Jonas Tømte se dio la vuelta bruscamente. Un leve soplido escapó de su boca. Detrás de los policías entrevió el cabello canoso de su padre y el rostro con las gafas de montura de acero. Su padre vestía un elegante traje oscuro. Se encontró con su mirada, que decía deja de observarme de ese modo. Volvió la vista al frente y sintió una especie de vergüenza, como si fuera culpa suya que su padre se viera en un lugar comprometido y con gente como esa, que era como se referían sus padres a Dan y a su familia. Jonas creía que todo podía deberse a que Dan había pegado a un profesor, pero no era solo eso. También era por Vivian, su padre se sentía provocado por su aspecto. Los pechos grandes y las caderas estrechas. Pero, en todo caso, ahora estaba muerta. Y su madre había dicho: no nos sorprende. Se acordó de la pistola que había escondido en su habitación, detrás de la cómoda. Su padre no debía encontrarla. Hacía muchos años que Jonas no entraba en una iglesia. Además, se trataba de una capilla. A través de la puerta, que aún estaba abierta, oyó el ruido del motor de un cortacésped.
El sacerdote era una mujer. Leía en voz alta algo de la Biblia. Cantaron el primer salmo, y a continuación leyó otra cosa. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Y no temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena.
Después, Marian y Cato se quedaron esperando frente a la entrada. El cementerio estaba en obras. Junto al muro se amontonaban materiales de construcción. Algo que parecía un contenedor estaba medio escondido detrás de una furgoneta. Marian miraba a las personas que bajaban despacio las escaleras. Observó al adolescente rubio que llevaba un traje negro. El amigo de Dan. Llevaba el pelo de pincho y estaba bastante delgado. A su lado iba un hombre alto y espigado con gafas de montura de acero. Su rostro era alargado y los pómulos prominentes. Se parecían, tenían que ser padre e hijo.
Roy Hansen y Rita Glenne se quedaron al final de la escalera con un niño en brazos cada uno. Dan estaba junto a ellos.
Marian los contemplaba, retenía su estampa. Una nueva constelación familiar, sin madre, pero con una persona añadida. Su imagen se quedó en su retina, como el objetivo de una cámara que empareja dos vistas. Una buena foto, a pesar de todo, trazos que mantenían una distancia constante con la realidad, a punto de desaparecer. Tal vez una ilusión óptica.
—Resultaría demasiado cruel llevarnos a Roy Hansen ahora, Cato —él asintió—. Le llamaremos dentro de unas horas —dijo Marian, y vio que Birgit Willmann bajaba despacio por las escaleras vestida con el abrigo oscuro y el sombrero negro—. Espera un momento, Cato —Marian se aproximó a ella—. Hola, de nuevo. Solo quiero hacerte una pregunta.
—¿Qué pasa ahora? —Birgit Willmann la miró alerta.
—Tu marido no ha venido —dijo Marian. Birgit Willmann negó con la cabeza—. ¿Dónde está?
—Ya vendrá —dijo Birgit Willmann, le dio la espalda y se marchó. Marian se quedó mirando cómo se alejaba y pasaba, con pasos oscilantes y decididos, entre las columnas de piedra que sujetaban la cancela.