Súbitamente Marian vio el autobús a cierta distancia. Llevaba pintadas franjas rojas y azules en la parte trasera. Tenía que ser el servicio exprés. Se deslizó por el túnel y continuó por la llanura en dirección a Drammen. Apagó la luz azul. No tenía sentido asustar cuando todo podía desarrollarse pacíficamente. Recibió aviso de que el coche patrulla que había solicitado casi había llegado y acordó encontrarse con ellos en la estación de autobuses. El autobús se detuvo en una parada muy cercana a Drammen y se bajaron dos chavales, luego siguió pasando por delante de unos cuantos bloques y naves industriales. Marian veía a Birgit Willmann por la ventanilla trasera. No llevaba sombrero. Miró por el retrovisor, puso el intermitente, adelantó y se colocó delante del autobús. En ese momento recordó algo más, Henny Marie, de la escuela de jardinería, también tenía una madre anciana.
Birgit Willmann miraba hacia la delantera del autobús. Las filas de asientos más cercanas estaban vacías, pero más adelante había unas cuantas personas. Volvió a abrir la bolsa y se acercó el cuerpo flácido a la boca. Lo besó sintiendo su calidez templada y los finos pelos contra los labios. Su mano rechoncha subía y bajaba como un pincel, desde la nuca, bajando por la espalda y volviendo a subir. Debería odiar su destino, pero también se trataba de todos los días que llegaban y pasaban, año tras año, camisas limpias, máquina de planchar y el olor del vapor. Y también eran las mañanas tomando café en la mesa del jardín. El otro día había estado mirando sus muñecas de papel, las muñecas que había pegado a un cartón y recortado hasta dejar los bordes lisos y perfectos. Su infancia estaba en ese fino papel.
El autobús llegó a la terminal y dejó escapar la carbonilla con un fuerte suspiro. La gente hacía cola para bajar. Miró por la ventana y vio con gran aprensión que la mujer policía de pelo corto pasaba por el lateral del autobús, allá abajo. Ahora levantaba la vista y la observaba. Su corazón latía y latía. Había llegado la hora. Se había acabado.
El edificio de madera era de color amarillo mostaza con ornamentos blancos en torno a la estrecha terraza acristalada. El viento llegaba a rachas por el llano campo de trigo.
—No entiendo que pierdan el tiempo conmigo —Klaus Bjone vestía ropa corriente.
—Sabemos que eres miembro de una organización perteneciente a la logia masónica mundial, una célula secreta que cree ser una especie de gobierno universal —dijo Cato Isaksen—. Hemos hecho algunas averiguaciones.
Klaus Bjone negó con la cabeza.
—Puedo prometerles una cosa, y es que mi abogado se ocupará de este asunto —miró a los policías—. Es una barbaridad. ¡Una locura! No tengo nada que ver con ningún aspecto del caso, pero es horrible. ¡Y que tuvieran la desfachatez de ir a casa a hablar con Eva! —Juntó sus manos bronceadas—. No saben hasta qué punto se equivocan. Ese niño no puede ser hijo mío. Ya he hablado con Eva. Saldremos de esta, juntos. La pobre de mi mujer tiene sus propios problemas, bien serios como habéis podido ver sin mucho esfuerzo. Esos chicos que entraron en mi garaje tendrán que pagar por lo que hicieron. Es tu trabajo averiguar por qué lo hicieron, yo ya he tenido más que suficiente de esta historia. Si creéis que tengo a un niño aquí, os invito a pasar y hablar con mis amigos. Registrad el local. Por dios, ¡buscad! Y aquí está la llave de mi habitación. Por favor, entrad y revisad armarios y cajones. Registrad todo el hostal.