Capítulo 61
Si Lena estaba segura de algo, era de que no la habían violado. Martin Fellows podía sacar todas las fotos que quisiera, pero cuando tocaba a una víctima, todas se enteraban. Todas se habían despertado y se habían dado cuenta.
Cómo manejaran el horror era otro asunto. Algunas le habían seguido el juego para sobrevivir. Otras habían luchado en un intento inútil de poder con aquel monstruo colocado con esteroides. Cuando todo acababa, ocurría lo que en cualquier caso de agresión sexual: algunas víctimas lo denunciaban, otras lo mantenían en secreto. Y si las víctimas eran del tipo de la mujer que aseguraba haber tenido una inmaculada concepción, entonces se habían trastornado en la negación del hecho y no podían ni siquiera admitir que el crimen les había sucedido a ellas.
Eran las ocho y media de la tarde. Novak estaba sentado junto a ella en su escritorio, repasando tres de las seis cajas de pruebas que habían sacado de la casa de Fellows en Venice. Cinco años de declaraciones de renta, saldos bancarios y facturas. Esperaban encontrar cualquier indicio, por pequeño o difícil de encontrar que fuese, de la existencia de una segunda casa. Sánchez y Rhodes permanecían callados al otro lado de la sala, revolviendo en las tres cajas restantes. El teniente Barrera había enviado a todo el mundo a casa y se había encerrado en la oficina del capitán con el doctor Bernhardt de la Sección de Ciencias del Comportamiento. Llevaban dos horas metidos en ese despacho acristalado, desde que habían vuelto del centro comercial donde encontraron degollados a los dos detectives de la Sección de Investigaciones Especiales.
Había dos policías muertos y Martin Fellows había desaparecido. Un reguero de cámaras de televisión salpicaba la entrada del Parker Center mientras los reporteros se resguardaban de los vientos de Santa Ana y hacían frente valientemente al humo de los incendios que todavía ardían en las colinas, al norte de la ciudad. Cuando Lena miró a la televisión que había encima de la mesa de Barrera, vio que Tito Sánchez salía de la habitación teléfono en mano y se figuró que estaría llamando a su mujer. Cuando vio a Rhodes mirándola desvió la vista. Tenía todavía esa mirada perdida que le ponía los nervios de punta.
Se sacudió esa sensación de encima porque sabía que debía hacerlo. La búsqueda de los antecedentes de Fellows que estaban realizando le producía desazón. Rhodes había hallado detalles superficiales —una discusión con el dueño de un restaurante, un incidente de tráfico dos años antes—, pero nada que les condujera a un retrato completo de su persona. Nada que apuntara siquiera ligeramente a su verdadero ser. Y aun así, tenía que haber algo. Tenía que estar registrado. El monstruo de Martin Fellows no surgía de la noche a la mañana.
Fue a por el teléfono. Como Fellows vivía en Venice, la comisaría de Pacific Division les estaba ayudando en el caso. Volviendo de West Hollywood, había llamado a Matt Kline, un detective con el que coincidió en la academia. De eso hacía dos horas y no había tenido noticias de él. Ahora, Kline contestó enseguida.
—Lo siento, Lena, te iba a llamar ahora mismo.
—Entonces tienes algo sobre Fellows.
—No —dijo él—. Pero sí sobre su hermana, creo que puede ayudar.
La investigación sobre Martin Fellows llevaba en marcha menos de nueve horas. Nadie sabía o había oído hablar de que Fellows tuviese una hermana.
—¿Qué pasa con su hermana?
—La asesinaron, Lena. Tiene el expediente. Tilly Fellows. Me llevó un rato rastrearlo pero lo tengo en la mano ahora mismo.
Lena se giró hacia Novak y apretó el botón del altavoz.
—He puesto el altavoz —le dijo a Kline—. ¿Quién asesinó a la hermana de Fellows?
La mirada de Novak se iluminó. Kline carraspeó.
—El caso sigue abierto, aunque olvidado desde hace mucho tiempo. No tenía más que catorce años cuando la mataron; era dos años más joven que su hermano. De eso hace veintitrés años. Pensé que la carpeta del expediente estaría acumulando polvo en el registro de Piper Tech, pero, cuando no lo pudieron encontrar allí, puse la comisaría patas arriba y lo encontré en el despacho del teniente.
—Necesitamos verlo —dijo Lena.
