Dan pasó por encima de la caja de herramientas y subió por la pequeña escalera que salía del foso. Era lunes, las 09:00 de la mañana. El centro estaba abriendo. Apretó el papelito con el número de emergencia de la policía en el puño, pasó por el taller y salió. En la explanada de los surtidores tuvo la sensación de que alguien le observaba. Se detuvo y miró por encima de su hombro, pero no vio nada que le llamara la atención. Había gente y coches por todas partes, lo habitual. Un hombre inflaba sus neumáticos con la bomba de aire. Dio la vuelta a la esquina en dirección al centro comercial. Entró por la gran puerta de cristal como si fuera una persona normal. Pasó por delante de La pastelera y del monopolio de bebidas alcohólicas y fue en dirección a las cabinas telefónicas. Cuando la gente que lo conocía lo saludaba, contestaba con una inclinación de cabeza. Sonreía cuando le sonreían. Las cabinas estaban anticuadas y cada uno de los tres teléfonos estaba rodeado de plexiglás. Miró a su alrededor, se acercó a uno de los aparatos, se estiró la manga del mono de trabajo y descolgó el auricular. Nadie encontraría una huella dactilar suya. Así lo hacían en la tele. Echó una moneda de diez coronas en el teléfono y marcó el número de emergencias de la policía con mano temblorosa. En un primer momento, cuando contestó una voz masculina, no se sintió capaz de hablar, pero luego tragó saliva, hizo que su voz sonara más profunda, dio la espalda a las tiendas y dijo brevemente que un hombre llamado Klaus Bjone era el asesino de Vivian Glenne.

—Vive en la calle Konvall 139 —antes de que la voz del otro lado pudiera decir nada continuó—: lo vi salir corriendo del bosquecillo aquella noche. Vestía un jersey rojo y llevaba una pala en la mano. Y una cosa más, debéis investigar su coche, no el BMW, porque lo ha escondido, sino el jeep —concluyó, antes de dejar el auricular colgado en su sitio, mirar a su alrededor y dirigirse rápidamente hacia la escalera mecánica. Subiría una planta y luego saldría por el aparcamiento para volver a la gasolinera.

—Ellen llamará con una conclusión preliminar en cinco minutos, Marian; Roger está tomando declaración a Willmann otra vez. Pareces descansada —Cato Isaksen se dejó caer sobre una silla y empujó el montón de papeles por la mesa.

—Estoy descansada, Cato —la noche pasada había dormido siete horas seguidas. Por la mañana encontró una nota sobre la mesa de la cocina que decía que no había novedad en la casa de color verde claro. Finalmente Juha había cogido la bici para comprobarlo, a pesar de todo—. Los de medicina legal tardan demasiado. Aunque él lo niegue, tengo la sensación de que Dan intenta proteger a su padre. Lo pasó mal el sábado en Finnemarka. Noté que estaba aliviado porque no encontramos a Arne Colin Andersen. Puede que tengas razón, puede que haya huido, ahora resulta que tampoco los efectivos de rastreo de Drammen han sido capaces de encontrarle…

—¿Es anarquista o qué? Ese tipo arrogante… Tiene que ser el asesino. Henny Marie Aas afirma que no sabe dónde está, pero yo creo que sí lo sabe.

—Creo que Dan ha confiscado esas cartas de su padre. Tiene algo que ver con la maternidad, Cato. Las personas adoptan maneras de ser. Tienen buenas o malas intenciones. Algunos se lanzan a la vida y superan las dificultades, otros fracasan.

—¿Dan tiene esas cartas?

—No lo sé —mintió ella.

—No soporto el rollo de las intenciones y los sermones pedagógicos sobre la maternidad —Cato Isaksen movió la mano para espantar una abeja que golpeaba el cristal hasta hacerla desaparecer por la pequeña rendija abierta.

