Ya habían esperado tres cuartos de hora, tomado café en la terraza y decidido marcharse cuando Arne Colin Andersen fue hacia ellos, lleno de curiosidad. Llevaba un perro mestizo negro de largas patas sujeto con una cuerda. Iba vadeando la hierba. En la otra mano tenía un bastón. Andersen llevaba el torso desnudo y una mochila a la espalda. Cuando estuvo más cerca, vieron que tenía un arañazo entre marrón y rojo en la frente. Cato Isaksen miró al hombre y tuvo una sensación en la nuca. Algunas veces se trataba de una falsa alarma, pero podía ir en el coche patrulla y recibir un aviso repentino. Aparcar en un callejón oscuro y sentir que sabía cómo encajaban las cosas.
—¿Qué te ha ocurrido? —dijo Cato Isaksen indicando la herida con un movimiento de cabeza.
—Nada de importancia, solo una puñetera rama en el bosque —llevaba los bajos de los vaqueros mojados. El perro empezó a ladrar.
—Finnemarka es un nombre especial —dijo Marian pensando que Arne Colin Andersen parecía un viejo hippy. Le recordaba un poco al actor moreno de la película La casa de los ángeles. Era alto y delgado y tenía los ojos oscuros. Se había recogido el cabello rizado en una tensa coleta. Aunque tenía los rasgos muy marcados y alguna señal de acné aquí y allá, en cierta forma era guapo. Sus zapatos eran aproximadamente un 43 o 44.
Se oyeron los profundos ladridos de Birka desde el coche. Arne Colin Andersen atrajo al perro negro hacia él de un tirón.
—Es una gran zona boscosa con muchos lagos y lagunas, una reserva natural que empieza detrás de la casa y se extiende por varios cientos de miles de hectáreas, desde Lier y Drammen hasta Modum y Eiker.
Marian no sabía nada de hectáreas.
—Tomó el nombre de los finlandeses que se instalaron aquí en el siglo XVII. ¿Quiénes sois vosotros, por cierto?
Cato miró irritado la hora. Pasaba de las 14:30. Las nubes se habían abierto de pronto y un sol amarillo de sobremesa calentaba la pared de la casa.
—Será mejor que lo digamos tal cual —Marian los presentó—. Vivian Glenne está muerta. Asesinada.
Los miró fijamente.
—¡Vivian! ¡Muerta! ¿Cómo es posible? —Soltó al perro, que salió corriendo hacia el coche donde estaba Birka y ladró profundamente por la ventana entreabierta.
—¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo? ¿Y qué pasa con Dan?
Cato Isaksen le contemplaba.
—Dan está bien. Pero no quiere verte precisamente ahora. La mataron muy cerca de su casa.
Marian le observaba, intentaba ver alguna minúscula grieta en su personalidad, algo que dejara ver quién era realmente. Buscaba una mirada huidiza, un movimiento nervioso, una intranquilidad que procediera de una mala conciencia. No encontró ningún indicio así, pero ya se había equivocado en otras ocasiones.
—¿Cómo era tu relación con Vivian?
—Seguro que ya lo sabéis —tenía una profunda arruga en el entrecejo.
—¿Puedes darnos los nombres de los que estaban contigo ayer en esa reunión?
—No, es anónimo —dijo dándose cuenta de que Marian tenía su móvil en una bolsa.
—Y también tendremos que llevarnos todo lo que tengas de equipo informático —dijo ella.
Arne Colin Andersen arrojó el bastón, agarró al perro y lo encerró en la perrera.
El recibidor era estrecho y las paredes de madera sin tratar no tenían más decoración que una serie de dibujos de varios motivos naturales hechos con rotulador. Las paredes habían acumulado el calor y desprendían un leve olor a resina. Marian echó un vistazo a la cocina, donde las dos hermanas y una anciana con la cabeza cubierta con un pañuelo blanco preparaban la comida.
