Dan tenía la mejilla hundida en el barro, abrió la boca y le cubrió la lengua. ¡Todo irá bien! La tierra se movía en su universo incomprensible, tenía que aferrarse al suelo, porque la fuerza de gravedad le podría absorber. Sentía la pena como un alfiler clavado en el corazón. Los había matado a los dos, a Jonas y a su madre. Había un cable entre un universo y el otro, donde estaban los muertos. ¡Vuelve mamá, por favor, sé buena y vuelve! La estructura de los huesos de su sien… y sobre la ceja, una luz amarilla y verdosa en su pupila brillante. Huyó corriendo del lugar del crimen, entre los helechos, con la pala por delante. Corrió, sujetaba la pala y corría. Se quitó las zapatillas de skate y las recogió. Siguió corriendo en calcetines. No se encontró con nadie. Pasar el jardín de Frank y Birgit, cruzar la calle, dar la vuelta a la casa hasta donde estaba la manguera. Buscar el detergente líquido en la cocina. Pudo limpiar la pala bajo el grifo del jardín, a la vuelta de la esquina. Quitó las huellas, pero dejó la tierra y la sangre. Volvió a cruzar la calle, sujetó la pala con la manga del jersey, dio la vuelta al último jardín y bajó la cuesta hacia los juegos infantiles y el cobertizo de Frank. Dejó la pala allí. Y mientras corría se hizo de noche. Vio las marcas sangrientas en el espejo del baño. Se duchó, se sacó las hojas del pelo. Tiró de la cadena para hacer desaparecer las hojas, se puso el mono, miró hacia la lámpara del baño y vio las moscas que zumbaban. Bajó la escalera. Corrió hacia el contenedor de recogida de ropa que estaba junto al centro comercial con sus prendas y los zapatos. Llegó el día. Detrás de un tabique de cristal. Un tabique doble, transparente, paralelo. Nadie le veía. Su madre estaba ocupada estando muerta. Corrió en ese sueño toda la noche. Jonas dijo: eres mi mejor amigo. Pero todo se había transformado en grandes horizontes de soledad.