Jonas hacía zigzag entre los baches de la carretera. El ciclomotor se defendía bien, a pesar del barro y los boquetes. Tenía las manos heladas. La lata con la gasolina de reserva hacía ruido. La había atado detrás. A la izquierda había un campo de trigo. Desde la derecha le llegaba el amarillo intenso de la colza a través de la oscuridad grisácea y húmeda. Había comprobado el recorrido en internet, utilizando Google para ver cuál era la mejor manera de llegar a Finnemarka. Cuando Dan y él fueron a ver a Colin el año anterior, habían cogido el tren hasta Drammen y los habían recogido en la estación. Jonas había conseguido, finalmente, convencer a sus padres. Dejaron que se quedara solo en casa unos días porque había prometido cuidar de su abuela. A los padres les venía bien descansar de la abuela de vez en cuando, así que se marcharon justo antes de que él cogiera el autobús para ir a declarar a la comisaría.
Condujo por el breve tramo de carretera y lo poco que quedaba de recorrido junto a los manzanos. El aire movía su chubasquero. Un golpe de viento agitó los árboles que bordeaban la carretera. Parecía que hacía mucho tiempo de todo. Intentó grabarse en el cerebro que estaba en deuda con Dan. Si no fuera por lo ocurrido, Vivian estaría viva. Podía oír la voz de Dan en su interior: Puede que solo vayan a comprobar a los pequeños. Supongo que tendrán que llevarlos a la comisaría y hacerles análisis de sangre y todo. Pienso negarme…
En su imaginación había puesto en fila a varios asesinos, pero ahora habían cogido a Colin. Todo se enredaba en su mente.
Dan iba en el asiento trasero, mirando a los policías. Algunos vestían uniforme y otros no. El arma que llevaba metida en la cintura del pantalón le oprimía el estómago. La lluvia golpeaba el techo y resbalaba por el parabrisas. Cato Isaksen abrió la puerta.
—Marian y Randi se ocuparán de ti, Dan. Te llevarán a casa y luego seguirán hasta Ullevål con la abuela de Jonas. Yo voy a Hvaler —golpeó el techo del coche con la palma de la mano.
—Randi, ¡conduce tú!, es mi coche —gritó.
Marian llegó con la abuela del brazo.
—Será mejor que vengas conmigo.
Colocaron a la anciana en el asiento trasero, junto a Dan. Él percibió el olor a plátano. Los coches patrulla arrancaron y salieron en fila con los coches de la prensa a remolque. La mujer de uniforme, la que se llamaba Randi, arrancó el coche. Marian se acomodó en el asiento del copiloto.
La abuela de Jonas dijo:
—¿Sabes lo que es el carmesí? —Ella misma se respondió—. Un gusano invisible que vuela en la noche y aterriza sobre las hojas.
Marian se giró.
—¿Dónde está Jonas?
—No está bien. En el bosque, con él mismo cuando era pequeño. Iba al bosque.
Cuando vio la escuela de jardinería como un esbozo gris a lo lejos en el paisaje oscuro, ya eran casi las 02:00. El edificio principal de color marrón parecía desolado y abandonado. Ningún perro ladraba en la perrera. Henny Marie, su hermana y su madre anciana estarían durmiendo. Jonas paró a cierta distancia, apagó el motor y fue empujando el ciclomotor a su lado. Las gotas de lluvia caían de su cabello. El niño se había callado en su arnés, como si se hubiera rendido. Su abuela le había hecho tragar un plátano y una taza de agua unas horas antes, y había usado una toalla de pañal. No soportaba pensar en lo que iba a hacer.
Marian quería volver a Finnemarka. No pensaba en otra cosa. Cato y los demás se habían ido. Se giró hacia el asiento trasero y vio que la abuela tenía la boca contraída en una fina línea.
—Creo que… deberíamos ir a Finnemarka, Randi —Marian se volvió hacia delante con un impulso y miró fijamente por el parabrisas. Los limpias trabajaban a tope—. Tengo una sensación muy intensa… en el bosque, con él mismo cuando era niño, eso ha dicho. Creo que en Hvaler no hay mucho bosque.
