Birgit Willmann iba en la última fila del autobús de la línea exprés. El aire acondicionado estaba muy fuerte. El aire frío le hacía tener la sensación de que estaba helando. Se imaginaba lo que descubriría la policía, cómo Cato Isaksen y Marian Dahle partirían su vida en dos con total indiferencia, como un cuchillo parte un melón. Sería solo un instante y, a continuación, todo se derrumbaría a su alrededor, como ocurrió aquella vez que estuvo ingresada. Tendría que haber tomado el control de su propia vida. Pero las cosas son como son. No es fácil recuperar tu vida y picarla en trocitos salpicando en todas las direcciones el zumo del melón.

Solo quedaban otros cuatro pasajeros, tres hombres y una mujer. Todos ellos iban delante. A pesar de eso tenía la sensación de que todo el autobús la estaba vigilando. Vio la mirada del conductor en el retrovisor. A su lado, sobre el asiento de terciopelo azul, estaba la bolsa de deporte. El dolor irradiaba de su estómago como una descarga eléctrica. Bajó la vista hacia sus manos, no podía concebir que se hubiera hecho tan mayor. El paisaje pasaba a toda velocidad, casas y carreteras por todas partes. En realidad ansiaba volver al campo. El autobús rodó por las colinas de Lier. Miró hacia el amplio paisaje con fértiles campos cultivados y granjas con frutales. En el espeso bosque del final del valle estaba Finnemarka. Nunca había estado allí. Frank estaba allí ahora, en compañía de Colin.

Cuando la patrulla frenó bruscamente delante de la calle Konvall 139, Roger Høibakk sintió que su pulso se aceleraba. Sobre el césped había una tumbona blanca.

—Puedes esperar aquí —le dijo al guardia uniformado—. Ve dándole la vuelta al coche mientras tanto y ponte en contacto con Cato Isaksen para recibir más instrucciones.

Miró hacia la casa gris con las contraventanas blancas y se acercó para llamar al timbre. Le pareció oír pasos en el interior, pero luego todo quedó en silencio. ¿Qué había dicho Marian de un equipo de vigilancia? Dio un paso atrás. Había una cámara sujeta arriba del todo, bajo el tejadillo, en la esquina, donde empezaba el garaje. En ese mismo instante le pareció intuir a alguien detrás de los cristales arriba, en la que debía de ser la ventana del salón, una sombra más oscura entre la hojarasca que se reflejaba sobre el cristal. Pero nadie abría.

Probó la puerta del garaje. Estaba cerrada. Se tumbó y miró por la rendija, pero no pudo ver si había un coche es su interior.

No obtuvo respuesta al llamar al móvil de Klaus Bjone. El teléfono estaba apagado. Dio la vuelta a la casa corriendo, siguiendo el muro sobre las losas de piedra, que estaban colocadas en forma de escalera en el césped escarpado. En la parte de atrás había una fila de pequeñas ventanas con los marcos llenos de macetas de flores rojas que impedían la vista del interior. Dos de ellas tenían que ser ventanas del salón, las otras, de dormitorios. Todas estaban cerradas.