desde que hubo alcanzado cierta notoriedad propia, Chitterwick se había envalentonado hasta sacarse los grilletes, había insistido para que se contratara a una dama de compañía profesional, y hasta tuvo éxito en obtener una sala para su uso particular. Aunque gruñendo fiera e incesantemente, la anciana tía de Chitterwick había sido engatusada o intimidada para permitirle, así mismo, prácticamente toda la libertad que quería, que, de todos modos, no era mucha.

Chitterwick fue a visitar a Todhunter a Richmond y oyó toda la penosa historia desde el principio. Recordó, por supuesto, las infructuosas tentativas de Todhunter para sacarle el nombre de alguna posible víctima, y, como Furze, no consideró el asunto como enteramente imposible de creer. Se comprometió inmediatamente a hacer lo que pudiera para ayudar a Todhunter en su singular dilema.

Luego, ambos fueron a hacer una solemne visita a los procuradores de Vincent Palmer, donde fueron recibidos por un seco socio principal a quien no fue fácil convencer de que Todhunter hablaba con formalidad. Cuando por último comprendió que el supremo deseo de su visitante era sentarse en el banquillo de los acusados (en cualquier banquillo de acusados) y allí confesar su culpabilidad como asesino de la señorita Norwood, Felixstowe (que tal era el nombre del seco caballero) prometió hacer con bastante prontitud todo lo posible para ayudar a Todhunter a alcanzar su deseo, pero se había mostrado desalentadoramente pesimista con respecto a sus posibilidades. Señaló que, en ausencia de toda prueba sobre la verdad de una sola de sus palabras, ningún jurado aceptaría probablemente la historia de Todhunter y que los abogados de la acusación la acogerían con risotadas; y consideró que, en vista de cierta severidad de los comentarios del juez, Todhunter podía muy bien encontrarse con una instrucción de causa por perjurio. No obstante, Felixstowe prometió consultar muy cuidadosamente a cierto número de personas acerca de la conveniencia de citar a un testigo posiblemente tan peligroso, anticipó su opinión personal de que quizá fuera mejor, considerando el asunto en su conjunto, que Todhunter, antes de hacer estallar su granada en un mundo escéptico, esperara el veredicto de Palmer que, sin ser optimista, Felixstowe opinaba podía muy bien ser favorable; y, luego de dar a Todhunter una mano semejante a un pedazo de pescado frío seco, le dio las gracias por haber ido. En realidad, resultó dolorosamente claro que Felixstowe no había creído una sola palabra de la historia de Todhunter y que le consideraba por lo menos, un necio, y probablemente, un loco. Todhunter no parecía tener mucha suerte con los procuradores. Se había encolerizado tanto, que su aneurisma le puso una vez más en peligro.

Su humor, después de escuchar el cacareo de Chitterwick durante todo el camino, desde Lincoln’s Inn hasta Chiswick, apenas había mejorado.

—¡Hum!, el almuerzo —dijo Chitterwick, no sin alivio, al oír sonar un gong afuera, en el vestíbulo.

No era costumbre habitual de la tía de Chitterwick la de comer en el comedor. Prefería una bandeja en el estudio, donde pasaba la mayor parte de su vida, rodeada por sus canarios, sus hortos siccus y su colección de cactus; pero en esta ocasión, ayudada por su dama de compañía, hizo su aparición en el comedor precisamente cuando Chitterwick trataba con dificultad de arreglarle la bandeja exactamente como la quería.

—¡Hum! ¿Ya empezaste? —dijo la señorita Chitterwick oliendo el fragante aroma—. Podías haberme esperado, me parece. —No hizo el menor caso de Todhunter.

La dama de compañía la acomodó en un sillón, proceso que ocasionaba mucho revuelo de paños y voluminosas faldas.

—¡Jem!..., tía, éste es el señor Todhunter —explicó Chitterwick cuando el arreglo estuvo terminado.

—¿Y qué quiere? —preguntó a su vez la señorita Chitterwick, sin siquiera echar una ojeada a Todhunter.

