La mujer vestía un chándal azul y corría con un terrier sujeto por una correa. Echó un vistazo al reloj y aceleró al llegar al camino peatonal que discurría por detrás de los chalets adosados. Un poco después de las 08:00 estaría en la ducha y antes de las 09:00 habría llegado a su trabajo en la perfumería del centro comercial. La lluvia había dejado un ambiente fresco. Era agradable correr sobre la gravilla y el suelo del bosque antes de volver al asfalto. Giró a la izquierda, hacia el sendero. Se agachó para soltar al perro, que al instante salió corriendo, feliz. Era obligatorio llevarlo atado, pero no pudo resistirse a la tentación de dejar al pequeño terrier correr unos minutos en libertad ahora que no había niños a la vista. El perro se detuvo un momento antes de desaparecer en el interior del bosquecillo que había junto a la zona de juegos infantiles. Un par de semanas antes había olido la presencia de un conejo junto al pequeño invernadero. Seguramente se habría escapado de una jaula de uno de los pequeños jardines que daban a la calle peatonal. El perro lo mató. Cecilie tiró el conejo muerto entre unos arbustos y deseó que nadie la hubiera visto, pero el perro no desistía en su empeño de encontrar una nueva pieza en el mismo lugar. Se inclinó, apoyó las manos sobre las rodillas y tomó aire unos instantes antes de incorporarse de nuevo. El sudor humedecía el nacimiento del cabello, el cuello y la espalda.
—¡Beiler! ¡Ven aquí!
El perro no volvía. De pronto oyó ladridos.
—¡Beiler!
Se abrió camino entre helechos y ortigas. Un poco más allá nacían abigarrados botones de oro amarillos. Fue entonces cuando los vio, los zapatos de tacón rojos, muy cerca del invernadero. Junto a ellos había una pequeña maceta rota con una planta medio mustia. Vislumbró la corta cola del perro que oscilaba de un lado a otro entre unas hojas de helecho cubiertas de un líquido marrón rojizo. El barrido de las patas le lanzaba un chorro de tierra mojada hacia su cara. Cuando alargó la mano para agarrarlo del collar, el perro hizo algo que no había hecho nunca antes: darse la vuelta y amenazar con morderla. Retiró la mano rápidamente y sintió un escalofrío que le subió desde la base de la espalda hasta la nuca. Agarró el collar, lo retorció y tiró del animal hacia ella. El perro movía las patas delanteras en el aire y se dio la vuelta para intentar liberar su cabeza. Era tozudo, pero se calmó cuando ella lo sacudió con tanta fuerza que se hizo daño.
Roy Hansen levantó la cabeza y consultó el reloj del televisor. Eran las 07:55. Bostezó, estaba cansadísimo. El grueso tejido del sofá le provocaba picores en la espalda y las piernas. El sol que atravesaba las cortinas dibujaba largas franjas sobre la pared a través de los barrotes del parque de Sebastian. Sobre la mesa del salón había un cuarto de pizza desde la noche anterior, junto con un montón de periódicos viejos y algunos juguetes. Había entrado con sigilo hacia las 04:30 y se había tumbado en el sofá. Solía echarse allí cuando llegaba de madrugada. Oyó a Sebastian que lloriqueaba en el piso de arriba y a Kenneth que intentaba consolar a su hermano. Bostezó y se pasó la mano por la cabeza brillante. Había sido una buena noche al volante. El jueves se había convertido en el día en que la gente salía. Había turistas en Oslo. La temperatura no era muy veraniega, pero la gente iba de juerga de todas formas. Tenía la boca seca, oía el zumbido de los coches en la carretera. Contaba con que Vivian demoraba lo más posible el momento de levantarse, pero iba a ir muy justa de tiempo. Él enseguida subiría a acostarse en la cama de matrimonio, mientras Vivian preparaba a los niños y los llevaba a la guardería antes de ir a la tintorería. Bostezó hasta que le sonaron las mandíbulas, volvió a apoyar la cabeza sobre el sofá y durmió profundamente durante unos minutos. No se despertó hasta que Dan estuvo frente a él, en calzoncillos, con Sebastian a la cadera. Dan le miraba.
—¿Dónde está mamá?
Cecilie tiró del perro y se oyó a sí misma gritar. Levantó el brazo y se mordió para no vomitar. El rostro de la muerta era de un blanco cerúleo y estaba cubierto de una rejilla de cabellos ensangrentados. Podía entreverse una masa de tierra, hierba, ojos y unos labios azules. Una pierna cubierta por una media agujerada asomaba entre ortigas y botones de oro. Y entonces vio la mano, retorcida con la palma manchada de tierra hacia arriba. Las uñas blancas de porcelana estaban rodeadas de un cerco negro.