Marian apartó las pesadas cortinas y se quedó unos instantes detrás de la puerta, escuchando. Birka olisqueaba entusiasmada. El salón olía a cerrado. Mientras los pensamientos daban vueltas en su cabeza observaba un jarrón transparente de color azul cobalto que estaba sobre la mesa del salón. ¿Sería cierto lo que Rita Glenne había dicho sobre su hermana y los hombres mayores? ¿Era Sebastian hijo de Frank Willmann?
Entraron en el portal mal iluminado. Un carrito de bebé estaba aparcado debajo de los buzones. Por el gastado suelo de piedra estaba tirada toda la publicidad que no había interesado a nadie. Olía a comida. Pescado cocido, o algo así.
Roy Hansen llamó a la puerta del tercer piso, y Cato Isaksen se quedó mirando fijamente a la pequeña aparición empolvada que les abrió. Llevaba un cigarrillo encendido en su delgada mano y en los pies llevaba unas viejas y sucias zapatillas de felpa con borlas en forma de rosa. El suelo de losetas cuadradas de piedra estaba rajado por varios sitios.
Su voz era grave.
—¿Y ahora qué ha hecho este hijo mío? —dijo mirando al investigador.
—Nada —dijo Cato notando el desagradable olor a comida de la escalera.
Roy Hansen estaba pálido. Su madre se dio la vuelta y entró en el pequeño recibidor. Su pelo, rizado y rojizo, era tan fino que dejaba ver el cuero cabelludo. Se detuvo y se giró un poco.
—Pasad al salón, ¿vale?
Cato Isaksen siguió a la madre y al hijo hasta el reducido y estrecho salón. El fuerte olor a humo irritaba la nariz. Aquí y allá colgaban algunos cuadros malos, y dos enormes butacas de felpa con borlas en los reposabrazos ocupaban casi todo el espacio disponible.
—Se trata de una visita rutinaria, señora Hansen —dijo Cato Isaksen mirando a su alrededor. Las paredes estaban torcidas, se inclinaban hacia el interior a la altura del techo, donde, junto a los listones de madera, el papel con rosas pintadas presentaba manchas marrones de humedad.
—Así que has sido tú, Roy —parecía amargada—. Vivian era un puto desastre, pero no tenías que haberla liado así.
Roy Hansen le miró indefenso, y Cato Isaksen dudó unos instantes. Su madre parecía imposible e inofensiva, pero también tenía un punto de dureza.
—Tu nieto, Sebastian, ¿cuándo le viste por última vez?
—¿Y eso que tiene que ver con nada? No se me da muy bien estar en contacto. Yo diría que le vi por abril o así.
Cato Isaksen se sintió repentinamente cansado y tembloroso, como un diabético necesitado de azúcar.