—Ha venido a almorzar. ¿No se queda usted, señorita Bell? —añadió Chitterwick, mientras la descolorida mujercita que había acompañado a la señorita Chitterwick se deslizaba discretamente fuera de la habitación.

—No la quiero aquí —manifestó la señorita Chitterwick—. Arruinar la conversación, eso es lo que haría. La muchacha puede llevarle una bandeja a tu habitación. No me fío de dejarte la mía. Incendiaría la casa, antes de que uno se diera cuenta. Corta un pedazo para ella, Ambrose. No demasiado. A su edad, no necesita mucho alimento.

Con débil sonrisa, la señorita Bell acabó de retirarse. Chitterwick comenzó a trinchar.

—¿Cometió un crimen, usted? —dijo bruscamente la señorita Chitterwick mirando a Todhunter por primera vez.

—¡Jem!..., sí —sintiéndose como un chiquillo que espera el castigo.

—Pero ¿cómo lo sabías, tía? —exclamó Chitterwick.

—Escuché detrás de la puerta —gruñó la señorita Chitterwick con fruición—. Comprendí que algo había cuando le traías aquí. ¿A quién mató usted, señor Snodbunting?

—¡Realmente, tía...! —desaprobó Chitterwick.

—No hablaba contigo, Ambrose. Le hacía una pregunta al señor Snodbunting, pero parece que es demasiado altanero e importante para contestarla.

—Yo..., ¡jem!..., maté a una señora llamada Jean Norwood, una actriz —respondió apresuradamente Todhunter.

—Si es actriz, no es una señora —le corrigió la señorita Chitterwick.

—Mi tía no se... ha habituado a las costumbres modernas —gorjeó Chitterwick.

—No digas tonterías, Ambrose —replicó la señorita Chitterwick, excitada—. ¿Acaso no digo «chica» y no «niña», como mi madre solía decir? ¿No es eso ser moderna? Señor Snodbunting, ¿esa mujer era una señora?

—No —dijo Todhunter.

—¡Ahí tienes, Ambrose! Quizá la próxima vez no trates de ser agudo. ¿Y esto qué es? ¿Pato? Ya sabes que no puedo comer pato.

—Lo siento, tía. Yo...

La señorita Chitterwick empujó con dos manos amarillentas su plato debajo de las narices de Todhunter, estremecida de rabia.

—¡Mire lo que me ha dado! ¡Dos pedacitos que no alcanzarían para alimentar una paloma. Así le queda más para él. Esto retrata a Ambrose de cuerpo entero. ¡Mezquino!

—Lo siento, tía. Pensé... —Apresuradamente, Chitterwick puso otra tajada de pechuga en el plato de la ofendida anciana.

Apaciguada, ésta empezó a comer.

Todhunter consideró que lo mejor era evitar la mirada de Chitterwick.

Durante unos minutos el almuerzo prosiguió en silencio.

—¿Y por qué la mató usted? —preguntó la señorita Chitterwick a mitad del pato.

Todhunter ofreció una vacilante explicación.

—¿Y van a colgarle? —inquirió la señorita Chitterwick, excitada.

—Temo que no —murmuró Todhunter.

—¿Qué significa eso de que teme usted que no? Hubiera creído más probable que temiera usted que sí. ¿Eh, Ambrose? ¿Qué quiere decir?

Los dos hombres se miraron desalentados.

—¿Se está burlando usted de mí? —preguntó la señorita Chitterwick.

—No, no. —No viendo otra escapatoria, Todhunter se embarcó una vez más en su historia.

La señorita Chitterwick le escuchó hasta el tímido final. Luego, se volvió hacia su sobrino.

—En un asilo debería estar, me parece.

—Sí, tía —dijo Chitterwick mansamente.

—Allí era donde metían a la gente como éste cuando yo era chica.

—Sí, tía.

Todhunter se sintió incitado hacia una especie de desafío.

—Supongo que no creyó usted una palabra de lo que le he contado, ¿no?

La señorita Chitterwick le miró con sus astutos ojos de vieja.

