Capítulo 64
No podía arriesgarse a destaparlo. No podía fiarse de nadie, ya que se trataba de una prueba que podría obligar al Departamento a admitir que había cometido otro gravísimo error. La bala que tenía en el bolsillo era muy pequeña, muy fácil de perder. Los titulares, en cambio, serían bien grandes. El Departamento llevaba una buena racha que no podía arriesgarse a perder. Su declaración de que un músico de rock había matado a su socio y años más tarde se había suicidado se había hecho ya pública. Nadie en la sexta planta querría admitir que el verdadero asesino había estado trabajando en Robos y Homicidios y era uno de los suyos. En cambio, las pruebas seguramente se acabarían perdiendo, por las mismas razones que desaparecieron todas y cada una de las pruebas en el caso de la Dalia Negra, unos sesenta años atrás. No fueron solo las pruebas físicas, sino que todos los interrogatorios y todas las grabaciones también desaparecieron.
El Departamento era toda una institución. Su reputación era más valiosa que la vida de una sola persona.
Lena necesitaba un descanso. Un golpe de suerte que le evitara otra carrera por la autopista hacia el laboratorio. Y lo encontró cuando entró en el aparcamiento que había detrás de la comisaría de Hollywood y detectó el camión de Investigaciones Especiales parado delante del acceso trasero. Frenó el coche y saltó fuera. No había nadie dentro del camión, pero vio una colilla humeando en la acera. Al parecer había alguien que, a pesar del humo de los incendios, necesitaba más humo, del que contenía nicotina.
Deslizó los ojos por el aparcamiento y se detuvo en dos automóviles aparcados junto a la línea de los coches patrulla. Había visto en otra ocasión el Mercedes todoterreno y el Corvette amarillo y sabía que pertenecían a un par de detectives con mucha experiencia. Por la cantidad de ceniza que se acumulaba encima de los capós, dedujo que llevarían aparcados un buen rato.
Algo raro estaba ocurriendo, lo suficientemente importante como para tener a todo el mundo trabajando a la una de la madrugada.
Alcanzó la parte trasera del camión de Investigaciones Especiales, levantó la puerta y subió. Corrió y abrió de golpe el primer casillero que encontró. Le ardían los ojos y era difícil ver en aquella penumbra. Pero revisó rápido el contenido, cerró la puerta y pasó a un segundo casillero.
Ya no sentía ansiedad. Estaba pasada de rosca, rebuscando con la precisión de una autómata. Había alcanzado un nuevo nivel. Se encontraba en la zona cero de aquella bomba destructiva que había sido su descubrimiento de tan solo quince minutos antes. No sabía si ya daba todo igual o, al contrario, todo importaba más que nunca. Todo lo que veía o tocaba parecía tomar un cariz especial.
—¿Eres tú, Lena?
Se quedó helada al reconocer la voz. Se giró y vio a Lamar Newton de pie, en la acera, con una cámara al hombro. Advirtió la mirada de sospecha, de desilusión, pero le dio igual.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Lena.
—Han cerrado las autopistas. Ha sucedido algo en Griffith Park, puede que haya un cadáver, así que nos vamos a quedar un rato por aquí.
Lamar dirigió la vista un instante hacia el casillero abierto que había detrás de Lena, pero enseguida la apartó.
—No van a encontrar nada con este humo —dijo ella.
Él asintió, despacio, observando las cenizas que caían del cielo.
—Las llamas han traspasado la 101 hace una hora. El lado norte de la ciudad está ardiendo desde Malibú hasta la carretera del Rim of the World al este. Probablemente les cueste una semana o dos apagarlo. Entretanto vamos a tener que encontrar la manera de respirar. ¿Por qué no vienes dentro? Aquí fuera no estás bien.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo, Lamar. Tengo prisa.
—Entonces, ¿por qué no me dices lo que andas buscando?
—Luminol —dijo—. Mezclado.
Lamar abrió los ojos sorprendido mientras digería las palabras. Luminol era una sustancia química utilizada para detectar restos de sangre.
—¿Estás trabajando tu sola en un caso?
—Tengo prisa, Lamar.
Él la analizó de arriba abajo, luego habló en voz baja.