—Lo tendrás en menos de una hora.
—¿Nos puedes adelantar lo importante antes de que llegue?
—Tilly Fellows fue violada y apaleada hasta la muerte. Hay pruebas de una larga historia de abusos sexuales. Su padre murió en Vietnam. Su madre los abandonó después de aquello. Los dos fueron criados por los abuelos, Maurice y Alma Fellows. Por lo que he podido deducir, Maurice era el principal sospechoso. Pero las pruebas de ADN eran solo un sueño por aquel entonces y no se pudo probar nada.
—¿Y ahora? —preguntó Novak.
Lena repitió la pregunta y añadió:
—¿Se salvó algo que podamos analizar en el laboratorio?
—No he tenido tiempo de comprobarlo —dijo Kline—. Maurice murió dos años después que su nieta. Pero aquí es donde se pone interesante. Maurice y Alma murieron el mismo día. El informe de la autopsia está incluido en el expediente de Tilly porque revela que las circunstancias de las muertes, aparte de sospechosas, estaban probablemente relacionadas.
—¿Cuál fue la causa de fallecimiento?
—Envenenamiento. Ambos murieron por comida envenenada.
—¿Crees que la fecha en que murieron es significativa?
—Esto es lo que nos hizo saltar la alarma —dijo Kline—. Murieron el día del décimo octavo cumpleaños de Martin.
Transcurrieron unos instantes mientras asimilaban ese dato, esa información tan incandescente y explosiva como una bomba de napalm arrasando un pueblo.
Lena se encontró con la mirada de Novak. Comprendió el brillo en la misma. Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, se puso a pasear arriba y abajo en un intento de controlar sus nervios. Cuando por fin llegó el mensajero, un policía jubilado, le agradeció su ayuda y corrió hacia su escritorio con la carpeta. Por fin habían dado con la verdadera personalidad de Martin. El resorte que le hizo saltar.
Novak acercó rodando su silla mientras Lena abría con ansia la carpeta y empezaba a leer. Tilly Fellows había sido violada y asesinada en una casa abandonada al final de su calle. Fue Martin quien encontró el cuerpo de su hermana. Tenía dieciséis años por aquel entonces y, de acuerdo con el detective que le tomó declaración, estaba tan conmocionado que necesitó atención médica. También fue Martin quien realizó la llamada desesperada a la policía. Y quien apuntó con un dedo a su abuelo.
Lena pasó rápido a la sección 12 para leer la declaración textual de Fellows. Era difícil de leer por varios motivos. El primero y más importante era que solamente tenía dieciséis años, estaba en medio de una situación que no podía soportar y llorando pidiendo ayuda. Les dijo a los detectives lo que vio y luego les lanzó una perorata sobre unos asuntos turbios que su hermana le había contado confidencialmente. Según Fellows, a su abuelo le gustaba acostar a Tilly y cerrar la puerta del dormitorio. Lo llevaba haciendo desde hacía cinco años. Y ahora, al haber sido asesinada, el chico de dieciséis años se sentía culpable.
Había una foto de un joven escuálido con pelo largo y sonrisa torcida. Lena lo observó durante un buen rato antes de pasar la página, donde había otra foto, la de un hombre sin afeitar con canas y ojeras oscuras. Maurice Fellows estaba sentado en un sillón junto a su ajada esposa, Alma, vestida con ropa de casa sencilla. La foto de la pareja era tan extraña, tan reveladora que a Lena le vino a la cabeza Diane Arbus, una fotógrafa de los sesenta a la que admiraba.
—Veamos las fotos del escenario del crimen —dijo Novak.
Lena retrocedió a la sección anterior. La primera foto lo decía todo. Tilly Fellows aparecía tirada en el suelo. Parecía más una muñeca rota que una chica de catorce años. Tenía los ojos abiertos, azules y aniñados, y miraban perdidos directamente a la cámara como si fuesen de plástico. Le habían arrancado la ropa y había un bate de béisbol apoyado en la pared. Lo que más le llamó la atención a Lena fue su rostro.
Su cara permanecía intacta. Tilly Fellows era casi una réplica exacta de Harriet Wilson. El color del pelo, la forma de sus pómulos y su barbilla. El ángulo suave de su nariz y su frente.
