Arne Colin Andersen dio unas vigorosas brazadas. El aire estaba templado, pero no hacía calor de verano. Nubes grises cruzaban vehementes el cielo azul claro. El agua de la laguna le cubría como un manto helado. Las ondas se extendían en círculos y rompían el espejo en el que se reflejaban los abetos, entre negros y verdes, en detalles aislados. La laguna estaba rodeada de pantanos y riachuelos que desaparecían un poco más abajo, en un pinar, y una pequeña playa al final del fiordo de Tyri.

Se sumergió, acababa de comprobar el dique del sistema fluvial de Råvann. El agua de la lluvia se había acumulado. Tenía una pequeña cabaña que estaba construida parcialmente junto al sistema de bombeo, bajo el muro de la presa. Cuando volvió a la superficie sacudió su largo cabello, miró hacia el perro, que deambulaba inquieto entre los troncos de los árboles, y recordó el verano anterior, cuando Dan y Jonas estuvieron allí.

El agua de la laguna tenía un color marrón verdoso y estaba turbia en los sitios en los que los nenúfares habían dejado caer sus semillas. Llegó a una zona de agua más clara. Su ropa estaba amontonada de cualquier manera cerca de la orilla. Aquí nunca venía nadie, así que se bañaba desnudo. Le dolía la herida que le atravesaba la frente. Se sentía libre como un pájaro, pero echaba de menos a Dan. Quince años antes había consolado a Vivian en el paritorio. El amor de padre era espeso como la sangre, contenía sustancias que se encuentran en las hembras de los perros y las ratas. En cuanto las cosas se calmaran, todo volvería a ser como antes. Había llamado a Vivian incontables veces para hablar de Dan, pero ella no quería. Sé lo que he hecho, pensó y se sintió en cierta manera purificado. Respondía de todo, no podía arrepentirse. A partir de ahora no tendría que asustar a los de su entorno con la bebida. El verano pasado habían estado sentados en la orilla mirando hacia la luna y las estrellas, Dan, Jonas y él. La noche anterior la luna estaba blanca como el papel, las montañas rojizas y los meteoritos que se habían deshecho contra la superficie aparecían pálidos. Jonas era excéntrico, les había dado una charla de diez minutos sobre que el cuerpo humano estaba fabricado con el mismo material que las estrellas. Pero fueron unos días bonitos. Habían hecho fuego, preparado café en el puchero viejo y comido pan integral con salchichas. Unos días antes le había mandado a Vivian otra carta más sobre el dinero que le debía. Intentó aplacar su mala conciencia con respecto a Dan pensando que luego sería todo más fácil. Dan se merecía todo el consuelo que le pudieran dar.

Se acercó a la orilla de piedras redondeadas, se alzó y se secó con la camiseta. La mochila estaba medio llena de comida, ropa de abrigo y un cuchillo. Echó un vistazo hacia el lugar de la hoguera y de pronto sintió una profunda angustia. El perro se le acercó, y le acarició el lomo. Lo sabía todo sobre los profundos vericuetos de su propia vida. Era peligroso ser un ser humano, no era muy distinto de ser un animal. El perro se fue corriendo entre los pinos y desapareció. Una repentina llamarada de luz blanca cruzó el cielo. Luego sonó un trueno, pero no cayó ni una gota de lluvia. Se iría a casa. Deprisa. Se alejaría del bosque. Llamó al perro, pero no vino. ¡Ojalá no hubiera captado el rastro de un corzo! Precisamente ahora no estaba de humor para descuartizar un animal de forma clandestina. Se puso los zapatos y miró hacia la piedra plana. Durante la caza de octubre del año anterior le había acertado a una hembra de alce. La partida de cazadores había descuartizado al animal sobre la gran roca plana en la que Dan, Jonas y él habían hecho su hoguera. La sangre del animal se había deslizado por las grietas. Todavía quedaba una gran mancha oscura tatuada en la superficie de la roca junto con los restos de ceniza de la hoguera, que se distinguían ovalados aquí y allí.