Dan caminaba con la boca abierta. Un viento helado y mordaz llegó lanzado entre los grandes troncos de los abetos. El viento venía seguido de un chaparrón tras otro. Amanecía. La pistola le rozaba la cintura. Un fuerte golpe de viento volvió a agitar las copas de los abedules sobre sus cabezas. El agua le caía de la nuca y bajaba por su espalda, por debajo de la chaqueta. A intervalos regulares se detenía y se volvía hacia las policías. Ya no hablaban. Continuó andando.
Marian cerró los ojos por la lluvia y escuchó, miró a Randi y siguió adelante. Pensó que la cabaña ya estaba muy cerca. Sus deportivas estaban empapadas y tenía tanto frío que sus dientes castañeteaban. Dan desapareció tras unos abetos y Marian aceleró la marcha.
Jonas se tumbó en el suelo y se metió debajo de un arbusto bajo y redondo. En el centro había un agujero donde algún animal se había hecho una madriguera. Acercó al niño a su cuerpo. Si se movía, se arañaba con tallos llenos de espinas, pero si se quedaba quieto, la cosa iba bien.
Alguien pasaba por el sendero. Oía el sonido de sus pies contra el suelo del bosque. Puso la mano sobre la boca del niño. Eran ellos, era la policía. Pero todo volvió a quedar en silencio. Tal vez consiguiera llegar hasta la presa, dejar caer a Sebastian y volver corriendo por otro camino.
Los hilos de lluvia cruzaban el aire de lado. A Marian la boca le sabía a sangre. De pronto se dio cuenta de que Randi no iba tras ella. Se detuvo.
—¡Randi! ¡Randi! —llamó—. Dan, ¡espera! ¡Que esperes, te digo! —Pero Dan desapareció detrás de un cúmulo de abetos pequeños.
Dan corrió entre la maleza de abetos hasta llegar a dos rocas que se inclinaban la una hacia la otra hasta formar una especie de cueva, junto al nacimiento de un arroyuelo. Se quedó un momento detrás de una de las paredes de piedra antes de abrirse paso entre dos grandes bloques para acceder a una especie de habitáculo cuadrado con suelo de piedra. El agua corría por la pared de roca. Por el suelo había varias cagarrutas de oveja. Podría haber conseguido deshacerse de las policías, pero Marian Dahle le llamaba a él, a su perra y a Randi todo el rato. ¿Era su perra un perro policía de verdad? Los perros policía detectaban todos los olores. En su cabeza se materializó una imagen, tan clara como en una pesadilla. Había un cable que conectaba un universo con otro. ¡Iba a matar a Jonas! ¡Jonas se había follado a su madre!
Parecía que el paisaje oscuro y húmedo se hubiera tragado a Dan. Marian se resbaló, cayó y se golpeó la boca contra el suelo. Le entró barro en la boca, se arrastró por el suelo escurridizo del bosque y volvió a levantarse. Esto era una locura, como si la tierra se hubiera soltado de su eje. Acudían a su mente flashbacks del momento en que la encontraron con el anciano en la playa de Corea. Miradme, he salido adelante a pesar de todo. Se detuvo, escuchó y se quedó mirando dos bloques de piedra que estaban junto a una peña. Sonaba el agua del arroyuelo. Randi había desaparecido. Tiró la linterna. Ya no la necesitaba, se quedó observando los bloques de roca, tenía el sabor del barro en los labios. Entonces vio las huellas de Dan sobre una gruesa capa de agujas de abeto. Las huellas estaban encharcadas.
Jonas iba agachado con los brazos alrededor del niño. Oyó que alguien gritaba algo. La voz se acercaba cada vez más. ¿Era su nombre el que gritaban? Se quitó la mochila y la escopeta, apoyó la espalda contra el tronco de un abeto y se dejó caer hasta quedar sentado a sus pies. Podía oler el amanecer, un aroma a suelo de bosque empapado de lluvia. Sus ropas estaban completamente mojadas. Un insecto subía por sus piernas. La manita de Sebastian estaba congelada.
Jonas era consciente del zumbido de su propia sangre y el pulso que golpeaba en su garganta. Sebastian movía la cabeza de un lado a otro. El mundo era un lugar peligrosísimo y horrible si uno se aventuraba demasiado lejos. Jonas se quedó dormido menos de medio minuto. Vivian estaba delante de él. Su voz tenía un timbre nuevo, como si no estuviera enfadada, sino preocupada. Llevaba el aro de goma negro alrededor de la muñeca. Los cuernos que asomaban entre los enredados mechones de su cabello eran rojos y estaban cubiertos de pelo de animal.
