Ninguno de ellos habló durante el trayecto en coche. En el momento en que Cato Isaksen tomó el desvío en Tranby, Marian se sintió invadida por la misma intranquilidad que había sufrido en su primera visita a la escuela de jardinería. Dan iba en el asiento trasero.

Miraba fijamente el respaldo del asiento que tenía delante, levantó la vista y observó la nuca de la mujer policía. Marian le había pedido que, a partir de ahora, la llamara así. Parecía dura. Debía tener cuidado. Pensó en lo que solía decir Jonas: El peligro no está en lo que ves, sino en lo que no ves. Los pensamientos eran anguilas negras en su cabeza. Pensaba en la tierra y en el coche de Bjone. Esta noche iba a suceder. Su mirada atravesaba el parabrisas, pero no la fijaba en la carretera ni en el paisaje que pasaba a toda velocidad. A su lado estaba tumbada la perra. Fue horrible estar cara a cara con Bjone. El lunes por la mañana llamaría desde una de las cabinas del centro comercial para dar una pista anónima a la policía. El lunes era pasado mañana. Esperaba que no encontraran a su padre. ¿Tal vez la bóxer iba a rastrear hasta dar con él? Bajó la vista hasta su puño y lo abrió. En la fina red de surcos que dibujaba la piel de su palma se acumulaban aceite y suciedad trazando un esquema.

Cato Isaksen detuvo el coche frente a la casa marrón.

—Voy a echar un vistazo rápido antes de que nos vayamos.

Dan vio una hoz que estaba apoyada contra la pared de la casa. El cielo estaba cubierto de una capa férrea de tupidas nubes.

Marian Dahle se giró hacia atrás.

—¿Estás preparado para esto, Dan?

Él no contestó, solo miró hacia el granero y se dio la vuelta para ver los invernaderos, que estaban más lejos. Este lugar ocupaba un lugar en su interior. Su pecho parecía demasiado estrecho. Estaba a punto de vomitar. La cuerda no tenía ropa colgada y el gallinero estaba en silencio. La camioneta oscura estaba en su sitio habitual. Una paloma torcaz arrullaba desde el árbol del patio. Henny Marie salió de la casa. Se quedó parada haciéndose sombra con la mano y mirándolo. Una araña corría por el suelo. Levantó el pie y la pisó. Recordó en ese mismo instante que traía mala suerte.

—Dan, cariño —dijo y fue corriendo hacia él para apretarle contra su cuerpo. Él dejó los brazos caídos y miró fijamente por encima de su hombro hacia las ventanas, en las que veía las bonitas arañas de luz colgando del techo. Quería mudarse a aquí, vivir aquí. Durante los días que no estuvieron acampados les habían dejado una pequeña buhardilla a Jonas y a él. Desde la ventana podían ver enfrente los invernaderos. En esa habitación olía a calor y a sol. La ropa de cama era de cuadros amarillos y abajo, en la cocina, se oía silbar la cafetera por la mañana temprano. Y el gato naranja se había quedado junto a ellos. Recordó la ardilla disecada que había en una vitrina de cristal en el despacho, junto con las calaveras de animalitos pequeños. La ardilla tenía algunas motas de polvo en el pelaje. Había estado viva, pero ahora estaba muerta. Aún, a pesar de eso, parecía viva, y siempre sería así.

El policía salió por la puerta. Dijo que harían dos equipos, Henny Marie le indicaría a él el camino hacia el lago de pesca donde estaba la vieja barca de remos. Y Dan le indicaría a la policía dónde estaba la cabaña de la presa.

—Creo que él estará junto a la presa —dijo Henny Marie—, porque hay previstas riadas para la semana que viene.

El camino de tierra estaba desierto, con profundos surcos negros, pero en cuanto empezaron a caminar, unos cuervos levantaron el vuelo desde su interior. Dan echó una mirada a los huertos de las verduras. Había repollo, patatas y fresas. Escuchó los sonidos del bosque. Los pájaros negros gritaban hasta hacerle sentir que el paisaje se resquebrajaba. Henny Marie estaba junto al policía siguiéndolos con la mirada.

