Frank Willmann esperaba la visita de la policía. Y ahora estaban llamando a la puerta. Un timbrazo largo e impaciente, a la vez que golpeaban el cristal alargado de la puerta. Seguro que habían encontrado el mensaje de móvil que Vivian le había enviado. Era el ojo el que decidía lo que los ojos debían ver. Tendría que contarles la verdad. Salió con prisa hacia el recibidor. En el momento en que abrió la puerta notó la corriente que llegaba del jardín. El aire se colaba por su cuerpo como un frío hilo metálico. La mujer asiática, vestida con una camiseta blanca, era bastante menuda. Llevaba una tarjeta identificativa colgada del cuello.

El hombre, cerca de los sesenta, se crecía frente a ella. Su cabello gris con mechones oscuros iba muy repeinado hacia atrás. Debía de haber sido muy moreno de joven. Se presentó.

—Pues será mejor que pases —dijo él con voz grave.

Marian entró en el pequeño y ordenado recibidor. En la pared había una foto de una gran casa blanca con una barandilla de madera tallada.

—¿Sabes de qué se trata?

Frank Willmann asintió.

—Me han llegado rumores, por decirlo así. Suelo decir: no metas las narices en donde no debes.

Le miró. Su frente era alta, puede que fuera inteligente, pero de alguna manera no resultaba simpático. Era una primera impresión y no tenía por qué ser acertada.

—Iré directa al grano. Hemos encontrado un sms dirigido a ti en el móvil de Vivian Glenne.

—¡No tengo nada que ver con este asunto! —Apretó los labios y le indicó que pasara al interior de la vivienda—. Se trata de un malentendido probablemente más cercano a la comedia que a la tragedia.

Era una forma extraña de expresarse. Marian estaba acostumbraba a analizar a las personas, estaba entrenada para oír su otra voz, la que no empleaban para hablar. La experiencia le había enseñado a interpretar las expresiones de los rostros y las reacciones. Estaba claro que tendrían que citar a Frank Willmann para tomarle declaración oficial lo antes posible.

Dan dio un respingo. El policía estaba en su habitación.

—Siento lo sucedido —dijo.

Dan inclinó la cabeza. Su simpatía le provocaba un dolor físico. Unas palabras dichas por un extraño le estaban desgarrando.

Cato Isaksen vio el desorden que reinaba en el suelo y la cama; ropa y revistas en un revoltijo. Un gastado monopatín estaba metido debajo de la cama. Bajo el radiador se acumulaban las pelusas.

—Tu padrastro nos ha contado que un hombre persiguió ayer a tu madre en un coche. ¿Es así?

Levantó el rostro y luego negó con la cabeza.

—Nada de persecuciones. Solo un conductor enfadado. Mamá no conducía muy bien. Mamá echaba la bronca todo el rato. No tuvo nada de especial.

—¿Qué hiciste ayer por la noche, Dan?

—Estuve aquí, metido en mi cuarto, conectado al ordenador.

Cato Isaksen asintió.

—¿Toda la noche?

—Comimos espaguetis y luego me subí —pasó la mano por su mono de trabajo—. Jugué en equipo, con muchos otros en la red, un juego de guerra que duró cuatro horas. Puedes verlo aquí, las horas quedan registradas. Luego bajé a la cocina para hacerme unos sándwiches hacia las doce, luego me fui a dormir.

—Y ese coche de ayer, ¿estás completamente seguro de que…?

—Yo solo sé que mi padre no tiene nada que ver con esto. Roy dice muchas gilipolleces —se levantó—. Viene la tía Rita —dijo señalando la ventana. Cato Isaksen echó un vistazo. Roger Høibakk cruzaba la carretera junto a una mujer.

El salón tenía las paredes pintadas y estaba empapelado en distintos tonos de verde, recargado de mesitas, un sofá de piel, sillas demasiado grandes y un escritorio marrón. Sobre la mesa del salón había un jarrón azul cobalto. Marian tomó asiento y Frank se dejó caer en una de las grandes sillas. El hombre corpulento parecía estar fuera de lugar en la pequeña habitación. Observó sus puños de obrero, que colgaban de unos brazos demasiado largos, no se veían marcas, pero podía haber llevado guantes. Tal vez llevaba la camisa para ocultar heridas y arañazos en los brazos. En la pared, sobre el sofá, colgaban un par de viejos paisajes y en la pared de enfrente antiguos retratos de familia en blanco y negro. Una foto de boda de un Frank Willmann algo desconocido y una joven de rasgos marcados. El paso del tiempo, pensó Marian viendo el enorme ramo de novia desparramado, pasado de moda. Otra foto mostraba a una chica en su confirmación. Tenía el rostro ancho, las cejas pobladas, estaba sentada muy erguida sobre una silla con asiento de terciopelo, en un jardín, frente a una vieja casa blanca.

—Lo que puedo contar es que discutió ayer con un hombre que iba en un coche oscuro. Lo vi todo desde la ventana de la cocina. Parecía que la perseguía el mismo diablo. Birgit estaba fuera y vio todo el incidente. Debían de ser algo más de las cinco, tal vez cerca de las cinco y media. Cierran a las cinco. El centro comercial está abierto hasta las ocho, pero la tintorería tiene horario de verano.

Marian le observaba.

—Nos han hablado del hombre del coche. ¿Pero dónde estabas tú anoche?

Las cortinas oscilaban en la puerta abierta. Todas las superficies estaban cubiertas de figuritas y todo estaba impecablemente limpio, y muy ordenado.

—Estuve aquí.

—¿Toda la noche?

—Sí, Birgit y yo vimos las noticias de las nueve. Nos parece que son mucho mejores que el telediario de la NRK. Luego fui un momento al cobertizo, en el jardín, me gusta estar allí.

Los cojines del sofá parecían antiguos, heredados de alguien a quien se le daba bien bordar rosas. Las cortinas eran recargadas, con volantes y pompones, ambos en un gris claro.

—Entonces, ¿tu mujer lo puede confirmar?

—Sí, Birgit lo puede confirmar. Ahora está en la tintorería.