Roy Hansen presionó los dedos sobre sus sienes y se inclinó sobre la cuneta. Era una hondonada en el asfalto parcheado, un hoyo que empezaba en el canalón y cruzaba la acera. Sus rótulas sonaron cuando cayó de rodillas, levantó los brazos y apoyó la cabeza sobre el muro. Su estómago se contraía una y otra vez. Su cerebro intentaba asimilarlo todo. Sebastian estaba secuestrado. Las preguntas daban vueltas en su mente como rayos blancos y helados. ¿Por qué? ¿Cuál era la conexión? La imagen de Vivian en el bosque, el sonido del llanto de Sebastian. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? El policía le observaba desde arriba. Roy Hansen se incorporó tembloroso, apoyó la mano sobre la pared para sujetarse.

—No ha sido mi madre —gimió.

Cato Isaksen hablaba por el móvil.

—Quédate a la espera, Roger. Si no encuentro nada aquí, iré directamente a la calle Konvall.

Entraron en el patio.

—Vamos, Roy.

—Ya le he dicho que mi madre no puede salir sola —Roy Hansen tenía sudores fríos—, tiene enfisema pulmonar y hace tres meses que no ve a sus nietos.

Cuando Marian levantó la vista, Juha estaba junto al coche con Birka, sujeta con su correa. En la cesta de la bicicleta llevaba diversas herramientas metidas en una bolsa de plástico transparente. Marian se inclinó sobre el asiento del copiloto y empujó la puerta hasta abrirla.

—Coge eso y métete en el coche. ¡Date prisa! Pon a Birka en el asiento trasero. Seguro que no roban esa bicicleta vieja, puedes pasar a buscarla después.