Una gran estufa anticuada con manchas negras ocupaba el centro de la habitación. Las ventanas, que daban al bosque, tenían cortinas de cuadros azules.
Arne Colin Andersen estaba enfadado. Cato Isaksen y Marian Dahle le seguían. A ella el olor que llegaba de la cocina le produjo náuseas. Recordó de pronto cómo su madre la había obligado a fregar tazas en el agua en el que habían cocido las patatas.
—Entonces, ¿no tienes coartada alguna? —dijo Cato Isaksen mirando su móvil, en el que entraba un mensaje. Era de Ellen. Habían llevado el cadáver al Anatómico Forense unos minutos antes.
—Solo la de mi perro. Pregúntale a él —dijo Andersen—. La oficina está aquí, al otro lado del salón.
Le siguieron. El salón tenía un aire a campamento con paredes de madera y pósters de plantas enmarcados. La habitación estaba claramente amueblada para servir de aula, con una mesa larga, bancos junto a las paredes y algunas mesitas junto a la chimenea grande y vieja. Y del techo colgaban dos grandes arañas que le daban un aire en cierto modo exclusivo.
El despacho era pequeño y daba al granero. Las estanterías y un gran escritorio llenaban la habitación.
—Aquí —dijo Arne Colin Andersen señalando un ordenador portátil—. Sírvanse, por favor.
Marian se acercó y lo cogió mientras le pedía a Andersen que anotara la contraseña y el pin del ordenador y del teléfono.
En una vitrina de cristal había una ardilla disecada y en las estanterías se veían cráneos de animales, junto con folios con plantas protegidas por un plástico adhesivo.
Volvieron a salir.
—Supongo que habéis encontrado las cartas. Ahora lo entiendo —una araña se dejaba caer desde el techo en un largo hilo transparente.
—¿Qué cartas? —Marian y Cato le miraban. El sol entraba en vertical por la ventana y teñía el suelo con una ancha franja amarilla.
—Vivian me debía dinero —Arne Colin Andersen cogió aire—. Me he visto obligado a amenazarla con contratar a un abogado. Compramos el adosado de Lambertseter juntos. He calculado que me debe un millón. La casa ahora vale cuatro.
La anciana salió de la cocina pasándose las manos por el delantal.
—Soy la madre de Henny Marie. ¿Queréis quedaros a comer?
—Ha estado cociendo mermelada de frambuesa todo el día —dijo Henny Marie, y abrió la ventana. El aire que entraba estaba caliente, pero más fresco que el que llenaba la habitación. Un gato anaranjado se frotaba contra sus piernas.
Cato Isaksen vio que había finas lonchas de carne en una fuente sobre la mesa de madera y que en otra había una ensalada verde aliñada con kéfir. Una gran masa blanca de harina esperaba a que la levadura hiciera su trabajo sobre una fuente de porcelana azul.
—No tenemos tiempo para comer —dijo Marian apretando el ordenador portátil contra su pecho. Se giró hacia Andersen—. Nos gustaría que te examinara un médico experto en medicina legal. Ahora, hoy.
—Es completamente ridículo —puso los brazos en jarras.
—La herida que tienes en la frente —dijo Cato Isaksen—, tal y como está la situación entiendo que tú también querrás una revisión.
Arne Colin Andersen negó con la cabeza.
—Querrás que te descartemos en este caso, ¿no?
—Estoy cuidando de las ovejas del vecino mientras está de vacaciones. Tengo que recogerlas.
—Decididamente, queremos ese reconocimiento.
Andersen apretó los labios.
—Puedo bajar en la furgoneta cuando haya acabado con las ovejas. O me podéis esperar aquí. Tardaré aproximadamente una hora.
Cato y Marian se miraron.
—Está bien. Ven luego. Avisa en la recepción de la comisaría de Grønland. ¿Sabes dónde es?
—Ya me enteraré —dijo Arne Colin Andersen mirándolos de frente.