Capítulo 66

El garaje estaba vacío. A través de la humareda, Novak fijó su mirada en la casa, que se erguía amenazadora en lo alto de la colina, mientras le daba vueltas a qué hacer.

Decidió que era una cuestión de equilibrio, de sopesar los pros y los contras.

Según lo que le contó Lena por teléfono, sabía que Fellows se dirigía hacia allí. Se imaginó que tenía unos tres minutos para entrar, encontrar a la chica y, si estaba viva, sacarla de allí antes de que llegase. Eran tres minutos cruciales, que podían salvarle la vida. Con la visibilidad en las carreteras cercanas a cero, tal vez tuviese un poco más de tiempo, unos cinco minutos.

Comprobó su reloj. El minutero parecía estar atascado en el número diez. Pero enseguida se movió y se dio cuenta de que no le pasaba nada a su reloj. Se trataba simplemente de sus nervios a flor de piel.

Volvió la vista hacia el garaje vacío. Al no estar Fellows en casa, podría rebuscar dentro con tranquilidad, poner la casa patas arriba y mirar en todos los rincones tan rápido como pudiese.

Comenzó a subir los escalones notando el latido rápido, pero regular, de su corazón. Llegó a la casa y la rodeó hasta que encontró una ventana que estaba a buena altura, bajo un árbol alto.

Sacó el revólver, disparó al cristal y lo destrozó. Luego saltó a la sala de estar y se dirigió a las escaleras. Al grano, no paraba de recordarse a sí mismo. No había tiempo que perder, solo la chica. Y si todo se fuera a la mierda, disparar y no parar. Acabar con el monstruo.

Hizo un barrido en el dormitorio y comprobó los armarios y el baño. Luego vio una segunda habitación amueblada exactamente igual que la primera, hasta el último detalle. Pasó por alto aquella rareza y dejó la mente en blanco. Continuó buscando. No había nadie en el piso de arriba. Mientras se apresuraba a bajar por las escaleras miró de nuevo a su reloj. Habían volado dos minutos y medio.

Necesitaba más fuelle. Más gasolina. Siguió por el pasillo que había junto a las escaleras y encontró un estudio y un aseo, pero ni rastro de Harriet Wilson. Retrocedió hasta la cocina, echó un vistazo a la despensa y encontró la puerta del sótano. Cuando encendió la luz y vio sangre seca en el suelo de cemento, supo que la joven se encontraba allí abajo.

Martin Fellows necesitaba echar un trago de agua mineral. Algo limpio y fresco para disminuir su ira y enfriar motores. Todavía la tenía dura. Nada había ido según lo planeado. Quería golpear algo. Necesitaba destrozar algo, destriparlo.

Cerró la puerta de entrada y se dirigió a la cocina. A medio camino, en la sala de estar se paró en seco. La ventana estaba rota. Había trozos de cristal por todo el suelo.

Alguien había entrado en la casa.

Intentó serenarse y olfateó a su alrededor. Podía olerlo. Restos de sudor. El intruso era un hombre.

Con sus oídos alerta cual antenas intentó descomponer el silencio reinante en busca de pistas. Escuchaba el sonido de su corazón latiendo aceleradamente. El sonido cercano de los bomberos que se colaba por la ventana rota mientras avanzaban hacia el pantano. Y luego estaba la quietud. Una calma pesada que ya no incluía a Harriet Wilson. Después del regalo que le hizo, la muy zorra se había comportado como una ingrata así que no le había quedado más remedio que taparle la boca con un pedazo de cinta. No era Harriet lo que presentía en aquella quietud. Era alguien más metiendo sus putas narices donde no le llamaban.

Echó una ojeada a la moqueta y vio que le caía sangre de la mano. Tenía la marca de los dientes de Lena Gamble esculpida de manera permanente en su dedo. Alargó el cuello para echar un vistazo en la cocina. Vio que alguien había dejado la puerta del sótano abierta.

Experimentó una ola de poder que procedía de sus hombros musculosos. Notó un ardor que le traspasaba las mejillas y la frente y le fortalecía las manos y los pies. Se adentró en silencio en la cocina, preparó una aguja y buscó un sitio donde pincharse. Luego cogió un cuchillo de veinticinco centímetros de largo y comenzó a descender.

Despacio, rítmicamente. Sin hacer ningún ruido.

Llegó al último escalón y se asomó por la esquina. Había un hombre en el pasillo justo enfrente de la habitación de Harriet. Fellows se agachó y se escondió en la oscuridad.

Era el compañero de Lena Gamble. El policía que había visto en el Pink Canary y sobre el que había leído en The Times. Al parecer tema delante al detective que un periodista denominó «experimentado», y estaba solo.

Podía verle la cara: las gotas de sudor le caían por la frente y le empapaban el traje. Empuñaba un revólver en la mano derecha.

