Capítulo 41

Martin Fellows escogió un cuchillo del cajón, pasó la hoja por la mitad de la manzana y se estremeció al observar las dos mitades. Miró a su alrededor para ver si alguien le había estado observando. Número Tres estaba al fondo y Harriet estaba ocupada haciendo papeleo en su escritorio.

Volvió la mirada hacia la fruta. Se quedó observándola mientras sentía una explosión nerviosa, como si la sangre se concentrara dispuesta a estallar.

La pulpa de la manzana estaba negra y las semillas contenían cristales amarillos brillantes. Cuando notó un tufo sulfuroso, se apresuró a cerrar la manzana en una bolsa de plástico y abrió de golpe la puerta del invernadero.

Se desató en él una tormenta al asimilar que su experimento había fallado.

¿Por qué?

Corrió por el pasillo y examinó el árbol del que la había arrancado. El ejemplar que había seleccionado era parte de un lote que había sido injertado unos tres años antes. Era uno de los seis árboles que constituían la base de sus experimentos. Tenía la cabeza embotada y notaba pitidos en los oídos. Los seis árboles rebosaban de frutas maduras que parecían totalmente sanas.

—Fruta muerta —se oyó susurrar a sí mismo—. Golosinas para el demonio.

Se agachó a comprobar el estado de la tierra y se sorprendió al ver que estaba completamente seca. El objetivo último del proyecto era reproducir el clima tropical. Cultivar manzanas donde antes era imposible. Arrancó el sistema de goteo de la tierra y se dio cuenta de que las boquillas estaban atascadas. Eran de un material barato, y los de la subcontrata del mantenimiento eran, en opinión de Fellows, unos auténticos inútiles. La última vez que fallaron, se quejó al representante de que no tenían ni idea de lo que hacían, pero ella le dijo que no se pasara de listo. Aquello le paró un poco, aunque no aplacó sus ánimos. Sus plantas necesitaban agua y aquella estúpida zorra, con su llave inglesa, era una completa gilipollas.

Enfurecido, se dispuso a arrancar una manzana de cada árbol. Luego entró rápidamente al laboratorio. Las abrió, olió los efluvios y vio la pulpa negra en todas ellas.

Abrió su cuaderno. Temblaba mientras repasaba sus cálculos, cada fórmula, cada paso. Nada de «color negro».

De pronto su mirada se desvió hasta donde estaba Harriet. Hablaba por el móvil a susurros y se secaba las lágrimas mientras intentaba esconder la cara bajo su melena rubia. Sabía que se lo estaban contando. Que se estaba enterando en esos momentos. Entonces ya era oficial. Habían encontrado a aquel pedazo de mierda. Charles Burell ya estaba de camino al depósito de cadáveres.

Siguió observándola, cogió un trozo de papel y empezó a anotarlo todo. La fecha y el lugar. Lo que oía y lo que se imaginaba que había oído. Estaba hablando con una amiga, estaba seguro. Alguien que no tenía su número del laboratorio y la llamaba al móvil. Seguramente alguien de su otra vida, otra víctima de aquel asqueroso, el difunto Charles Burell.

De repente cayó en la cuenta de que tendría que prepararse para consolar a Harriet en cuanto colgase el teléfono. Estaba claro que necesitaría un hombro en el que llorar. Alguien que escuchase su pena. Quizá incluso la abrazase. Con Burell muerto y Número Tres oliendo a tacos de pescado, no le cabía duda de que se dirigiría a él.

Miró las seis manzanas negras que tenía sobre la mesa y se preguntó si debería posponer su comida con Finn en el Pink Canary. A Harriet le podía apetecer salir un rato a charlar.

Envolvió las manzanas y las tiró. Luego ordenó sus papeles y se dirigió a su despacho a grandes zancadas. Sincronizó muy bien el momento. Harriet acababa de colgar y guardaba el teléfono en su bolso. Él la miró. Con dulzura, incluso. Como si dijera: «estoy listo cuando tú lo estés» junto con «aunque le he cortado el pene a tu novio, soy un verdadero amigo». Cuando se giró hacia él, se podía ver que no se encontraba bien.

—No me siento muy bien —dijo ella.

Esperó a que dijera algo más. Un café en el Ivy. Fellows no bebía café porque le deshidrataba. Dadas las circunstancias, decidió hacer una excepción y tomar al menos media taza antes de pasarse al agua mineral.

—Me voy a casa —dijo—. Hasta mañana, Martin.

Él intentó decir algo, pero no le salieron las palabras. Vio cómo recogía sus cosas, se levantaba y salía corriendo. Cuando se cerró la puerta, vio que Número Tres le estaba observando.

—¿Qué le pasa? —preguntó el pequeño bárbaro—. ¿Se encuentra bien?

Fellows ignoró las preguntas mientras intentaba controlar sus emociones. Intentó no pensar en el olor a tacos de pescado mezclado con azufre que flotaba en el ambiente. Intentó no ahondar en esa convicción profunda de que era un perdedor. El tonto más grande del mundo.

No había acudido a él. Al contrario, había huido.