A primerísima hora de la mañana siguiente Marian estaba en su coche, pálida, cubierta de un sudor frío, sorbiendo un batido en el aparcamiento de la comisaría. Apagó la radio del coche. No soportaba oír nada más sobre Sebastian Glenne Hansen. Había estado buscando a Birka hasta las 05:00 de la madrugada, pero la perra no había aparecido. Cuando salió del bosque, la puerta de la escuela de jardinería estaba cerrada. Al llegar a casa, se había bebido dos vasos grandes de whisky y se había dejado caer sobre la cama completamente vestida. Tenía los pantalones y el jersey llenos de barro y mierda. Y ahora el caso había estallado en la prensa. El montón de periódicos estaba sobre el asiento del copiloto. Había fotos del niño en todos los formatos posibles. SEBASTIAN GLENNE HANSEN, DE 10 MESES, ¡SECUESTRADO!, proclamaba la portada del VG. Dagbladet optaba por: ¡MADRE ASESINADA! ¡SU BEBÉ DESAPARECIDO! Aftenposten era, como siempre, algo más prudente, pero ellos también dedicaban su portada al secuestro. Había fotos de la casa de color verde claro, de Vivian Glenne con sus tres hijos y de Roy Hansen y Rita Glenne, que suplicaban al secuestrador que se entregara y a los lectores en general que estuvieran alerta y avisaran a la policía si veían algo. La noticia también era un runrún constante en todas las emisoras de radio. Coches policía, agentes uniformados y de paisano daban vueltas por el vecindario e informaban permanentemente al equipo, pero no había nada que arrojara luz sobre el caso.

En el aire de la comisaría reinaba la irritación. En el pasillo de la quinta planta se encontró con Cato Isaksen.

—¡Qué tarde vienes! Son más de las ocho. Ya estamos a jueves y debería irme de vacaciones mañana. Te podrías haber puesto unos zapatos limpios… —Respiró por la boca—. No he ido a casa para nada. Roger está poniendo al día a Randi y a Asle. Nos llegan muchas pistas, no paran de entrar, pero, como sabes, la mayoría son intrascendentes.

Al final del pasillo se abrió la puerta del ascensor con un pitido. Cato y Marian se dieron la vuelta. Ellen Grue venía hacia ellos con una hoja de papel en la mano. Se detuvo.

—Llamé a su casa a uno de los empleados del Instituto de Salud Pública a medianoche para reclamarle los resultados de la prueba de ADN. Ha estado trabajando desde las 05:00 de la mañana. Tengo aquí la respuesta. Roy Hansen es el padre de Kenneth, pero no de Sebastian.

—Me pido no tener que decírselo a Roy Hansen —dijo Marian mientras seguía su camino por el pasillo. Se metió en el despacho que compartía con Randi y se dejó caer sobre su silla. La respuesta no era muy sorprendente. Pobre Roy Hansen. Marian intentó alejar la imagen de Birka. Había leído un informe sobre un caso similar en Estados Unidos, donde se habían llevado a un niño de una guardería y luego lo habían recuperado sano y salvo. Randi entró en el despacho y revisaron rápidamente el caso.

—Ya veo que os habéis matado a trabajar —dijo Randi recogiendo su cabello rubio en una coleta.

Los investigadores estaban a tope intentado clasificar todos los datos que iban entrando. La comisaria Ingeborg Myklebust llegó sobre la una y, dos horas después, reunió al equipo en una de las salas. Ya eran doce personas. La mujer de 60 años estaba morena, llevaba el pelo arreglado y las uñas pintadas de rojo. Hacía ya casi 24 horas que faltaba Sebastian Glenne Hansen. Cuanto más tiempo pasaba, más se reducían las probabilidades de que apareciera con vida.

Cato Isaksen lideró la reunión. Repasaron el caso una y otra vez. Estaban esperando los resultados de las pruebas de ADN de Frank Willmann y Klaus Bjone; si uno de ellos coincidía con Sebastian, habrían avanzado algo, pero tampoco tenía por qué implicar nada. Marian se esforzaba a tope para parecer concentrada.

El día fue pasando entre nuevos encuentros con la prensa, reuniones del equipo en las que planificaban nuevas estrategias y recepción de informes de los coches patrulla. Se habían incorporado a la búsqueda Cruz Roja y Defensa, pero a causa de las vacaciones estaba disponible menos personal de lo habitual.

—Vuelvo a la escuela de jardinería —dijo Marian mirando a Cato.

—Completamente innecesario, Marian. Tenemos un montón de gente allí.

—Iré de todas formas —afirmó Marian con decisión, pensando en Birka. El miedo circulaba por sus venas. Cato Isaksen la miró enfadado.

—¿Cuándo aprenderás a escuchar lo que se te dice, Marian? Es culpa tuya que yo parezca agresivo a todas horas, me tienes harto. El estrés me sale por la orejas.

Marian abrió la boca para replicar. Afortunadamente iban llegando avisos que obligaban a enviar efectivos a diferentes direcciones. Aprovechó la confusión para ir hacia el ascensor y apretar el botón. En ese mismo instante oyó que entraba un nuevo aviso. Oyó a Cato Isaksen gritar algo desde el fondo del pasillo y se dio la vuelta.