—Sí —dijo Randi—, hay bosque.
Dan contuvo la respiración.
—Jonas siempre hablaba de la gran roca plana, decía que quería volver al sitio en el que estuvimos acampados. Mi padre es completamente distinto del suyo. No quiero irme a casa, iré con vosotras a Finnemarka.
Jonas dejó al niño sobre la hierba mojada por la lluvia, con el saquito rodeando su pequeño cuerpo, y empujó el ciclomotor hasta el granero. Abrió la puerta grande y miró hacia el interior. Todo estaba igual que en el verano anterior, un montón de trastos y olor a moho. Presionó el interruptor de la luz. La luz de la bombilla del techo era blanca. El agua de lluvia entraba por un agujero del techo. La pesada puerta se cerró tras él. Un poco del serrín se pegó a las ruedas. Observó las afiladas herramientas que colgaban ordenadas en la pared, encima de una basta mesa de carpintero. Escondió el ciclomotor detrás de un montón de leña. Nadie buscaría en el granero. Olía a madera húmeda y a hierba. La lluvia pisoteaba el techo como cientos de pies. Cuando Jonas era pequeño y su abuela joven, había pasado mucho tiempo con ella. Jonas creía que el árbol que tenía en su pequeño jardín estaba vivo. Ella lo decía y él solía apoyar la oreja en el tronco y escuchaba. Tenía un cortacésped pequeño y una manguera cubierta de musgo. Olía exactamente igual que allí. Había algo detrás de la puerta, metido en el rincón. Se acercó. Era una escopeta. La cogió y vio que la culata estaba cubierta de sangre seca. La abrió y comprobó que estaba cargada.
Randi condujo los pocos metros que quedaban de la calle Konvall y salió a la carretera principal.
Marian se encontraba mejor.
—Iremos a Finnemarka, Randi, pero antes tenemos que llevar a la señora del asiento de atrás a Ullevål.
Randi echó un vistazo rápido al retrovisor, puso el intermitente y adelantó al coche que los precedía.
—Pero Marian…
Marian cogió aire. Su voz se hizo más aguda.
—Birka está allí, Randi. Se me perdió ayer.
Dan miraba hacia la gasolinera Shell, abierta de noche. Observó sus manos sucias. El aceite se había depositado debajo de sus uñas y formaba estrías negras en las palmas de sus manos. En surcos como esos se podía predecir el futuro, saber cómo iba a ser la vida. El que va desde la muñeca bordeando la almohadilla del pulgar se llama línea de la vida.
Randi Johansen llevó del brazo a la abuela hasta la iluminada recepción del hospital. Marian no se movía.
—Jonas tiene un coeficiente intelectual de 140 —dijo Dan en tono sombrío desde el asiento trasero—, el cerebro de Jonas es muy especial. Va a ser diseñador de juegos para ordenador. Tiene montones de historias raras que se inventa, no te lo puedes imaginar.
—Sí, sí que puedo —contestó Marian—. ¿Conocía el padre de Jonas a tu madre?
—No. Al padre de Jonas no le gustaba mi madre. Nunca quería hablar con ella, se limitaba a darse paseos arriba y abajo por la acera cuando venía a recoger a Jonas.
—El padre de Jonas escribió que tu madre besaba como el mismo diablo.
Marian se dio la vuelta y se dio cuenta al instante de que se había equivocado diciendo eso. La luz de la entrada del hospital cruzaba como un franja la mitad de la cara de Dan.
—No —gritó mientras recordaba lo que el sacerdote había dicho en la ceremonia: Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena.
Aquel que puede destruir el alma y el cuerpo. Tenía que ser el diablo. Su madre era un diablo, todo era culpa suya. Las imágenes volvieron a su cabeza. Solo con pensar en la casa verde claro se ponía malo. Su padre quería que le dieran dinero por ella, por una casa que estaba muerta.