—¡Oh cielos, sí, le creo a usted! Es demasiado tonto para ser buen embustero.

—Sí, eso es lo que yo pensaba —convino Chitterwick con alivio—. Quiero decir —se corrigió apresuradamente—, que yo también le creo a Todhunter.

—Pero no habrá muchos que lo hagan. Y en todo caso, con razón —pronunció la señorita Chitterwick.

—Ése es..., ¡jem!..., precisamente, el problema —se levantó Todhunter.

—¿Usted quiere que le cuelguen? —preguntó la señorita Chitterwick.

—Quiero asumir la debida responsabilidad por lo que he hecho y rescatar a un hombre inocente —dijo Todhunter con dignidad.

—Entonces, más tonto todavía —afirmó la señorita Chitterwick.

De pronto, Todhunter empezó a reír.

—Sí, pero de todos modos, dando eso por descontado, ¿qué me aconsejaría usted hacer a fin de que me colgaran, señorita Chitterwick?

—¡Oh!, no me pregunte a mí, pregúntele mejor a Ambrose. El es hoy el gran experto en crimen —respondió la señorita Chitterwick caprichosamente.

—Pero yo le pregunto a usted.

—¡Oh!, ¿me pregunta a mí? —La señorita Chitterwick hizo una pausa—. Bueno, parece que ahora los periódicos llaman detective a Ambrose. Supongo que no saben cuán pelma es. ¿Por qué, entonces, no le pide usted a Ambrose que le descubra el crimen? ¡Diablo!, cualquier pelma, incluso Ambrose, tiene que poder hacerlo cuando sabe quién es el asesino, ¿no?

—Descubrirlo —repitió Todhunter, muy impresionado—. Desde el principio. Igual que un caso insoluble. ¡Pero, señorita Chitterwick, es una excelente idea!

La señorita Chitterwick sacudió la vieja cabeza y se irguió, pero por la manera cómo las cintas malvas temblaron sobre su gorra, su sobrino comprendió que estaba complacida; aunque, por supuesto, habría muerto antes que admitirlo.

—Sí —continuó Todhunter—. ¡Claro!, eso es exactamente lo que debemos hacer, Chitterwick. Es decir, si va usted a ser tan amable como para perder su tiempo. Debemos descubrir el crimen juntos. Debemos, sin duda, visitar la escena del crimen...

—Y tratar de hallar un testigo que le haya visto a usted allí esa noche —convino Chitterwick, entusiasmado y encantado porque su tía estaba contenta.

—Y buscar las huellas de mis pies...

—Y las huellas dactilares...

—Y probar que la acusación contra Palmer es equivocada...

—Y averiguar quién estaba aquella noche en el río...

—E interrogar a mis sirvientes...

—Y hallar a alguien que haya oído el disparo...

—Y probar mi compra del revólver...

—Y redactar una lista de las horas...

—Y trazar mi camino paso a paso...

—Y encontrar los lugares donde atravesó usted los setos...

—Y..., ¡bendito sea Dios!, claro que tiene usted perfecta razón, señorita Chitterwick. Debemos seguir este asunto metódicamente y justificar una acusación convincente contra mí. Después de todo, Chitterwick, usted tiene que ser capaz de hacerlo, teniendo en cuenta que conoce al asesino.

—Por cierto que falta el habitual obstáculo —se sonrió Chitterwick.

Todhunter terminó su pato.

—Bueno —observó con un dejo de su antiguo y sardónico buen humor—, espero que sea usted realmente un buen detective. Chitterwick, ya que parece ser que yo soy un asesino inusitadamente diestro. He engañado a la policía con todo éxito. Lo único que espero es no engañarle también a usted.

—Es indudable —dijo Chitterwick— que no va a poder usted engañarnos a los dos a la vez.

—A menos que realmente haya cometido el crimen perfecto.

Todhunter rió. A pesar de la gravedad de la situación, le causaba gracia que tuviera que hacer frente a tantas dificultades para descubrir el crimen que había planeado durante tanto tiempo y con tanto cuidado.

El dueño de la muerte
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