—Aquí tienes una botella de agua —le ofreció la mujer policía. Iba en zapatillas de deporte, acabaría con los pies calados. Él llevaba botas. No quería agua. El año anterior Jonas y él habían cambiado los alambres del seto de frambuesas. La mujer policía le pidió que se detuviera. Quería entrar en el invernadero. Había filas y filas de bancos de madera, grisáceos por el uso, cubiertos de rosas. Él miró a través de las paredes de plástico. El olor cálido del mantillo dulzón rozaba su nariz. El criadero de lombrices estaba al fondo del todo, pegado a la vieja pared de ladrillo. ¿Volvería a pescar con su padre alguna vez?

Salieron de nuevo y continuaron en dirección al bosque. Percibían cambios de temperatura muy leves, más frío cuando caminaban bajo los árboles. De pronto, la bóxer estaba a su lado olisqueando por el suelo. Piedras redondeadas marcaban los márgenes de la carretera. Detrás del último invernadero estaba la vieja bomba de agua.

Iban en fila india por el sendero. El aire los impulsaba, pero en el cielo seguía estancada la capa de nubes. A Dan le dolía la rodilla desde que se la golpeara el día anterior arrastrándose para coger la tierra. Pasaron junto al árbol grande; una araña había tejido una red de hilos plateados entre las ramas más bajas. Sobre sus hombros caían gotas de agua de las afiladas y temblorosas hojas.

Marian observaba su espalda. Dan vestía una chaqueta azul marino con franjas de color naranja. Los pantalones estaban gastados y calzaba botas de agua. Iban por un estrecho sendero cubierto de agujas de pino marrones y secas. Era como caminar por una alfombra mullida. Por un momento vio su rostro infantil. Niños que rechazan. La afirmación de Rita Glenne se había fijado en su memoria. No lo había pensado antes, pero ella misma había sido una niña que rechazaba. Tal vez ella tenía la culpa de todo lo que había ocurrido. Recordó de pronto una sensación, el tenaz sentimiento de dominio que le provocaba ser capaz de herir a su madre adoptiva. ¿Tal vez fuera culpa suya, a pesar de todo, que su madre fuera depresiva?

—Espera un poco, no vayas tan deprisa —dijo Marian mientras apoyaba la mano sobre el tronco de un árbol. Se le nublaba la vista. Dio un trago de la botella de agua y la volvió a meter en la cintura del pantalón. Si encontraban a Arne Colin Andersen, ¿regresaría con ellos por su propia voluntad? No tenía miedo. Miró a la perra. Pero Birka no la protegería en ningún caso. En cuanto se encontraban con alguien, Birka se ponía contentísima. Había algo que era lo contrario de lo que parecía; podría ser Willmann; podría ser Arne Colin Andersen o tal vez Roy Hansen. ¿Sabía Dan algo que no les contaba? ¿Por qué no habían encontrado huellas en la pala? ¿Quién se había dejado en ella un terrón de tierra ensangrentado?

Dan vio la piedra plana sobre la que habían hecho fuego. El aire estaba denso e inmóvil, casi blanco, cuando un golpe de viento rasgó la superficie de la laguna. La piedra estaba manchada de hollín y algo más, algo que la piedra había absorbido y parecía sangre. Las copas de los grandes abetos que se veían en la distancia parecían lanzas contra el cielo. Alrededor de la pequeña laguna crecía alta la hierba amarillenta, había piedras y algunos abedules pequeños diseminados. Jonas y él habían nadado allí. Se quitaron los pantalones y se bañaron en calzoncillos. Lucía un sol cálido. Después les goteaba el pelo y tenían piel de gallina en los brazos. Podía recordarlo todo, como si tuviera una pantalla de cine en la cabeza. Ahora era como estar en la luna, en un lugar completamente desconocido. El paisaje estaba helado. Jonas dijo que se había formado 3700 millones de años antes.

La mujer policía se puso a su altura. Él miraba la hora constantemente, pero no veía que pasara el tiempo.

—¿Te duele la pierna? —preguntó de pronto, y se agachó para acariciar el lomo de Birka. La perra volvió a salir corriendo mientras olisqueaba el suelo.