Marian Dahle estaba observándolo desde la entrada. Dan salió entre los bloques de piedra. Había comprendido que Marian Dahle era peligrosa desde que la vio por primera vez. Algunas personas tenían miradas que podían atravesar el acero. Primero habían sospechado de Frank. Eso distrajo su atención, pero no duró. Las cosas habían ido acumulándose. Había muchas casualidades en juego. Lo de Bjone con su jersey rojo había sido perfecto. Dan había apostado por eso. Pero ahora habían cogido a Colin. Sus piernas se hundían en el fango. El suelo intentaba absorberle. Ella le miraba con otros ojos. Ahora él lo sabía, pero no podía matarla, aquí no. Era uno de los malvados de Gotham: el Joker, Mr. Freeze, Two-Face.
—Quiero irme a vivir con Colin y Henny Marie —dijo. Marian tenía tanto frío que temblaba—. Jonas, él… Jonas dice que cree que no existimos realmente, que todos estamos en el interior de un ordenador. Que algo nos observa. Jonas no tiene miedo de estas cosas, solo de los perros.
Cuando la abuela salió llevándolo en brazos, Sebastian reía. Jonas le había puesto una chaqueta rosa, lo cogió de los brazos de su abuela y fue a casa a toda prisa. Como si fueran una pequeña familia. Abuela y dos nietos. Un adolescente de cabello rubio y una niñita de rizos blancos. Había gateado por el salón. Su abuela se había animado y le había cantado cuando empezó a llorar. Al principio la abuela no se acordaba de cómo se trata a un niño pequeño, pero luego le había salido de forma natural. Durante las primeras horas sintió alivio por tener al niño consigo, como si hubiera atrapado todo lo maldito y hubiera podido hacer retroceder el tiempo. Su abuela lo tuvo en brazos por el salón.
Ya podía ver la roca plana y el lago. Había algunos arbustos más, el paisaje se iba cerrando. Ahora no se oía el canto de ningún pájaro. El año pasado estuvo en verano. Moscas y mosquitos zumbaban junto a la orilla. Se quedó hasta que sintió el agua más templada, luego se agachó y frotó sus antebrazos, antes de sumergirse del todo. Tan solo el zumbido de unas libélulas rompía el silencio. Colin había presumido de él. Dijo que sabía mucho. Pero ahora todo era barro. En su mente era un «manchurian candidate», un jugador al que habían lavado el cerebro para cumplir una misión. Se veía a sí mismo desde fuera. Caminaba por el paisaje enlodado. Habría sido un buen fondo de pantalla. Fantaseó con que había sido clonado con una técnica procedente de los extraterrestres. De pronto vio que la roca tenía manchas oscuras, estaba manchada de algo que parecía sangre. Y otra cosa: la tienda de campaña.
La tienda de campaña estaba montada muy cerca del lago. Se había hundido un poco, estaba completamente empapada. Seguro que Colin y Frank habían ido a pescar. Jonas se dejó caer de rodillas, dejó la escopeta y miró hacia el interior. La lona de la tienda desprendía un olor amargo y mohoso. Había unos sacos de dormir enrollados, una bolsa de pienso para perro y ropa seca. Se resistió a la tentación de cambiarse. No debía dejar ninguna huella, salvo los zapatos de Sebastian, que buscó en sus bolsillos. Los sacó y los tiró al interior de la tienda, luego la cerró. Cuando se puso de pie le sonó la columna vertebral. Inmediatamente fue consciente de un movimiento repentino en el paisaje, la sombra viva de un animal que se metió debajo de un seto. De pronto venía hacia él. Un perro, un bicho negro y peludo de patas largas. Y luego apareció otro, un bóxer que movía la cola como un idiota.
—¡Fuera! —gritó. El perro mestizo levantó la cabeza y le miró, antes de darse la vuelta y alejarse. Pero el bóxer se acercaba. Dejó al niño sobre el suelo del bosque. La boca de Sebastian tembló y se estiró en una mueca. Se agachó y cogió un palo, una rama grande que se había desgajado de un árbol. Levantó la mano con el palo, pero en ese momento recordó que tenía la escopeta.
Dan miró deprisa a su alrededor. Cambió el ritmo de su respiración. Sus ojos se oscurecieron, su boca se abrió.
—En realidad la muerte no es tan peligrosa, porque, si no, Dios no la habría inventado —dijo para pedir silencio al instante siguiente—. He oído algo, ¿tú has oído algo?
—¿Qué ha sido eso? —Marian escuchaba.
—Un tiro —dijo él—. ¡Ha sido un tiro!
Jonas se sentía como el amo. El perro estaba tumbado en el suelo a su lado, jadeando. Había disparado, pero no estaba seguro de haber acertado. Dio unos pasos hacia el animal.
—¡No saldrás vivo de aquí, maldito monstruo! —Dio un salto hacia atrás cuando el perro se levantó. No le había dado y ahora el animal querría vengarse. Sabía que no había que mirar fijamente a un perro y le dio la espalda. Al darse la vuelta lo perdió de vista. Se pasó la escopeta por el hombro, tiró de la mochila del niño para levantarlo del suelo, se tropezó de pronto con una raíz nudosa, cayó de rodillas e instintivamente sujetó la cabeza de Sebastian para que no se diera contra el suelo. Luego fue en dirección al embalse.