Dan puso las manos sobre los hombros de Jonas y pasó la pierna sobre el asiento alargado. Pasó los brazos alrededor de su cuerpo y apoyó la frente contra el casco rojo de Jonas. Él no llevaba casco. Habían bromeado con ese tema, que su pelo era tan rizado que pararía el golpe en caso de que volcaran. El motor emitió unos leves y agudos sonidos. Los neumáticos se abrieron camino sobre el asfalto. Dan cerró los ojos. La gasolinera estaba a escasos centenares de metros de la entrada principal del centro comercial, pero nunca iban caminando. Jonas se detuvo en el aparcamiento del centro comercial, junto al muro gris. Dan bajó de la moto de un salto y empezó a caminar hacia la entrada mientras Jonas ponía la pata de cabra y se quitaba el casco.

Los chicos aparecieron de repente en la entrada con gesto guerrero. Birgit Willmann oía el eco de la campanilla del detector de presencia en su cabeza. Faltaba poco para las doce. Enrolló la corbata que tenía en la mano y miró fijamente el rostro redondo y pálido de Dan. Se dio cuenta de pronto de que el tabique de cristal que había tras él estaba lleno de huellas dactilares grasientas. Su amigo estaba detrás de él. Llevaba la capucha de la sudadera sobre la cara y era más bajo de lo que recordaba. Los pantalones de Jonas Tømte le quedaban un poco estrechos en la entrepierna. Ahora se daba cuenta.

Por un momento sintió que perdía el control. ¿Qué iba a decir? Era posible que Frank hubiera matado a Vivian. Tal vez por eso la miraban de aquella manera. La angustia hizo brotar el sudor en sus axilas. No podía preguntarles cómo estaban. No era adecuado, no guardaba proporción con el horror de perder a una madre. Bajó la cabeza y se encontró con su propia mirada en el ancho borde metálico del mostrador. Su rostro carecía de expresión, era tan hermético que deseaba esquivar su propia mirada. No podía hablarle a Dan de la conversación que habían tenido en la trastienda, del vino y de lo que su madre le había contado. Temía que algo hubiera podido iniciarse allí, algo que provocó los horribles acontecimientos que habían ocurrido.

Levantó el rostro.

—¿No trabajarás hoy, Dan? —indicó su mono de trabajo con un gesto—. ¿Puedo hacer algo por ti? —Se libró de la corbata y la dejó sobre el mostrador.

—Puedo estar el rato que quiera —respondió él, y ella se dio cuenta de que su voz se había hecho más grave en los últimos meses. Salió torpemente de detrás del mostrador y fue hacia ellos. Iba inclinada hacia delante, levantó los brazos y presionó por un momento su mejilla contra el cuello del chico.

Ella olía a azúcar. Dan deseaba que aquel instante se prolongara. Sonó el avisador y un cliente entró en la tintorería. El chico se apartó y se mantuvo en un segundo plano hasta que la señora con los vestidos enfundados en plástico pagó y volvió a marcharse. Dan miró por encima de su hombro.

—Venid a la trastienda, chicos —Birgit Willmann fue por delante y apartó a un lado la cortina de flores—. Sentaos —dijo, quitando de la mesa unos manteles a medio envolver en papel de seda. Sobre el pequeño mostrador de cocina había una cafetera encendida. Sobre un plato había un bizcocho.

—¿Queréis un trozo?

Dan y Jonas se dejaron caer sobre una silla cada uno. Jonas se destapó la cara. Dan se dio cuenta de lo hambriento que estaba. Una fina cortina transparente tapaba la pequeña ventana.

Birgit Willmann se agachó y sacó una botella de cola de la pequeña nevera. Puso vasos sobre la mesa, abrió la botella y los llenó. Se lo bebieron en un momento. Acaba de sacar tres chaquetas de traje y dos pantalones de la máquina. Se había olvidado de la corbata.

—Es muy difícil que las corbatas queden bien —murmuró—, en realidad las corbatas deberían tirarse cuando se ensucian. Por cierto, la policía acaba de estar aquí. Se han llevado a Frank.

Dan la miraba. Dejó de masticar.

—La policía tiene que comprobar a todo el mundo, Birgit. También van a tomar declaración a mi padre. Seguro que ahora mismo van camino de Lier. Pero no ha sido Frank y no ha sido mi padre. ¿Tienes una lista de los que recogieron camisas aquí ayer?

