Frank Willmann estaba sentado junto a la mesa, en la cocina amarilla, observando el chalet adosado del otro lado de la calle. Tenía delante, sobre el hule, su taza de café. El reloj de la pared marcaba las 17:04. Su tictac se convirtió en un sonido atronador. Hoy era jueves y Birgit había prometido que cerraría a la hora en punto. Sujetó la taza con fuerza y pensó en lo peligroso que podía volverse todo si ella había desvelado el secreto. El cristal de la ventana vibraba. La fila de coches se movía despacio por la cuesta poco empinada. Había bloques de pisos, algunas naves industriales dispersas, casas y carreteras por todas partes. Pero aquí abajo habían conservado el bosquecillo en la parte trasera de los chalets adosados. Vio su rostro reflejado en el termo niquelado. Tenía ojeras y las mejillas descolgadas. Parecía cansado a pesar de estar bronceado. Estaba mirando por encima de la cortina de encaje que Birgit había colgado para que no se les pudiera ver desde la calle. Una mosca muerta colgaba del tejido. La casa estaba tan cerca de la carretera que el barro que levantaban los coches salpicaba la parte inferior de la ventana. Solo un escuálido seto de agracejo se interponía entre la minúscula entrada de la casa y el tráfico. Habían pasado cincuenta años desde la construcción de los adosados, y las sucesivas ampliaciones de la carretera habían ido encogiendo los jardines. Hacía poco que los habían pintado todos de gris, salvo el de Vivian y Roy, que aún era verde claro, con la pintura desconchada y la entrada cubierta de placas de amianto. Se miró las manos. Sus grandes puños de obrero estaban sucios, pero hoy no era a causa del aceite de los coches, sino de la tierra. Se había jubilado anticipadamente, pero aún echaba una mano en la gasolinera de vez en cuando. Acababa de volver del invernadero, donde había estado cavando hasta deshacerse de parte de su ira. Vivian tenía la culpa. Miró irritado hacia el esqueleto de una hamaca, oxidado y rodeado de ortigas, que tenían en el jardín. Nunca había visto un cojín en su asiento. El taxi de Roy, impecable, era lo único de esa casa en lo que se podía descansar la vista. Seguro que estaba tirado en el sofá, solo trabajaba de noche. ¿Por qué no pintaba la casa de una vez?

Podía entrever la coronilla de Dan en una de las ventanas del segundo piso. A través de las nubes que se reflejaban en el cristal se veía su media melena castaña. Dan solo tenía 15 años, pero había algo en él que le recordaba a sí mismo cuando tenía su edad; sus ganas de solucionar enredos y de atravesar pozos oscuros, como las ratas en las alcantarillas. Los niños se volvían así a base de poner orden en los líos que organizaban sus padres. Vivian mantenía a Dan alejado de su padre. Pero Frank y Colin seguían siendo amigos, aunque ya habían pasado cuatro años desde que Colin y Vivian se divorciaron.

El amigo de Dan también estaba allí. Su ciclomotor estaba aparcado en la puerta. Seguro que esos dos estaban concentrados en uno de esos malditos juegos suyos. La lluvia se estaba llevando el verano por delante. Seguramente ellos lo preferían, así no les darían tanto la lata con que salieran. Pero unos chavales no deberían pasarse el verano sentados, mirando la pantalla de un ordenador.

Vivian Glenne, temblorosa, dio marcha atrás para salir de la entrada de una casa que le era desconocida e intentó normalizar el ritmo de su respiración.

—Kenneth, si dejas de dar la lata con la dichosa flor, te daré chuches cuando lleguemos a casa.

El niño de 3 años había untado de yogur el borde del asiento infantil y la tela gris azulada, la más suave, lo había absorbido. También tenía un poco en el pelo. Antes, le había subido al coche levantándole de los brazos. Los chicos siempre estaban cansados cuando los recogía de la guardería. Sebastian se había quedado dormido en su silla, pero ahora, de pronto, empezó a llorar. Alargó el brazo y le acarició la mejilla sucia. Notaba el hedor de su pañal sucio. Metió una marcha y condujo hacia el cruce. Del BMW no había ni rastro. De todas maneras, él no podría hacerle nada, porque había gente por todas partes. Podría insultarla y dar golpes al techo del coche, o algo parecido, pero nada más. Él no querría que su mujer pudiera olérselo todo. Si Roy se enteraba de algo, podía ser el final. Estaba decidida a poner orden, ya era hora.

El hedor de la orina se mezclaba con el olor a goma de los asientos y el humo rancio del tabaco. Los cuidadores de la guardería nunca cambiaban los pañales a última hora. Todo le daba vueltas en la cabeza. Se sentía como si estuviera mirando tres canales de televisión a la vez, como si protagonizara una película de acción de segunda. Recordó lo que Birgit y ella habían hecho en la tintorería el día anterior: beber en horas de trabajo y hacerse confidencias. Ahora se arrepentía, pero necesitaba hablar con alguien. Birgit no tenía remedio. ¡Qué sabría ella de hombres! Todo en ella estaba mal; el rostro ancho, las cejas juntas y los labios apretados. Frank llamó por la tarde, cabreadísimo. Ella le había colgado el teléfono y le había mandado un sms vehemente: Tú, viejo cerdo mirón, no tienes nada que reprocharme. ¡Qué tonta había sido! En ese instante vio los faros en el retrovisor. Parecían los ojos de una fiera salvaje. Mierda, él estaba esperando.