Frank Willmann mantuvo el café un momento en la boca antes de tragárselo. Observaba el cadáver de la mosca que colgaba del encaje, las líneas dibujadas en una de las alas, y las patas minúsculas que parecían hilos negros. El Ford gris de Vivian venía por la cuesta a toda velocidad, seguido muy de cerca por un BMW oscuro. Vivian iba muy tensa, inclinada hacia delante. Giró para pasar entre los postes de la entrada y frenó bruscamente junto al taxi de Roy. El BMW redujo la velocidad, pero siguió avanzando lentamente. El reloj de la cocina hacía tictac. Ya eran las 17:18. En ese momento vio venir a Birgit balanceándose por la acera. Pensó, como siempre, que aparentaba más edad que los 58 años que tenía. Todo lo relativo a Birgit le irritaba, su cuerpo redondo, el rostro ancho y el pelo mustio. Sintió que la oscuridad le invadía. Vivian había hecho una tontería dándole vino ayer. Solo con pensar en ella la noche se hacía más negra en su interior. Las mujeres borrachas hablan demasiado. La tarde anterior, Birgit había asumido su aire-de-sufrir-en-silencio, y a él se lo llevaron los demonios. Porque él la había calado, estaba cambiada. Él se había cabreado. Por fin había conseguido sonsacarle que Vivian la obligó a tomar una copa de vino en horas de trabajo, y que Vivian no había parado de hablar de los hombres con los que se había acostado y tonterías así. Birgit había hablado deprisa. Ella, que nunca hablaba rápido. Él dijo que creía que Birgit le había contado algo a Vivian. La acusación quedó flotando en el aire, como un insecto peligroso con el aguijón preparado. Si Vivian había sospechado algo, en poco tiempo lo sabría todo el pueblo, y se verían obligados a mudarse. Había ido directamente al cobertizo para llamar a Vivian, le había dicho que si volvía a dar de beber a Birgit otra vez, iría a contárselo al jefe. Ella se había puesto furiosa, dijo que era un machista y que no podía mandar sobre ella. Luego le había enviado un sms acusándolo de ser un mirón. Él lo borró inmediatamente. Vivian era tan condenadamente descarada… Era verdad que solía echar un vistazo a la ventana contigua a la de Dan, sobre todo en otoño e invierno, cuando había oscurecido y la luz estaba encendida en el interior de la casa y era hora de que los mayores se fueran a dormir. No era infrecuente ver a Vivian pasearse en sujetador tras las cortinas translúcidas. Algunas veces estaba completamente desnuda. Las ventanas de enfrente casi siempre estaban cerradas a causa del ruido de los coches. Él se alegraba de que su dormitorio no diera a la calle, sino a la zona común donde estaban el parque infantil, el bosquecillo con el huerto para las plantas y el pequeño invernadero.

Dan se levantó bruscamente mientras se quitaba los cascos de la cabeza. El chirrido de las patas de la silla contra el suelo hirió sus oídos. La voz enfurecida de su madre había traspasado los auriculares. Apartó a Jonas, que también se había puesto de pie, y abrió la ventana de par en par. Su madre se inclinaba hacia un BMW que había aparcado junto a la entrada y estaba hablando con el conductor. Él asomaba la cabeza por la ventanilla. Vestía un jersey rojo, tenía el cabello gris y hablaba atropelladamente. Le recordaba al director del colegio. Dan lo odiaba. El hombre llevaba el cabello canoso perfectamente peinado con raya a un lado y no tenía ni rastro de barba. En el asiento trasero se veía equipamiento militar, un petate verde y una chaqueta echada sobre el respaldo.

Dan volvió a sentir el paso de una sombra oscura, como si todo fuera a tirar de él hasta romperle. Mientras intentaba oír lo que decían, estiró nervioso su camiseta y deslizó un dedo sobre la humedad que se acumulaba en la parte inferior de la ventana. Su corazón latía como si hubiera estado corriendo. ¿Esto tenía algo que ver con su padre, o se trataba de otra cosa? El autobús de Ekeberg pasó despacio cambiando de marcha en la pendiente poco inclinada. Una gran vaharada de humo gris se deslizó sobre el asfalto. De pronto vio a Birgit siguiendo la escena desde la acera de enfrente. Las copas de los árboles asomaban contra el cielo, como puntas de lanza, tras los tejados de los chalets adosados. Del cielo volvía a caer un velo de lluvia gris de verano. Frank estaba en la ventana de la cocina, detrás de la cortina de encaje, en camiseta interior.

Jonas se hizo un sitio a su lado. Dan oyó que le sonaban las tripas y se preguntó si el dolor sería contagioso. Jonas miraba a la madre y al hombre enfadado mientras se rascaba una espinilla que tenía a un lado de la barbilla.

—A ese lo he visto antes —murmuró—. ¿Se habrán chocado? —Jonas señaló hacia Birgit con un gesto de la cabeza—: ¿Por qué lleva abrigo en pleno verano y esos horribles zapatos marrones? Parece un insecto.

—No han chocado y Birgit es maja —Dan podía oír los gritos de los pequeños en el asiento trasero del Ford. En sus fantasías había desnudado a Birgit alguna que otra vez. ¿Era tan amorfa como parecía? ¿Cuánto tenía de suave y cuánto de tonta?

Su madre se incorporó, se giró y miró hacia la ventana. Dan sostuvo su mirada. Ella golpeó el techo del coche con la palma de la mano, le dijo un par de palabras al hombre y el coche arrancó de golpe antes de alejarse.

—A lo mejor tenéis una pizza en el congelador, ¿no? Y también necesitamos agua —dijo Jonas—. ¿Supongo que has leído lo que dice del agua el escritor W. C. Fields?

Dan no contestó. Le zumbaban los oídos. El ciclomotor de Jonas estaba medio escondido tras el seto de largos brotes verdes. Su madre volvió al Ford. Dan vio cómo la casa, pintada de verde claro, se reflejaba deformada en la ventanilla.