Ella empujó el plato con los trozos de bizcocho hacia ellos, arrugó las cejas y las juntó hasta formar una raya oscura.

Dan se tragó el último trozo.

—No le digas esto a la policía, Birgit, pero un hombre que recogió sus camisas aquí ayer persiguió a mamá con su coche por la tarde. Ayer, cuando llegó a casa, estaba asustada. Tiene que ser él.

—Vi ese coche —dijo ella metiéndose las manos en sus profundos bolsillos—, el libro de registro está sobre el mostrador.

Dan se puso de pie y salió a la tienda. Sobre el mostrador estaba el libro de registro. Le dio la vuelta rápidamente.

Birgit estaba justo detrás de él.

—Detrás del nombre de los clientes que han traído camisas hay una pequeña c. Las distinguimos porque luego les informamos de ofertas especiales…

—¿Puedo arrancar esta hoja? —Casi se quedó sin voz.

Ella asintió y él la arrancó y la arrugó en su mano. Luego la miró fijamente a la cara. Jonas tenía razón. Era rara. Tenía que ver con su frente ancha y las cejas que casi se juntaban, a pesar de que tenía los ojos más separados de lo normal.

—No le digas a nadie que hemos estado aquí, ¿vale?

Ya eran las doce. Llegaban muchos clientes. El zumbido de sus voces llenaba el centro comercial. Dan y Jonas se abrieron camino por delante de una pareja de jubilados en la escalera automática, lograron bajar y salieron por la puerta principal. El ciclomotor estaba aparcado junto a unas jardineras de cemento. Entre las flores zumbaban unos abejorros. Una señora que llevaba un niño dejó su bicicleta en el soporte cercano y se tomó su tiempo para atarla.

—La poli solo sabe que había un BMW —dijo Dan contemplando la espalda de la mujer—, solo tú y yo sabemos lo de las camisas. Le vamos a pillar, ¡joder!

Jonas volvió a subirse la capucha de la sudadera. El cielo estaba cubierto de nubes altas casi en su totalidad.

—Hemos hablado de cazar a alguien, ¿no? Ha llegado el momento, Jonas. ¡Es la guerra!

Jonas tragó saliva.

Dan sintió algo nuevo. Tal vez se encaminaba hacia algo horrible, algo aún peor que lo que le había sucedido a su madre. Pero tal vez pudiera hacer de contrapeso, ser un cortafuego frente al dolor inconcebible.

Alisó la hoja arrugada. Jonas miró por encima de su hombro. El primer nombre era Ragnar Evenes. Además de Evenes, otros dos hombres habían recogido camisas el día anterior. El segundo se llamaba Omar Khan y el tercero, Klaus Bjone. Se pusieron a trabajar sistemáticamente, buscaron los nombres en el servicio de información telefónica de sus móviles.

—Ese no era ningún inmigrante, ¡joder! —Dan miró a Jonas.

—Omar Khan no es.

—Klaus Bjone vive en la calle Konvall 139. En la misma zona que tú, Jonas, pero en el otro extremo.

—Ya me parecía a mí que le había visto antes —dijo Jonas—, pero ¿por qué vamos a…? Pero ¿en realidad qué vamos a hacer cuando encontremos al tipo ese?

—Ya pensaré en algo —dijo Dan.

—La policía tiene un montón de métodos para capturar criminales.

Dan le miró.

—Cállate, Jonas —Jonas tampoco era ningún angelito. Conducía sin permiso. No cumpliría los 16 hasta noviembre, pero su abuela le había comprado el ciclomotor y su padre se hacía el loco.

Jonas se quedó helado. Dan le pidió que condujera y él condujo. Los alcanzó el olor a alquitrán al pasar frente a un acceso de vehículos que estaban asfaltando, el humo azulado que desprendía la apisonadora cosquilleaba sus narices. Sabía un poco sobre distintos tipos de reacciones, sabía que era posible tener varias personalidades y que en situaciones de estrés podían agudizarse los rasgos de alguna de ellas. Su abuela cambió al morir su abuelo, ahora solo le inspiraba desprecio, vagando por la casa, perdida en su interior. Y ahora Dan estaba a punto de fallar.