Lena miró los separadores de la carpeta y encontró el apartado de Informes de Crímenes Relacionados. Martin Fellows se pasó los dos años posteriores solo con sus abuelos. Y la ayuda que el chico necesitaba nunca llegó.
Le había contado a la policía todo lo que había ocurrido, pero no había nada que involucrara a su abuelo en la muerte de Tilly. Peor aún, Alma se había atrincherado junto a su pareja, facilitándole una coartada. Los detectives que investigaron el caso no la creyeron. Por lo que pudo deducir Lena, entrevistaron a Maurice sin la presencia de un abogado. Las sesiones fueron largas, le privaron de sueño, pero el hombre no se dio por vencido. No encontraron ninguna prueba que ligara a Maurice con el abuso sexual o el asesinato de su nieta. Solo la declaración de Martin Fellows, quien, una semana después del asesinato ya no quería hablar de nada y tenía un ojo morado.
Dos años después, Maurice y Alma Fellows murieron. De lo que se infería por los informes, parecía como si Martin Fellows hubiera por fin explotado.
La fuente del envenenamiento resultó ser el bufé de ensaladas de un restaurante de Sunset. Aunque Martin admitió a los detectives que estuvo allí junto a sus abuelos celebrando su dieciocho cumpleaños, señaló que él también había estado indispuesto, lo mismo que otros tres comensales. Los de Investigaciones Especiales confirmaron la existencia de veneno para ratas en el suelo del restaurante, con mayores concentraciones alrededor de las mesas del bufé. Aunque el dueño negó saber nada del veneno, el restaurante había sido denunciado por irregularidades y fue objeto de un programa de televisión sobre alertas de salud. Los detectives creían que Fellows había visto el programa, conocía esas irregularidades y eligió aquel lugar para su celebración. Pero, dadas las circunstancias, no se pudo probar nada.
Lena se reclinó en su asiento y pensó en las cenizas de Maurice y Alma, que habían acumulado polvo durante veintiún años. Recordó las cajas selladas del crematorio, encima de la cama. Fellows había esperado hasta cumplir los dieciocho para que no le colocaran un tutor. Podía vivir su vida tranquilo y transformar su cuerpo enclenque en una máquina a la vez que iniciaba una carrera en el campo de la biología y la química.
En la televisión, las noticias de las once acababan de empezar. Novak encontró el mando a distancia y subió el sonido. Aparecía el teléfono de urgencia al que llamar. Durante los primeros quince minutos, las noticias ignoraron los incendios que amenazaban el valle y se concentraron en lo que todavía denominaban los «asesinatos pasionales de Romeo», con reporteros a pie de calle repartidos por toda la ciudad.
Cabía la posibilidad, pensó Lena, de que tuvieran suerte. Cuando acabaron las noticias oyó que sonaba el teléfono de la oficina del capitán y deseó que la llamada viniera de la sexta planta. Cinco minutos después, Barrera salió de aquel despacho, pero por la cara cenicienta que tenía no hacía ninguna falta escuchar lo que tenía que decir. Pudo ver el desastre, el golpe bajo que había recibido por no haber tomado la decisión de apresar a Fellows cuando pudo.
—Nada —dijo—. La línea de ayuda no ha recibido ninguna llamada.
Nadie dijo nada. A Barrera le temblaban las manos, por lo que las escondió en los bolsillos del pantalón.
—Es tarde —dijo—. Mañana va a ser un día muy largo. Quiero que todo el mundo recoja sus cosas y se vaya a casa.
—¿Qué pasa con Harriet Wilson? —preguntó Novak.
Barrera dirigió la vista hacia él y se quedó quieto durante unos instantes antes de hablar.
—Lo dijiste tú mismo hace más de seis horas, Hank. La chica está muerta. Ya no podemos hacer nada por ella.
Novak negó con la cabeza, espantado.
—Pero puedo estar equivocado, quiero estarlo.
—No, no lo estás. Soy yo el que me equivoqué y como resultado hay dos policías muertos. Dejémoslo así. Ahora, vete a casa, es una orden de los jefes. Han perdido control de los incendios y puede que la autopista esté bloqueada dentro de un rato. Si no salís ahora, os podéis quedar colgados. Barrera dio un paso hacia delante y luego se detuvo, como si de pronto recordara algo.
—Lena, el doctor Bernhardt quiere verte antes de que te marches.
Barrera sacó unas llaves del bolsillo y se marchó.
