Jonas Tømte dejó el ciclomotor junto a la bomba de aire que había pegada a la pared de la gasolinera. Se arrancó el casco y lo dejó sobre el asiento, estiró la sudadera y se agachó para atarse las zapatillas de skate. Dan lo esperaba junto al contenedor de basura con el rostro mortecino. Jonas fue hacia él. Le temblaban tanto las piernas que hasta un septuagenario se avergonzaría. Todo dolía como si fuera de metal y lanzara cuchilladas de dolor a su cabeza. Dos hombres llenaban el depósito junto a los surtidores y el olor a frito de la tienda de la gasolinera salía por los extractores de aire provocándole náuseas. Esta muerte era real, no un juego de ordenador que pudiera interrumpirse a tiempo. Se sintió atrapado en una niebla incolora. Su cerebro trabajaba febrilmente para producir algo que pudiera decir y que les permitiera recuperar su camaradería. En realidad no solo era que Dan le necesitara. Pero, en cualquier caso, cuando sus padres supieran lo del asesinato, seguro que todo se habría acabado.

Dan miró por encima de él, hacia los surtidores. Ninguno de ellos dijo nada. Llegaron otros coches para repostar gasolina. Jonas estaba tan cerca de Dan que podía ver la pelusilla que cubría su labio superior y notar el olor a aceite que desprendía su cabello castaño. Por un segundo paralizante pensó que tendría que darse la vuelta y marcharse, pero entonces Dan dijo:

—Alguien la ha matado a golpes cerca del invernadero, puede que con una pala. Por lo visto hay sangre por todas partes. ¿Recuerdas cuando destrozamos aquel hormiguero?

Jonas asintió. Su cabeza zumbaba como una central eléctrica.

—La muerte, lo que dije de que la vida es la relación entre los pensamientos y la carne. Las agujas de los pinos que ardían.

Dan miró fijamente a Jonas y Jonas sostuvo su mirada. Esas hormigas que entendían que algo horrible había sucedido, se habían vuelto completamente coléricas y no querían saber nada ni del azúcar ni del helado. Algunas estaban de espaldas moviendo las patas. Las llamas se abrían camino hacia ellas. La vida no era más que un brillo, un reflejo. Nadie sabía si había seres vivos en otros planetas. Tal vez las personas fueran como pequeñas hormigas. Los humanos no tenían robots inteligentes con los que medirse.

—Si no hubiéramos estado combatiendo ayer, pensaría que habías sido tú, Jonas.

—¡Joder, Dan!

Dan tragó saliva.

—El madero me dijo que fuera a casa, que ahora no debía trabajar, pero ¿qué voy a hacer en casa? Me quería llevar con mi padre, pero ¿qué pinto allí ahora? La policía va a hablar con él. Mamá está muerta, ¡joder! Noto el olor a sangre en la garganta. Tengo ganas de vomitar. ¡Han matado a mi madre! —Un sollozo seco escapó entre sus labios.

Jonas tragó saliva. Algo se liberó en ese mismo instante y una violenta tristeza lo venció. Miró a los ojos oscuros de Dan. Tenían manchas en torno al iris de un color que recordaba la mostaza o la miel. Imaginó a Vivian, y pensó en su propia madre. Siempre lo tenía todo a punto, la encimera de la cocina estaba perfectamente limpia y su ropa siempre recién planchada. Una piedra de granito oprimía la boca de su estómago y casi no le dejaba respirar.

—Eres mi mejor amigo, Dan. ¿Qué hacía en el invernadero?

—No lo sé, Jonas —él había dicho: eres mi mejor amigo. Dan apretó los puños—, tal vez fuera a encontrarse con alguien. Pasa conmigo al taller —se metió las manos con fuerza en los bolsillos y Jonas pasó tras él por la puerta de láminas de plástico flexible y atravesaron el lavadero de coches vacío hasta el taller, donde estaba encendida la bombilla que colgaba del techo de hormigón. Junto a las paredes había bancos con herramientas y sobre el suelo manchas de aceite de muchas formas y matices. En medio de la habitación estaba el foso para el aceite.

Dan se acercó a cerrar el portón, luego se volvió hacia él.

—Mamá dijo que el hombre del jersey rojo había recogido sus camisas en la tintorería por la mañana. Tienen que tener su nombre registrado allí por cojones, y así podremos descubrir dónde vive.

—¿Por qué vamos a averiguar dónde vive?

Dan le miró.

—Piensa un poco, ¡demonios! Iremos a ver a Birgit a la tintorería y conseguiremos el nombre del hombre de las camisas. Me tomaré un descanso. El jefe ha dicho que puedo hacer lo que quiera.

—¿Por qué no te limitas a decírselo a la policía? —Las náuseas subían en oleadas desde su estómago.

—Encontré unas cartas, Jonas. Mi padre quería que mi madre le diera dinero. Por la casa.

Jonas tragó saliva:

—¡Tú crees que ha sido tu padre, Dan! ¡Crees que ha sido Colin!

Jonas recordó el verano anterior. Las noches en la tienda de campaña. La agradable oscuridad entre gris y verdosa de las noches. Él, Dan y su padre. Dan le lanzó una mirada oscura.

—¿Lo entiendes ahora?