Marian llevaba en la mano la bolsa para pruebas que contenía uno de los zapatos rojos.
—Esto parece poco menos que de la Cenicienta —pasaron frente al pequeño grupo de curiosos que se agolpaban junto al último adosado, donde empezaba el camino peatonal que llevaba al parque infantil. Marian cruzó la calle junto a Cato Isaksen y notó que, por unos instantes, había olvidado la angustia. Nadie podía ver que había bebido algo de whisky de más la noche anterior. Tenía la garganta seca y notaba unas leves náuseas.
Entraron por el portón. Justo detrás de la casa se elevaba una pared de piedra.
—Cuando el cazador encuentra un rastro en el bosque no lo sigue, sino que regresa siguiendo el camino por el que había ido el animal. Los crímenes cometidos por los esposos encabezan las estadísticas de las mujeres asesinadas —dijo ella.
Él le echó una mirada.
—¿Has pasado unas buenas vacaciones, Marian? Te has quedado muy delgada.
—Casi no he salido por la puerta, Cato. Estoy reformando la casa. En cierto modo echo de menos mi apartamento de Grünerløkka —forzó una sonrisa.
—Seguro que es suyo —Cato Isaksen señaló el Ford que había en la entrada.
El coche gris era viejo y estaba abollado, pero el taxi que había aparcado a su lado estaba impecable. La hierba se había abierto camino entre la grava hasta asemejarse a un montón de rastrojos. Cato Isaksen miró hacia el interior del Ford. Había periódicos viejos, botellas vacías, juguetes infantiles, envoltorios de hamburguesas y desorden tanto en el asiento trasero como en el suelo. Los dos sucios asientos infantiles vacíos parecían enseñar los dientes.
—Será mejor que no toquemos nada, es trabajo para Ellen & Cía.
—Actuación disciplinada en el lugar de los hechos —dijo Marian pensando en los guantes de plástico que llevaba en el bolsillo.
—Esta semana vas a tener que tomarte un respiro con la reforma, Marian. Disfrutarás los tres días de vacaciones que te quedan cuando el caso esté resuelto. Puede que sea rápido.
—La piscina tiene que estar lista en un par de semanas. Juha es quien se ocupa de eso, no yo.
Subieron la escalera. La pintura verde claro de las paredes estaba descascarillada. El polvo de la carretera y pequeñas almohadillas de musgo de un verde intenso se aferraban a las juntas de los paneles.
Se miraron. Cato Isaksen llamó a la puerta.
Se oyeron pasos en el interior y la puerta se abrió. Un chaval de cabello castaño vestido con un mono azul oscuro apareció en el quicio. Tenía un rostro redondo e indefinido y podía estar empezando la adolescencia. Su cabeza subía y bajaba al ritmo del iPod que llevaba en el bolsillo. En la cadera llevaba un bebé rechoncho con rizos rubios y mejillas sonrosadas. El niño chupaba un chupete azul intenso y llevaba un babero pegajoso de papilla alrededor del cuello.
El adolescente miraba fijamente a los policías. Su mirada era oscura como el carbón.
Marian sostuvo la bolsa con la prueba a su espalda.
Entraron en el pequeño recibidor. El linóleo del suelo estaba casi completamente cubierto de zapatos. Otro niño más llegó corriendo. Llevaba puesto un pequeño calzoncillo blanco. Sus brazos y piernas estaban pálidos y delgados y su cabello era rojizo. Tendría unos 3 años.
El hombre que salió del cuarto de estar en calzones amarillos le recordó a Marian instantáneamente a Juha, con su cabeza pelada y brillante y un aro en la oreja. Pero estaba más en forma y era más corpulento.
—¿Eres Roy Hansen, el compañero de Vivian Glenne?
Los miró asustado con sus ojos claros y redondos, algo saltones, y les tendió una mano pecosa y fuerte.
—¿Qué ha ocurrido?
Marian cogió su mano y pensó en el momento que se aproximaba. De forma inconsciente buscó marcas en su cuerpo, pero no vio ninguna.
—Mamá no está —dejó escapar el chico que se llamaba Dan.
—Hago más que nada noches —dijo Roy Hansen—, creí que estaba durmiendo con los niños en el piso de arriba cuando llegué hacia las 04:30 de la mañana. No suelo subir cuando llego a casa.
—¿Podríamos pasar al salón? —pidió Cato Isaksen echando una mirada a la cocina desordenada, con los armarios pintados de azul.