El detective Cato Isaksen miraba por la ventana en esquina de su despacho. Era una habitación luminosa, con una fila de ventanas rectangulares y cortinas de rayas en colores suaves. Era viernes 15 de julio, muy temprano, poco más de las 07:30. El calor se estaba haciendo esperar. La tarde anterior hubo un par de horas de sol, antes de que la capa de nubes volviera a cubrir pesadamente las casas y el paisaje. Como si la lluvia fuera a llevarse el verano por delante. Había disfrutado de la noche a solas en su casa de Asker. Bente y los chicos se habían marchado a la cabaña. Tuvo problemas para conciliar el sueño, había dado vueltas impaciente y estirado la sábana húmeda incontables veces. Finalmente se durmió y soñó con su colega Marian Dahle. Se avergonzaba de ese sueño. Marian había aparecido sensual y eso no tenía nada que ver con la realidad. Imaginó que estaba frente a él. Los rasgos asiáticos, el porte erguido y los pechos pequeños, sus movimientos eficientes. Prefería no acordarse de en qué había desembocado ese sueño.
Echó una mirada a la iglesia de Grønland y tomó asiento; dio un bocado al bollo casero con pasas que le había traído Irmelin Quist y pensó en lo que Marian le había confiado el invierno pasado. Se había acostado con un chaval del bloque vecino cuando tenía 16 años. Ocurrió en un trastero del sótano. Él tenía 17. No quería pensar más en Marian. Tenía los informes delante, sobre la mesa. Eran dos montones repletos de riñas familiares, heridas por arma blanca, niños desatendidos de los que había tenido que hacerse cargo con urgencia la protección de menores, violaciones y asesinatos. Por mucho que consiguiera despachar hoy, apenas haría mella en la pila de documentos, aquello no se acababa nunca. En pocos meses se habían producido en Oslo cinco asesinatos. Cato Isaksen cerró los ojos. Sabía por qué había tenido ese sueño: el lunes siguiente Marian volvería de sus vacaciones. Se había calmado tras los intensos incidentes del invierno anterior: el caso del asesinato del Director de la Policía Judicial Martin Egge había desencadenado muchas reacciones en el equipo. Marian había heredado su chalet de la calle Solveien. Había vendido su pequeño apartamento en Grünerløkka. La casa era de estilo funcional, de los años 1960, algo deteriorada, pero con piscina en el jardín. Él, seguramente, no saldría de su adosado.
Roger Høibakk entreabrió la puerta y asomó su oscura cabeza.
—Ya veo que le das al asunto desde primera hora —dijo sonriendo—. Ellen ha ido al anatómico forense, algo de un anciano que se ha caído al río Aker. Afortunadamente está todo bastante tranquilo.
—Almorzaremos juntos —Cato Isaksen se frotó las manos con aire decidido.
—A las doce —confirmó Roger Høibakk.
Cato Isaksen asintió con la cabeza.
La comisaria Ingeborg Myklebust y varios de los miembros habituales del equipo estaban de vacaciones, solo quedaban Roger y Ellen en sus puestos. Pero Ellen estaba en la Policía Judicial, en Bryn. Había otras personas trabajando en el departamento, por supuesto, pero no eran de su equipo. Recordó el verano de hacía dos años cuando, estando él de baja un breve periodo de tiempo, contrataron a Marian. La jefa de la sección, Ingeborg Myklebust, no se había molestado en consultarle. Él no se lo había perdonado. Él era el jefe del equipo de investigación. Puede que se hubiera pasado un poco cuando intentó echarla en aquella ocasión, pero solo hacía una semana que la habían contratado cuando se había tomado la libertad de hacer declaraciones a la prensa. Coincidió con el anuncio de que la Dirección General de la Policía iba a dejar de pagar los análisis de restos de origen biológico. Como si Marian supiera algo al respecto. Era cierto que Randi la había excusado diciendo que fue la comisaria quién la animó a hacerlo, pero aun así… Marian había recibido el don del descaro en generosas dosis.
Se acercó intranquilo a la ventana otra vez. Un hombre montaba en una máquina cortacésped equipado con gorra y protectores para los oídos. Cato había cumplido 55 años. Estaba deseando coger el coche para ir a la cabaña en Sandefjord. Dentro de una semana sería su turno de vacaciones. Gard y Vetle ya eran adultos pero, afortunadamente, Georg solo tenía 10 años. Su cabello se volvía completamente blanco en verano. El 22 de julio sería su último día de trabajo.