Randi Johansen volvió corriendo y se metió en el coche a toda prisa. La camisa de su uniforme estaba mojada, la cazadora de piel cubierta de gotas. Marian pensó en Birka. Cuando Juha vio a Birka por primera vez, creyó que era un perro de presa, pero Birka era una bóxer normal y corriente. El mundo entero era un lugar traicionero que prometía una falsa seguridad. Los bóxer no sobreviven solos en el bosque. Se tapó las muñecas con las mangas del jersey. La lluvia restallaba contra el parabrisas.
—Cubre una extensión enorme, Finnemarka —dijo Marian.
—Pero en todo caso tenemos que llevar a Dan a casa primero —comentó Randi bajito.
Dan se inclinó hacia delante y apoyó las manos sobre el respaldo del asiento.
—Ya he dicho que no me quiero ir a casa. Es el bosque de mi padre.
Jonas se colocó mejor la escopeta sobre el hombro y recogió al niño del césped. Tenía la cabeza manchada de barro. Se agachó y corrió pegado a la pared de la casa, levantó la mirada y vio que una de las arañas del comedor daba una luz débil. Se mantuvo junto a la gran terraza, se detuvo un momento antes de cruzar la entrada y correr bajo la cuerda de tender, que oscilaba lentamente en la brisa nocturna. El niño empezó a llorar, gritaba como si estuviera en el infierno, con la boca abierta, como si fuera un agujero redondo. Tenía la cara empapada.
Jonas corrió por el camino de tierra surcado por profundas huellas de ruedas de tractor, pero la lluvia que golpeaba los invernaderos casi no dejaba oír el llanto. Un golpe de viento tiró del plástico que habían puesto para tapar el hueco de una ventana rota. Pasó frente a los campos donde los troncos alineados parecían formar una cárcel. Siguió por el camino estrecho que acababa transformándose en un sendero enlodado, conocía el paisaje como su propia casa, todo estaba registrado en su cabeza. Si la policía le hacía la prueba del ADN a Sebastian, se darían cuenta de todo. Dan dijo que iban a hacerlo, pero ahora ya era demasiado tarde. Él salvaría el honor de la familia, acabaría con todo esto, por su padre. Nunca encontrarían el cadáver de Sebastian. Solo sus zapatos, que él llevaba en el bolsillo. Un zapato en cada bolsillo. En nombre del espíritu, líbrame del mal. Nunca había pensado en el espíritu como algo bueno. Nadie sospecharía de él, pensarían que había sido Colin.
La radio de la policía no paraba de escupir mensajes. Randi sujetaba el volante con las dos manos y tomó el desvío de Tranby. Marian miraba fijamente al frente.
—¿Cuándo amanece? —preguntó Randi.
—Hacia las tres —dijo Marian viendo las gotas que golpeaban el cristal.
—Jonas y yo siempre nos ayudamos —dijo Dan rompiendo su silencio. La luz de los faros iluminó el camino cubierto de lodo. Por un momento perdió la visión, pero luego la recuperó y todo se desplegó frente a él, exactamente el mismo camino, largo y llano. Estaban en la parte más estrecha, a un lado montones de árboles, al otro la zanja que los separaba de los manzanos. La cuneta verde y húmeda, agua en los baches del camino. Vio una huella como la que dejaría el cuerpo de una serpiente que se hubiera arrastrado por allí. Entre los charcos. La huella estrecha de un neumático que se volvía a llenar de agua marrón. Sintió que las lágrimas llegaban a sus ojos, no era capaz de detenerlas. Corrían por sus mejillas hasta las comisuras de sus labios. Sabían a sal. ¡Si tan solo pudiera ser otro! Alguien que no conociera ni a la familia Glenne, ni a los Andersen ni a los Tømte. Podría ser alguien que no tuviera un padrastro llamado Roy, o una tía llamada Rita. Alguien que no tuviera dos hermanos pequeños. Alguien que no tuviera un amigo llamado Jonas—. Jonas es un mierda —susurró tan bajito que las policías no le oyeron, se quitó el cinturón de seguridad sin hacer ruido y apoyó la frente sobre el asiento delantero.