—Por supuesto que Vivian Glenne no era malvada, pero sí inmadura e incapaz de poner límites. Es un tema tabú, pero está claro que no todas las madres son buenas —dijo Marian—. Los de la división técnica están revisando todo lo que tenemos de correos electrónicos y demás, pero eso que dice Dan de que él estaba jugando al ordenador…

—He visto su historial de conexiones, Marian. Estuvo jugando todo ese tiempo en cuestión.

Sonó un móvil. Cato Isaksen miró a Marian y apoyó el codo sobre la mesa. Le hizo una señal.

—Es Ellen —dijo leyendo el documento que tenía sobre la mesa, en el que había anotado que era lunes 18 de julio—. Entiendo que habéis estado trabajando el fin de semana, Ellen. Pero haznos un resumen del contenido y luego nos pasas el documento completo por e-mail —conectó el altavoz del teléfono. La voz de Ellen Grue era clara.

—De acuerdo, Cato. Iré directa al asunto. La fallecida tenía algo de alcohol en la sangre, no mucho, pero había bebido dos o tres copas de vino, o algo así. La pala es el instrumento del crimen. Las lesiones que presenta son compatibles con la hoja de la pala en cuestión y la hora estimada de la muerte es sobre las 21:00. Así que todas nuestras suposiciones son acertadas. Los técnicos han encontrado algunos cabellos que no parecen ser de la fallecida en unas hojas. Es demasiado escaso para poder precisar el color del cabello y los hemos enviado para un análisis detallado. También se han encontrado otros indicios pero, como sabes, los análisis llevan su tiempo. Los de medicina legal son especialmente lentos ahora en pleno verano, pero el perfil de Willmann se coteja de forma permanente con el resultado de los análisis, y veremos si hay alguna coincidencia.

Birgit Willmann estaba completamente quieta en el interior de la zapatería y esperaba sentir algo. Tan solo había otra clienta, una madre con una niña pequeña. Los expositores estaban llenos de todo tipo de calzado. El olor a piel le provocaba picores en la nariz. Hacía cuatro días del asesinato de Vivian, pero la policía aún no había encontrado al asesino. Introdujo el otro pie en el otro zapato negro de tacón y se contempló en el espejo inclinado y alargado. Dio pequeños pasos adelante y atrás. En un primer momento no notó nada, pero luego sintió una especie de agradable excitación. Aunque sus pantorrillas no fueran las más esbeltas y sus tobillos robustos, los zapatos le sentaban bien. Nunca había llevado tacones. Se dio la vuelta y echó un rápido vistazo por encima del hombro. No había clientes a la vista en la tintorería.

—Los zapatos son un poco estrechos —dijo girándose hacia la dependienta de nuevo—, la piel cederá un poco con el tiempo, porque mis pies son algo anchos y siempre llevo medias.

Frank seguía detenido. No tenía que obedecer. La sensación de distancia no la protegía.

—Tú conocías a Vivian Glenne —la dependienta llevaba el pelo teñido de blanco, con un pañuelo atado a modo de lazo en la espesa melena—, es terrible. Es que Vivian compraba aquí todos sus zapatos y botas.

Birgit se dio la vuelta y volvió a mirar hacia la tintorería. Vio a Dan, que pasaba por delante del ventanal. Llevaba puesto el mono de trabajo. La sensación de levedad que había experimentado se vio sustituida por algo oscuro. Podía oír el zumbido del agua en el entramado de cañerías, detrás del mostrador. Por supuesto que estaba mal sentirse alegre tan poco tiempo después de la muerte de Vivian. ¿Para qué quería ella unos zapatos de tacón? Aunque ahora fuera verano, las hojas caerían de los árboles y la nieve, de un metro de altura, cubriría el paisaje. Cuando llegara a casa, al atardecer, se tomaría una copa de vino o, mejor, café con leche y rebanadas de pan integral con caballa en tomate o mermelada de frambuesa. Frank tendría que haber ido a ver a Colin al día siguiente. Solían acampar durante cuatro días; pescaban, montaban la tienda y bebían. Frank siempre parecía nervioso antes de marcharse.