Birgit Willmann miraba a Frank, que observaba a los policías desde la puerta del jardín. El sonido de la sirena de un coche patrulla impactaba sobre su cuerpo. Había montones de policías allí afuera. Sentía cómo el ritmo de su corazón cambiaba de acelerado a lento. Parecía que el ruido se quedaba aprisionado en la urbanización, se enganchaba a los canalones para caer como si fuera un líquido y se precipitaba hacia el suelo por las paredes de madera. Incluso cuando apagaron la sirena, el sonido continuó en el interior de su cabeza. El salón parecía más angosto de lo habitual. El desprecio que sentía hacia sí misma se había convertido, después de tantos años, en una especie de coraza defensiva; vivía replegada en su interior como una tortuga, pero la realidad nunca dejaba que fuera muy lejos, nunca estaba a más de un instante de distancia. La habitación estaba sobrecargada con mesitas, un sofá de piel y sillas demasiado grandes. Todas las superficies estaban cubiertas de figuritas, y todo relucía muy limpio. De repente, el bordado de rosas de los cojines del sofá parecía sangre. Dos paisajes antiguos colgaban de la pared, y enfrente había retratos de familia en blanco y negro.
Birgit se llevó la mano a la garganta y sintió cómo el pulso latía bajo sus dedos. La noticia había corrido como fuego por la hierba seca. La joven vecina que vivía pared con pared, la que tenía un bebé, había llamado a su puerta y le había contado el horrible hallazgo sin pararse a respirar. En el claro del bosque, muy cerca del invernadero. Cecilie, la de la perfumería, hablaba con la policía. Fue ella quien la encontró. Un cadáver entre los helechos, una mujer que se parecía a Vivian, y era Vivian claro. Los zapatos rojos estaban tirados a su lado.
¿Cuánto miedo se podía llegar a sentir? La noche anterior una breve tormenta había desgarrado el cielo sobre el bosquecillo. Se había levantado y apartado las cortinas para mirar al exterior. Los rayos amarillos la partían por la mitad. La angustia que le producía la tormenta era parecida a la que sentía ahora. ¿Qué le ocurría a Frank? Medía 1,94. Su columna se había hundido casi imperceptiblemente. El hueco que separaba sus omóplatos se veía a través de su camisa azul claro.
Frank se giró hacia Birgit. Sintió oleadas de náuseas.
—Me tengo que ir —dijo ella—, ahora solo yo puedo abrir la tintorería.