Lena se quedó escuchando los pasos alejándose por el pasillo y el sonido del ascensor cuando se abrieron y cerraron las puertas.
—Lena, ¿podemos hablar un minuto?
Se dio la vuelta y vio al doctor Bernhardt detrás de ellos. Miró a Novak y siguió al psiquiatra a la sala del capitán.
—Siéntate —dijo Bernhardt—. No tardaré mucho.
Lena lo observó, confusa. No podía entender qué es lo que podía querer Bernhardt o por qué Barrera o los de la sexta estaban dando el caso por perdido. Se fijó en los envases de comida china que había sobre la mesa de conferencias. Acto seguido, vio sentarse al corpulento doctor. ¿Estaba allí como psiquiatra de la Sección de Ciencias del Comportamiento, o en calidad de representante de la Oficina de Estándares Profesionales, o sea, Asuntos Internos?
Lena se sentó muy rígida.
—Relájate —dijo—. Solo quería preguntarte si crees que necesitas atención médica.
Ella lo negó. La pregunta era una tontería.
—¿Por qué iba a necesitarla?
El doctor se encogió de hombros y pareció avergonzado.
—Vi las fotos que sacó Fellows.
Era demasiado tarde. Tenían que cazar a un asesino. No tenía tiempo para eso.
—Estoy bien.
Él asintió, dubitativo.
—¿No hay nada de lo que quieras hablar? ¿Nada que quieras quitarte de encima?
—Este no es el momento ni el lugar adecuado para hablar de esto.
—Me pregunto si no tienes un shock y niegas los hechos, Lena, como la mujer del periódico. Hablamos de esto cuando estuviste mal por la muerte de tu hermano.
Lena notó que algo estallaba dentro de sí. Una furia que se había transformado en ira. Se levantó y cerró la puerta. Alejó la silla y se inclinó sobre la mesa.
—Tengo una pregunta —dijo en voz baja—. Algo con lo que solo tú me puedes ayudar.
—¿De qué se trata?
—Cuando Rhodes estuvo de baja por estrés, ¿fue antes o después de la muerte de mi hermano?
—¿A qué viene esto?
—Conteste la pregunta, doctor.
—Después —dijo él para calmarla.
—¿Cuánto tiempo dedicasteis a hablar del asesinato?
Bernhardt dudó. No debería haber dudado pero lo hizo.
—Sabes que todo lo que se habla en mi despacho es confidencial. No puedo contestarte.
—Ya lo has hecho. Lo puedo ver en tu cara. Si Rhodes habló del asesinato, entonces estás ocultando pruebas en una investigación de homicidio. Y no hay manera de que puedas decidir qué es relevante y qué no lo es.
Bernahardt entrecerró los ojos.
—Deberías cambiar el tono de voz, detective. Estás en la dirección equivocada. Lo que insinúas es absurdo.
—No estoy insinuando nada. Y esto ya no es un juego ni un puzle. Martin Fellows no conocía a Molly McKenna. Me da igual lo que diga el laboratorio, no pudo ser él. Y Holt tampoco la conocía, así que lo del suicidio es otra tontería. Tampoco asesinó a mi hermano. Todo lo relacionado con el escenario del crimen es un montaje.
Él bostezó y la miró como si fuese una chiquilla. Luego apartó la mirada y Lena la siguió hasta que se posó en la mesa. Vio un envase de arroz y galletas de la suerte.
—Puede que esto ayude —dijo él mientras se rascaba la barba—. No creo que esté traicionando la confianza de nadie porque está registrado. Rhodes estuvo con tu hermano aquella noche. Él se culpa de su muerte, porque se marchó pronto y lo dejó solo.
Mientras asimilaba aquellas palabras, intentó no reflejar emoción alguna en su cara. Intentó ocultar el mazazo.
Ahora sabía por qué Rhodes había ido a ver el expediente de su hermano.
Se había leído de tomo a lomo el expediente entero. Si el fichero hubiera estado completo, habría encontrado la declaración de Rhodes, junto con las fichas de declaraciones tomadas a testigos que lo vieron con él en el club. Rhodes las retiró. Nadie se dio cuenta, ya que los detectives que trabajaron en el caso estaban jubilados.
Rhodes había estado con David aquella noche, pero se marchó pronto.
Miró cómo Bernhardt cogía una galleta de la suerte, pero no dijo nada. En cambio, salió de la sala.