Dan miraba fijamente los sucios bajos del coche. A lo lejos oyó el estruendo del metro que pasaba. Aún tenía en los huesos el estallido de la tapa del contenedor de basura que acababa de cerrarse. En su mente en blanco todavía reverberaba la misma frase: ¡demasiado tarde!, ¡demasiado tarde!, ¡demasiado tarde! Ya eran las 10:30. Levantó la llave inglesa y soltó el tornillo grande del depósito de aceite, colocó el bidón para el aceite usado bajo el grueso chorro de grasa y empezó a vaciar el aceite del motor. Caía despacio y desprendía un olor intenso. Hasta allí no llegaba la luz del día. Era como estar en el interior de una cazuela con la tapa puesta. Había soñado que se ahogaba muchas veces, y ahora estaba en el fondo. Recordaba cómo solía despertarse en medio de la noche. El colchón estaba húmedo y olía intensamente. Y tenía frío. Pero no servía de nada ir a buscar a su madre, porque su voz enfadada casi le mataba. Desde que se perdió en Finnemarka a los 11 años no había vuelto a estar tan asustado como ahora. Había dejado las cartas de su padre en la caja de las herramientas. La realidad era como los juegos Grand Theft Auto o Call of Duty. No sabía si Jonas y él seguían siendo amigos. Tal vez los padres de Jonas se alegraban de que su madre estuviera muerta. Pensó en Batman de Gotham cubierto por su capa, arreglando las cosas en Arkham Asylum. El Joker, Mr. Freeze y Two-Face, todos tenían el mismo objetivo, doblegar a Batman. Y todo el tiempo pensaba: Vuelve mamá, por favor sé buena y vuelve. Subió el volumen del equipo de música al máximo y notó que le dolía el estómago. Se encogió sobre el suelo de cemento. Manchas negras se agolparon frente a sus ojos, como si hubiera moscas en el aire, pero pudo levantarse otra vez. Se sentía como si colgara de un frágil hilo, solo en medio del universo. Tenía la espalda helada. Jonas y él arreglarían esto. Las cosas siempre podían ser lo que parecían. Ese cabrón del jersey rojo pagaría por lo que había hecho.

La parcela no tenía más que unos 300 metros cuadrados. La hamaca había conocido tiempos mejores. Una plataforma de cemento empezaba en la escalera y rodeaba parcialmente la casa. Junto a un grifo había un dosificador de jabón líquido, un anticuado barreño de zinc y una sucia pelota inflable.

Rita Glenne seguía hablando.

—He visitado a esos vecinos un par de veces. ¿Por qué se han llevado al hombre en un coche patrulla?

—Encontramos algo en su jardín —informó Marian.

—¿Qué encontrasteis? —Se cruzó de brazos—. No sé qué veía Vivian en ellos. Vivian me contaba muchas cosas, pero nunca todo. Pero sé cómo era. Cuando éramos adolescentes mi madre siempre decía que quería hijas guapas, pero no sexys. Pero Vivian llevaba el horror a cuestas ya desde que empezó el colegio. Mamá ya no está entre nosotros, menos mal.

—Encontramos una pala. ¿Podrías entrar y preparar café mientras yo echo un vistazo? —preguntó Marian.

Rita Glenne continuó como si nada.

—¡La quería tantísimo! Y sus hijos es como si fueran míos. No puedo soportar la idea de lo que ha pasado —cerró los ojos mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

—Prepara un poco de café —repitió Marian más seria—, luego volveré contigo.

A la vuelta de la esquina, hacia la pequeña cuesta que daba a la otra fila de chalets adosados, había un trastero como el que tenían varias de las casas. Marian siguió con la mirada a Rita Glenne antes de ponerse los guantes, abrir la puerta del trastero y entrar en él. La luz se colaba entre las tablas de madera de las paredes y dibujaba líneas sobre el suelo. Sabía bien que en realidad era labor de los técnicos criminólogos, pero solo quería echar un vistazo rápido.

Contra una de las paredes se apoyaba una columna de baldas desvencijadas cargadas de trastos. Parecía que alguien había sacado algunas cosas de los estantes a toda velocidad: una manta de lana verde, unas colchonetas viejas de las que se usan para tomar el sol, montones de macetas viejas, todo estaba amontonado en medio del suelo junto a un oxidado cortacésped sin motor. En las estanterías había cajas de cartón con adornos navideños, papel higiénico y rollos de papel de cocina. En una de las baldas había dos bolsas de tierra y un paquete de velas abierto. Un dolor muy leve recorrió su mandíbula. Marian se había acostado con un chico, un vecino de su bloque de pisos, a los 16 años. Ocurrió en un trastero del sótano. Él tenía 17. No sabía por qué se acordaba de eso ahora. Le había hablado a Cato del chico del sótano en una ocasión porque él preguntó si era lesbiana. Se arrepentía muchísimo. Era uno a cero para él. Él nunca le contaba nada personal, pero sabía por los compañeros que unos años antes se había liado con más de una en el departamento. Tenía hijos de dos relaciones diferentes, y se había vuelto a casar por segunda vez con Bente, su primera mujer. Allí estaban las cosas de las que nadie quería saber ya nada: un cepillo sin mango, un cubo sin asa, cables enrollados en grandes manojos. Tiró de una cestita y algo cayó al suelo. Parecía una goma, pero enseguida se dio cuenta de que era un aro para el pene.