Birgit Willmann caminaba por la acera con paso firme. Levantó la barbilla y echó un vistazo al reloj. Tenía que llegar a tiempo para coger ese autobús del servicio exprés. Eran las 16:10. Cerró la mano en torno al asa fría de la enorme bolsa de deporte con tanta fuerza que le dolió. Era una forma de aplacar el dolor, las asas parecían cristales o un metal helado en sus palmas. El autobús salía de la terminal del centro media hora más tarde. Se situó en el interior de la parada de autobús y se dejó irritar por las pintadas que cubrían las paredes transparentes. ¡Malditos jovenzuelos! Todo lo que había pasado en los últimos días se había incrustado en su interior. Era como si hubiera llegado a un punto que la hacía desaparecer y la llevaba a otra dimensión; finas líneas dibujadas en el aire. Intuía un nuevo comienzo.

Se alegraba de estar sola en la parada, la luz del día ya era lo bastante intensa sin que los ojos de todo el mundo la miraran de arriba abajo. El autobús llegó al momento y se libró de esperar. Subió, le enseñó su abono al conductor, levantó la bolsa y caminó entre las filas de asientos hasta dejarse caer casi al fondo. Dos hombres jóvenes hablaban en voz alta y reían tirándose envoltorios de chicle. No veía a los demás, hombres y mujeres corrientes que iban al centro. Disfrutó del impulso que el acelerón del autobús dio a su cuerpo y se acordó de Frank. Le notaba débil después del asesinato de Vivian, sencillamente se había venido abajo. Tenía que aprovecharse de esa fisura. A pesar de eso aún tenía miedo de Frank. Pero se daba cuenta de que había una posibilidad de recuperar lo que él le había quitado. Ahora tenía una voluntad propia. Aunque los otros hubieran muerto, no tenía por qué pasar lo mismo esta vez. El sacerdote había dicho durante la ceremonia que no había que temer aquello que mata el cuerpo. Entonces comprendió que había una esperanza.