Dan alargó la mano de golpe, como si fuera un arma. El trozo de tela pasó suavemente por la resbaladiza palma de su mano. El punto de gravedad se desplazó durante unos segundos, pero recuperó el equilibrio, hizo un movimiento de muñeca, un giro, y agarró el pequeño brazo regordete y tiró de su hermano hacia él. Sintió su mejilla contra la suya un instante, se puso de pie tambaleándose, notó el sabor del agua en los labios y al niño adherido como una ventosa a su cuerpo.

Marian bajó despacio la escalera. Recordaba la visión del conejo cuando abrió la bolsa de deporte. Recordó la sensación de ira y la voz de Frank en su interior: ocúpate de tus asuntos y mantén el césped cuidado. Y la abuela de Jonas: ¿sabes lo que es el carmesí? Un gusano invisible que vuela en la noche. El torso blanco de Dan desprendía luz. Pobre Dan. Medio desnudo en la lluvia. Un chico, tan solo un chico que se movía despacio y salvaba a otro chico pequeño.

Jonas estaba completamente inmóvil. Parecía el personaje de un videojuego. La sangre se extendía por el muro. Dan pasó por encima de su mejor amigo, evitó mirarle a la cara, apartó la escopeta de una patada, fue a la cabaña, abrió la puerta y dejó a Sebastian en el suelo. Luego volvió a salir. Marian estaba sobre el último escalón apuntándole con la pistola. Levantó los brazos y miró a Jonas. Su amigo parecía uno de Gotham, con su cara blanca. Jonas estaba muerto. Se dio la vuelta y miró a la policía.

—¡Cógeme! —gritó.

Marian sacó las esposas del bolsillo y le hizo una señal para que se tumbara en el suelo.

—Boca abajo —ordenó.

Marian tiró de la puerta. Los golpes de su pulso le llenaban la cabeza. Sebastian estaba de pie, tembloroso, agarrado al camastro en la luz grisácea. Una telaraña se había enganchado a su manita. Sus piececitos estaban blancos. El niño levantó los ojos hacia ella y se dejó caer junto a él. Sus ojos estaban húmedos y asustados. Se metió una mano en la boca, la tela de araña se pegó a su barbilla. Solo se oía el estruendo del agua. Nada más. Entonces se echó a llorar.

Marian lo acercó a ella con un fuerte tirón, le besó la cabeza y el cuello. Notaba contra su cara los pegajosos hilos de la telaraña. El niño se agarraba a ella, como si sus dedos fueran garras. Agarró la cadena de su colgante de plata y le soltó la mano.

—Pequeño, pequeñín —Marian lloraba mientras notaba su peso y la presión de sus breves costillas contra su cuerpo. Por un momento todo quedó en silencio, como la pausa entre dos latidos del corazón. Como si estuviera en una habitación insonorizada, en una cúpula de cristal. Sola. De pronto recordó algo, la sensación de cuando fue arrebatada a aquel anciano en la playa de Corea. Lloró cuando se la quitaron. Él lloró.

Huyó escalera arriba. Su corazón latía demasiado deprisa. El niño se aferraba a ella, colgaba silencioso y pesado. Estaban en el interior de un campo de fuerza repleto de oxígeno. El campo era alargado y se prolongaba, pero lo interrumpía un círculo. El círculo se cerraba a su alrededor. Invisible y delicado como una pompa de jabón. Cuando llegó arriba sus pies se hundieron en el lodo, pero pudo sacarlos. Vio a Dan tumbado boca abajo un poco más adelante, con las esposas alrededor de las muñecas. Había salido del campo de fuerza y se oyó a sí misma gritar.

—¡Vendrán a ayudarte!

Recogió su chaqueta y la puso sobre su piel blanca con una mano mientras apretaba con fuerza a Sebastian contra ella, con la otra.

—¡Todo irá bien, Dan!

Entonces empezó a caminar. Los músculos de sus muslos y pantorrillas estaban contraídos. Helados y rígidos. El paisaje venía hacia ella. Se abría delante de ella. En el cielo las estrellas eran invisibles. Existían, pero no se podían ver. Sebastian estaba vivo. Llovía aún más fuerte, los jirones de niebla parecían grandes fantasmas voladores, todo lo demás era gris oscuro.