—Lo que estás haciendo no está bien. Pareces un puto zombi y no te pienso ayudar. Pero si yo estuviese buscando luminol, probablemente buscaría por ahí.
Apuntó con su dedo al casillero de la esquina. Lena se dio la vuelta y lo abrió con ímpetu. Vio un pulverizador envuelto en un trapo y lo cogió.
—No dura mucho —dijo él—. Necesitarás una cámara.
—Lo tengo todo preparado —dijo ella al tiempo que bajaba de un salto y corría hacia su coche.
Estaba sola y le temblaban las manos. Se preguntó si lo podría aguantar. Si podría o no lidiar con otra verdad aflorando a la superficie.
Lena cargó su cámara de vídeo digital, fue pasando comandos hasta alcanzar el icono de escasa luminosidad y lo puso al máximo. Movió el trípode hasta el centro del dormitorio. Acto seguido, buscó el encuadre preciso para que cupieran la contraventana, la moqueta, la cama y la mesilla. Había cambiado los cuadros y movido de sitio la cómoda, pero todo el resto permanecía exactamente igual a como estaba en vida de su hermano.
Se vio a si misma presionar el botón de «grabar» y esperó hasta que el icono de la pantalla dejó de parpadear. A continuación, agarró la botella de luminol y rodeó su cama. Sabía que debía ser cuidadosa: el luminol podría detectar restos de sangre, pero se utilizaba como último recurso.
Apuntó la boquilla al agujero de la contraventana y lo roció. Dio un paso hacia atrás y apuntó hacia la zona baja de la pared y la moqueta. Podía oír el latido de su corazón mientras rociaba la mesilla y el cabecero.
Le daba todo igual pero, a la vez, todo adquiría la máxima importancia. Cuando vio su reflejo en el espejo no reconoció a la mujer que le devolvía la mirada. Se apartó de aquella imagen.
Agitó la botella y roció a ojo todas las superficies. Apretó una última vez el pulverizador. Vio cómo el líquido atravesaba la humareda reinante y se condensaba al pie de la cama. Después cerró la puerta del dormitorio y apagó la luz.
Tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Podía oír el Viento del Diablo soplando contra la casa, los postigos golpeando como si alguien intentara entrar y un silbido en los oídos a tono con el aullido del viento.
Y de pronto, se vio retroceder en el tiempo. Como una bofetada, ante ella surgió una terrible verdad: la peor escena posible. Con los ojos puestos en el luminol, vio que este había funcionado y que entre la oscuridad iban apareciendo manchones de una luz de color entre verde y azulada. Se oyó a sí misma lanzar un suspiro cuando se acercó para ver mejor, al tiempo que luchaba con la quemazón que le devoraba la piel.
No había sido una bala perdida disparada de manera accidental que había atravesado la contraventana. A David le habían disparado ahí mismo.
Se imaginó la escena como si hubiese estado allí. Pudo ver lo que quedaba de la sangre de su hermano encharcando el suelo y la pared bajo la ventana. Cuando las manchas de sangre empezaron a brillar en el cabecero, la imagen le oprimió el alma de tal manera que tuvo que luchar por no ahogarse.
Le habían asesinado en la cama. En la misma cama en la que ella llevaba durmiendo cinco años.
Aquel pensamiento le dejó un regusto amargo que le quemaba la garganta y no parecía poder desaparecer.
Se apoyó en la cómoda mientras se secaba las lágrimas y se dejaba caer al suelo. Se podía acordar de aquella noche, cuando encontró su cuerpo. Cómo corrió hacia el coche para ver su rostro. El impacto del dolor que se apoderó de ella cuando lo identificó y el horror que la hirió en lo más profundo.
El cuerpo de su hermano había sido abandonado en aquel lugar. Tirado en un callejón de Hollywood como si se tratase de basura. Rhodes no había mostrado ni piedad ni respeto. Escogió Vista del Mar porque sabía que era por allí por donde andaban los drogadictos, junto a aquella capilla abandonada llena de jeringuillas en el suelo.
Pasaron unos instantes durante los cuales recordó escenas del pasado de una forma tan vivida que parecía increíble. La cara de su padre. David contando un chiste una noche mientras intentaban dormir en el coche. Cuando la sucesión de recuerdos terminó, se puso de pie.