Parecía que acababa de llegar. Tenía aspecto ansioso y preocupado y no hacía más que mirar el reloj. Posiblemente había llegado solo, pensando que podía salvar a la chica. Y ahora estaba viendo a Harriet atada a la camilla, comprobando el pasillo en la oscuridad y esperando en silencio que todo estuviese bien.

Fellows no pudo evitar sentir pena por aquel estúpido. Podía oír el ruido que hacían los muelles de la camilla y se imaginó a una Harriet histérica que no iba a colaborar. Cuando el detective no pudo más y se adentró en la habitación, Fellows se deslizó detrás de la caldera para ver mejor.

Podía distinguir los grandes ojos azules de Harriet, enloquecidos mientras intentaba gritar a través de la cinta. El policía estaba de espaldas, terriblemente alterado mientras rebuscaba frenéticamente las llaves entre el montón de esposas que había sobre el banco.

Fellows avanzó con cautela hacia la puerta. Su adversario era diestro, de mediana edad. Aunque tenía exceso de grasa corporal y estaba claro que no hacía deporte, parecía como si todavía pudiese plantarle cara. Mientras le daba vueltas, Fellows se dio cuenta de que su éxito dependía del factor sorpresa. Tenía que inutilizar la mano derecha y aquel grandullón entraría en pánico y quedaría inutilizado.

Novak rebuscó entre las esposas, agarró las llaves y corrió hacia la camilla. Era consciente de que el tiempo se agotaba y el terror iba clavándose en su estómago y esparciéndose por su pecho.

Estaba claro que Harriet Wilson había sido torturada y necesitaba atención médica inmediata. Estaba tirada sobre un colchón sucio, completamente desnuda y sudaba copiosamente. Tenía la parte interior de los muslos ensangrentada y los ojos clavados en sus genitales. Peor aún, no paraba de temblar y parecía que estar en estado de shock. Novak no estaba seguro, pero no creía que supiera siquiera que él se encontraba en la habitación.

Se aproximó mientras forcejeaba con las llaves y sostenía el revólver. Cuando ella empezó a agitar brazos y piernas, se le cayeron las llaves. Las rescató y enfundó el revólver. Alcanzó sus manos por encima de su cabeza y las bajó para poder meter la llave.

En ese mismo instante notó una esposa en su muñeca y supo que no tenía que seguir comprobando cuánto tiempo le quedaba.

Intentó no entrar en pánico, pero no pudo evitarlo. Se dio la vuelta como pudo y vio a Martin Fellows tirar del otro extremo de las esposas y atarlas en el tubo de metal al pie de la camilla. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando se dio cuenta de que el tiempo se había acabado. Intentó coger el arma, pero no lo consiguió: sus dedos sudorosos consiguieron apenas tocar el mango del revólver antes de que se les escapara. Intentó concentrarse. Trató de estirarse y alcanzarlo. Luego, todo aquello por lo que había vivido se esfumó de golpe cuando Fellows cogió el revólver de la funda y dio un paso atrás.

Observó al lunático que estaba de pie en una esquina. Sus ojos sin vida estaban clavados en él, la boca firmemente cerrada. Novak se alzó e hizo un amago de alcanzarle con el puño izquierdo. Pero aquel pedazo de mierda ni siquiera se inmutó.

Fellows tiró el revólver al banco de pesas.

Se acabó, pensó. Y aquel intruso también sabía que todo había terminado, cada centímetro de su cuerpo estaba temblando. Podía verle retorciendo la muñeca esposada y moviendo la camilla arriba y abajo; intentando hacer algo desesperadamente y finalmente rindiéndose al pánico que se filtraba en todos sus sentidos hasta que ya no pudo más.

Se acordó de su estrategia: inutilizar la mano derecha y ese hombre se derrumbaría.

Fellows hurgó en el bolsillo y sacó su cámara de fotos. Tomó tres instantáneas. Cuando las observó le parecieron una obra de arte: la forma en que había captado el terror de los ojos de aquel hombre; el sudor que le caía por la frente; la expresión fantasmal de su rostro al enfrentarse a su final.

Fellows agarró el mango del cuchillo con firmeza. Usó la mano ensangrentada para que el dolor le diera ese último empujón. El filo de acero lanzó un destello y el resplandor iluminó la sala. Pudo ver que Harriet estaba de nuevo moviéndose como loca sobre el colchón mientras emitía sonidos guturales con la boca todavía tapada. Era el destino, que le hacía la señal de que todo había acabado, de que podía proseguir con su plan.

El hombre, aterrado, se protegió contra la pared, estremecido al darse cuenta de que ya no le quedaba ni tiempo ni espacio. Cuando Fellows alzó el cuchillo y avanzó hacia él, el hombre amagó otro puñetazo pero erró. Solo alcanzó a golpear el vacío.