Cato Isaksen se desvió en Tranby y condujo hacia Sylling. Marian iba muda en el asiento del copiloto. De pronto volvió a tener la desagradable sensación de estar llena de una neblina gris. El paraje de Lier se desplegaba frondoso frente a ellos. Los campos y los cultivos parecían una alfombra de retales de distintos tonos, desde el amarillo intenso hasta el verde oscuro y el marrón. El cielo estaba cubierto de cúmulos, líneas alargadas pegadas entre sí. Tomaron la carretera a Ringerike durante unos metros y luego giraron para incorporarse a un camino más estrecho. Una bandada de cisnes pasó muy cerca del coche y siguió a gran velocidad sobre un campo de colza amarilla. Eran poco más de las 12:30.

Sonó el móvil de Cato Isaksen. Era Roger. Habían recibido una pista de un corredor que había leído sobre el asesinato en internet. Había visto a Vivian Glenne cuando pasó por la calle peatonal la noche anterior. La describió correctamente. Llevaba una chaqueta roja, minifalda negra y zapatos de tacón rojos. Era fácil recordar una vestimenta así. Eran las 20:45 en punto. Había mirado la hora porque tenía una cita a la que debía llegar puntual. Estaba segurísimo de que era a ella a quien había visto.

—¡Qué bien! —dijo Marian pasándose la mano por la frente—. Entonces tenemos solucionado el tema de la hora. Se reclinó sobre el reposacabezas y notó cómo llegaba la jaqueca, como si allí adentro hubiera un hombrecillo con un martillo. Hasta ahora todo había ido bien, pero de repente sentía un terror helado. Recordó el momento en que solucionaron el difícil caso Høvik el año anterior. El joven lo confesó todo por la manera en que ella le interrogó; como caer desde la nada hasta suelo firme; como si su pasado no fuera algo que hubiera sufrido, sino problemas que le hubieran otorgado para que la enriquecieran. Aparentemente era como todo el mundo, pero no del todo. En una ocasión fue a ver a un psicólogo que le dijo: Imagínate un armario lleno de armas: pistolas, lanzallamas, bombas, granadas, cuchillos y espadas. Le preguntó cuál elegiría para defenderse. Ella había cerrado los ojos un instante y luego respondió que el lanzallamas. Pero era la respuesta equivocada. La respuesta correcta era la autoestima, no las armas.

Por la ventanilla entreabierta se colaban distintos olores: vacas, abono, heno, tierra, hierba recién cortada. Un tractor apareció delante de ellos. Cato Isaksen puso la sirena, pero no pudo adelantar hasta que el tractor cogió un desvío. Se volvió hacia ella.

—Tenemos que investigarlo todo, no podemos atascarnos en una hipótesis.

Era como si hubiera leído sus pensamientos.

—Roy Hansen empezó su turno a las 20:49 y Willmann afirma que vio las noticias a las 21:00 —comentó ella.

—Su mujer dice lo mismo —confirmó Cato Isaksen.

—Además, Vivian Glenne tenía una relación muy tensa con su exmarido, tan tensa que le negaba visitar a su hijo. Y luego está el hombre del coche de ayer. Aquí tenemos hilos suficientes para hacer punto un buen rato.

—Pero tenemos tanto la pala de Willmann como el sms que le envió la fallecida. Parece evidente, Marian, pero Dios sabe. En este país hay más de 18 000 mujeres que sufren violencia a manos de maridos y novios.

—La Policía Judicial es muy rápida identificando huellas dactilares. Y el análisis de la tierra y la sangre de la pala seguramente lo tengamos mañana mismo, así que tendremos que cruzar los dedos. También tenemos que charlar largo y tendido con su hijo, con Dan —echó disimuladamente una mirada al asiento trasero donde Birka se hacía la dormida.

—Sí, le dio una paliza a un profesor. Lo contó Rita Glenne.

—¿Ah, sí?

—Dentro de una semana me iré de vacaciones. Insisto en que me iré —Cato Isaksen sentía náuseas después de tomarse de un trago el agua sucia que pasaba por café en la comisaría—, no somos suficientes.

—Al menos Irmelin Quist estará en su puesto —comentó Marian con ironía—, supongo que ya no conseguiré que vuelva a darme un documento del archivo nunca más.

—Irmelin vale su peso en oro —dijo Cato Isaksen.

—La soberana del archivo del sótano. Aunque lo que pidas sea del archivo central, interfiere de todas formas. ¡Es increíble que no dispongamos de un archivo central para las pruebas de casos antiguos!

—Eso no es cosa tuya. Creí que ya había quedado claro este invierno.

Volvía a sentirse insegura y a tener la sensación de no dar la talla. Marian bajó un poco la ventanilla y el olor rancio del abono inundó el coche.

—Parece que hay otra tormenta agazapada sobre las copas de los árboles —comentó para cambiar de tema.

El coche camuflado se acercó demasiado al arcén y levantó una pequeña nube de arena. En la cuneta crecían las malas hierbas y florecillas silvestres. Había pequeñas granjas y casas solitarias diseminadas por el paisaje. Y detrás de ellas un muro formado por el bosque de negros abetos.

—Sí que estamos en el campo.

Sonó el tono de sms entrante en el móvil de Marian. Le echó un vistazo.

—Es de Roger —dijo—, ha hecho algunas comprobaciones sobre Willmann. Lleva 30 años trabajando en la gasolinera. No ha faltado casi nunca. Tampoco tiene antecedentes, ni siquiera una multa de tráfico. Pero tal vez no sea tan raro, puesto que no tiene coche. Tampoco tiene hijos.

—Eso que dijo Rita Glenne de que deberíamos hacerles un análisis de ADN a los niños de Vivian… —dijo Cato Isaksen mirando el GPS—, lo interpreto como un comentario de cómo era ella, no tanto como algo relevante para el caso.

—Podemos esperar y ver si resulta necesario.

—Espero que Ellen y compañía puedan llevar el cadáver al anatómico forense lo antes posible.

En una solitaria parada de autobús había una chica joven con dos niños equipados con chalecos flotadores. Cato Isaksen miró el cartel que decía Finnemarka y se metió por un camino dividido en dos por una franja de hierba.