Klaus Bjone estaba junto a la ventana observando la calle. El ventanal iba desde el suelo hasta el techo y estaba flanqueado por ligerísimos visillos blancos. Retrocedió un paso. El jardín estaba muy cuidado y los parterres no presentaban ni rastro de malas hierbas. Habían quitado toda la mugre verde y pegajosa del bebedero para pájaros, el agua estaba limpia, sin semillas ni hojitas verdes. Diez minutos antes había oído en las noticias que la policía buscaba un BMW oscuro. Había bajado directamente al despacho que tenía en casa, se quitó el jersey rojo y se puso una camisa blanca de manga corta. Ahora se encontraba hundido en su propia oscuridad. Los pensamientos giraban en su mente llevados por un carrusel gris. Llamaron a su móvil. Sonaba como una alarma: piiii, piiii, piiii. Lo miró. Era un amigo de la logia, pero no podía hablar con él ahora y apagó el teléfono.

—¡Mierda! —murmuró—, ¡maldita mierda!

La piel de gallina subía por sus antebrazos. Era un hombre que solía presumir de lo frío y sereno que era, pero no podía evitar la imagen de Vivian: su piel cálida y blanca, los pechos duros, la boca húmeda que se adhería a la suya, el olor a goma caliente y sudor. Tragó saliva reviviendo el momento en que todo hubo acabado y ya no era nada. Cuando se dejo caer a cuatro patas, dando manotazos a las hojas secas sobre el suelo de tierra del invernadero. Nunca significaste nada. Ella se marchó, sin más. Le había humillado. Todo eso se había terminado. Tenía muy mal carácter y a veces se descontrolaba, eso fue lo que sucedió el jueves. Al recordarlo, le parecía que ya había tenido un terrible y oscuro presentimiento en el puente del metro, pero no había sido capaz de controlarse y la había seguido. Le habían visto. Ahora ella estaba muerta y a él lo buscaban. Tenía acceso a información clasificada al más alto nivel. Cualquier sombra de duda le mandaría a la reserva al instante. Y también era miembro de la masonería. La moralidad era un principio básico de la logia.

La voz de Eva le atravesó como un alambre. Se giró y observó las arrugas que rodeaban sus ojos, la piel de sus manos quemada por el sol y el anillo de casada, que ahora le estaba grande.

—Es hora de comer —repitió ella—, he puesto la mesa en el comedor —el gran reloj de pared hacía tictac. Estaba bañada por la grisácea luz del verano. El salón estaba decorado con elegancia y muebles caros. Las pequeñas ventanas que daban a la parte trasera de la casa se cubrían con geranios rojos. Eva había utilizado la vajilla blanca y azul de flores. Él observaba el sinuoso dibujo de la vitrina de anticuario. Eva colocaba las servilletas blancas de hilo junto a los platos con un sigilo que le asustaba, en la cocina sirvió la sopa de verdura en los cuencos y los llevó humeantes hasta la mesa. Comieron en silencio. Luego ella dijo:

—Resulta que han asesinado a una mujer muy cerca de aquí. La que trabajaba en la tintorería.

Klaus Bjone se inclinó hacia delante.

—No hables tanto, querida Eva —dijo con frialdad.

Dan caminaba y el ritmo de su corazón se aceleraba.

—¡Mierda! Eres una enferma —gritó—, no tengo ninguna linterna.

Notó que la angustia lo abrasaba como una advertencia. La mujer policía se puso a su altura. Estaba enfadada. Podía verlo. A Dan le daban miedo las personas enfadadas. Tiraría la linterna al contenedor de la basura, lo haría esa misma noche. Imaginaba a su padre: alto, delgado y huesudo, con la cara estrecha y de rasgos marcados y el cabello negro, que siempre llevaba demasiado largo. Se parecía un poco a su padre. Seguro que pronto daría un estirón. En otoño su padre recogía arándanos y moras árticas que luego vendía en el mercado de la plaza, en Drammen. Pensó otra vez en el criadero de lombrices, parecía un montón de tierra cualquiera junto a la pared. Pero si te inclinabas, veías el movimiento en su interior.

El silencio del bosque era desagradable, como si ocultara algo de gran importancia. Caminaban sin hablarse. Después de una media hora de camino Dan dijo:

—¡Allí está la cabaña! —Frente a ellos apareció una presa con un muro de piedra. Marian vio las grandes salidas circulares para el agua y la lluvia que se había acumulado y que estaba a punto de desbordar el muro. Una pequeña cabaña de tablones cubiertos de musgo verde estaba casi debajo del muro, sobre un pequeño puente de cemento. Resultaba espeluznante, si la presa cedía, la convertiría en astillas. El sonido del agua era como un alarido reprimido tras el muro. Columnas de agua marrón caían por el borde. Una escalera metálica rodeada de una malla bajaba hasta la cabaña.

—Es que esta zona es tan tranquila… Parece increíble que aquí haya tenido lugar un crimen —Eva Bjone señaló hacia la ventana con un movimiento de cabeza—, en este barrio tan bueno.

Klaus Bjone se giró y miró hacia las hojas color verde oscuro y lima de los árboles del jardín. Repasaba el encuentro en el puente una y otra vez. Algunas mujeres nunca regresaban, eran halladas como despojos. Las mujeres siempre se habían cobijado bajo distintas banderas. A partir de ahora utilizaría otra tintorería, se llevaría las camisas a la ciudad, eso lo tenía clarísimo. Eva le miraba. Le parecía que ella estaba convencida de que él tenía algo que decirle, pero él no dijo nada.

—¿No te lo vas a comer todo? —dijo cambiando imperceptiblemente de sitio la maceta de hiedra.

Marian escuchaba. De pronto le pareció oír un ruido a través del estruendo del agua, pero desapareció. Luego oyó un perro que ladraba a lo lejos. Birka se quedó quieta como una estatua y levantó las orejas. Un águila pasó volando sobre ellos. Se dejó caer despacio dibujando un arco sobre la copa de un abeto.

—¿Puedes llamarle? —pidió Marian.

—¿Tengo que gritar?

—Llama a tu padre.

—Ni de coña —gritó él notando que la garganta le escocía—. Tendrás que bajar tú.

Marian bajó por la escalera metálica y abrió la puerta de una patada. Dan la observaba desde arriba. La cabaña era del tamaño de una caja de cerillas y estaba vacía. El polvo de los cuerpos de polillas muertas cubría el alfeizar de la ventana como si fuera arena. Sobre su cabeza sonaba el estruendo del agua del embalse. Un camastro con un saco de dormir sucio, un póster de una mujer desnuda con el pelo blanco al estilo de Marilyn Monroe, un armario con latas de conserva y una pequeña ventana: eso era todo. Además, había una puerta que llevaba al cuarto de las bombas para el agua. Había un cartel en la puerta. Una intuición la llevó a mirar detrás de las latas y encontró una botella de medio litro de licor. La abrió, la olió y volvió dejarla en su sitio. Cuando salió, Dan no se había movido.