—Me golpeé la rodilla con la escalera metálica cuando iba a salir del foso para el aceite —respondió hoscamente.

La mujer policía parecía cansada.

—¿Supongo que sabes por dónde suele estar tu padre?

Él asintió. Parecía que del agua emanaba una nota oscura. Pasaron un riachuelo. Continuaron junto a una cañada con pequeñas cascadas, hoces y algunas pozas profundas. El agua empapaba sus zapatillas.

—Es un gran bosque, Dan —siguieron caminando—. Lo siento mucho por ti —Marian agitó la mano para deshacerse de un insecto que intentaba aterrizar en su frente—, ¿qué clase de padrastro es Roy en realidad?

—Majo —contestó él, intuyendo en ese mismo instante que algo se movía. Lo vio detrás de unos troncos delgados cubiertos de una densa hojarasca: una mejilla, una oreja, el blanco de un ojo. Y un poco de pelaje negro.

Juha aparcó la bicicleta y entró en la gasolinera Shell para comprar un refresco. Haría lo que Marian le había pedido, pero contaba con que no sacaría nada en limpio. Echó un vistazo rápido a su alrededor. Nadie se fijaba en él. La gente llenaba el depósito y entraba a pagar. Pasó por una puerta cubierta por una cortina de gruesas tiras de plástico y entró en el taller.

—¡Hola! —gritó, pero nadie contestó.

Lanzó otra mirada a su alrededor y bajó por la pequeña escalera metálica. El suelo de cemento estaba cubierto de manchas de aceite negras y azuladas. En el suelo había una bolsa de plástico y una linterna negra. Cogió la bolsa y miró en su interior. Solo contenía tierra y suciedad. La dejó caer, fue hasta la caja de herramientas y la abrió. Debajo de las herramientas había unas cuantas cartas. Las revisó en un momento. Los sobres estaban cubiertos de huellas negras de dedos. ¿Debía llevárselas a Marian? No, seguro que eso también era un error. Tendría que leerlas y repetirle lo que decían. Todas las cartas estaban firmadas por un hombre llamado Colin. Se puso de pie y le mandó un sms a Marian: Había unas cartas en una caja de herramientas del taller. Todas son para exigir dinero y todas van firmadas por un tal Colin.

Arne Colin Andersen llevaba un cuchillo en el cinturón. Estaba sentado entre la maleza y sujetaba con fuerza a su perro por el collar. Dan y la mujer policía llevaban un bóxer con ellos. Iba por el bosque, al otro lado del sendero, olisqueando el suelo. Sintió una vergonzosa autocompasión. Tuvo una idea peligrosa, pero decidió reprimirla. El perro le miraba fijamente y gruñía bajito. Todo su cuerpo vibraba.

Dan arrancó una hierba y siguió caminando deprisa. En uno de los juegos con los que solían practicar Jonas y él salpicaban la sangre y fragmentos de masa encefálica. ¿Qué había visto entre las hojas de los matorrales? ¿A quién? Claro que lo sabía, era su padre.

La mujer policía hablaba y hablaba. Su voz se convirtió en un zumbido pastoso y desagradable. El sonido se convirtió en otra cosa, algo lacerante y doloroso.

—Y ¿cómo te llevas con Kenneth y Sebastian?

—Bien —dijo pensando en el muro de hojas. Se giró a medias. Retrocedió unos pasos antes de darse la vuelta y seguir adelante.

—Supongo que puede ser cansado tener hermanos pequeños. ¿Sueles ayudar a darles de comer?

No contestó. Aceleró el paso. El dolor de la rodilla se hizo más intenso. La mujer policía estuvo callada un buen rato y luego, de pronto, soltó que su padre no le caía bien. Dan se paró de golpe y se volvió hacia ella.

—¿Qué quieres decir?

Marian recordó la presentación que había hecho en aquel curso sobre interrogatorios. Se trataba de generar confianza, empatía y respeto, pero no solo eso. También había que sorprender. Utilizar palabras que hicieran cambiar a la mente de marcha.

—Es que le he conocido —añadió—. Y eras el que iba por la carretera ayer con una linterna.