El brillo del luminol se había acrecentado, dando mayor definición a las manchas. Podía ver los restos de sangre en el cabecero y en el suelo. Pero también empezaron a aparecer puntos de color verdeazulado en su edredón. Un edredón que era prácticamente nuevo. Se estremeció al ver que las manchas crecían y se hacían más nítidas. Cuando alargó la mano derecha y pasó el dedo por la mancha, se dio cuenta de que era semen. Y todavía estaba húmedo.
El corazón le dio un vuelco y su mente se disparó. En ese mismo instante, escuchó cómo se abría la puerta del dormitorio detrás de ella.
Se quedó helada. Notó una explosión de adrenalina en su cabeza. Alguien había apagado las luces de la sala de estar y de la cocina y la casa se había quedado completamente a oscuras. Sabía que él estaba dentro; podía escuchar su respiración. Notó una sensación electrizante que le subía por la nuca, le atravesaba la cabeza y salía disparada.
Se giró y distinguió en la penumbra la silueta de su cuerpo desnudo. Percibió su cabeza afeitada y sus muy anchos hombros.
Martin Fellows se lanzó a por ella a toda velocidad, como saltando a través de la estancia.
Intentó alcanzar el revólver pero, en ese mismo momento, fue aplastada por él y notó que la mano del monstruo ya lo había sacado de la funda. Sintió que una fuerza abrumadora la anulaba y la empujaba por la habitación. Cuando él se tropezó con el trípode, Lena intentó escapar, pero no llegó a alcanzar la puerta. En un intento de atraerla hacia sí, él la agarró por la chaqueta con tal fuerza que salió volando por la habitación y rebotó contra el suelo.
Lena se giró boca arriba. Ahora tenía encima a la bestia. Él le rasgó la blusa y le arrancó el sujetador. Podía notar sus manos estrujándole el pecho. Podía ver esos ojos como carbones incandescentes.
Intentó gritar, pero él le tapó la boca. Percibía el olor a aceite de coco que desprendía su piel sudorosa.
Le hincó los dientes en el dedo como si estuviese mordiendo un bistec. Notó el sabor a carne humana en su boca mientras la sangre le caía por la mejilla. Él retiró la mano pero no emitió ningún sonido. En cambio, la vio escupirlo y a continuación le agarró el pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo.
Después de aquello, Lena notó cómo le abandonaron las fuerzas como si se hubiesen ido por el desagüe. Luego, una oleada de pánico le sacudió el cuerpo y la inmovilizó. Miró más allá de la puerta corredera y vio que había alguien de pie junto a la piscina. Cuando la silueta se dio la vuelta, a Lena le recorrió otro escalofrío: era Rhodes.
Se volvió hacia Fellows. Le había seguido la mirada y había visto a Rhodes. Captó la sonrisa y lo entendió al instante.
Fellows quería que Rhodes estuviese allí. Necesitaba un testigo que encontrara el cuerpo, al igual que él había encontrado el cadáver de su hermana. Por eso necesitaba observar la reacción. Necesitaba examinarla, calcular los movimientos de los testigos en una especie de estudio comparativo.
Lo que seguramente no sabía Fellows era que Rhodes estaba allí por el mismo motivo que él y que probablemente le agradecería que se hubiese adelantado.
Fellows le tapó la boca con su mano ensangrentada mientras la atravesaba con la mirada.
—Sabes lo que está ocurriendo, ¿verdad? —le susurró—. ¿Lo has entendido?
Ella asintió.
—Entonces ríndete, Lena. Déjate llevar y nadie te olvidará nunca.
Le arrancó el cinturón y le abrió los vaqueros. Ella oyó un ruido en la oscuridad y notó que le colocaba una bolsa de plástico sobre la cabeza. Le aplastó la boca con la mano cuando ella intentó gritar. Ella le cogió de la oreja, intentando retorcerla y clavarle las uñas. Pero no pudo más, su cuerpo se quedaba sin oxígeno. Notó que la cabeza le daba vueltas y vueltas hasta que aquel torbellino se paró y todo se tornó oscuro.