Capítulo 50

—¿Adónde me llevas? —preguntó Harriet.

Él se giró y la miró, sentada en el asiento del copiloto.

—A casa de un amigo —dijo—. Un amigo especial. Esta noche ha salido y su casa tiene buenas vistas.

Ella asintió, sonrió un poco y fingió aceptar sin más su explicación. Fellows lo tomó como otro signo de que el guión estaba escrito y de que todo tenía su razón de ser.

Veinte minutos antes había aparcado fuera de su apartamento, enfurecido porque sabía que este sería el final. Cuando ella cruzó la valla de la casa y le vio en el Taurus, él escondió su ira y le dijo que acababa de aparcar en ese mismo momento y que enseguida iba a llamar a la puerta. Estaba preocupado por ella, le dijo, preocupado porque no había aparecido a trabajar. El mundo estaba lleno de peligros.

—¿Crees que tu amigo tendrá algo de vodka? —preguntó—. Me vendría bien una copa esta noche.

Él asintió, intentando mantener la calma. Estaba todavía sorprendido de que ella no hubiera salido corriendo. Todavía no se podía creer que hubiese accedido a montarse en el coche con él, aunque, después de todo, él era Romeo, y ahora Romeo había conseguido otra mujer.

Aspiró su fragancia mientras miraba furtivamente su falda corta y sus piernas iluminadas por las luces de las farolas.

—Te gustan mis piernas, ¿no, Martin? Te gusta mirarlas.

Después de unos instantes, él desvió la mirada hacia delante, rogando no tener un accidente. Nunca había oído ese tono en su voz. Bajo, ronco, poco más que un susurro. Unas palabras cargadas de significado.

—En el laboratorio solemos jugar —dijo—. Me gusta jugar.

Se me pasa el día más rápido. Pero me doy cuenta de cómo me miras. Sé qué es lo que de verdad deseas.

Se volvió hacia ella y captó lo que parecía una sonrisa inocente. Poco después, ella abrió las piernas como si se estuviera acomodando en un par de vaqueros.

La situación se estaba complicando por momentos, tanto que creyó que iba a necesitar unos instantes para tranquilizarse.

Aunque su amigo y colega, Finn, no podía estar con él esa noche, había seguido sus instrucciones y pensado un plan. Había calculado cada paso e intentado ajustarse a dicho plan. Tenía incluso preparada una lista de contingencias para los diferentes escenarios que se pudieran presentar, en caso de que algo fallara y se viera perdido.

Torció a la izquierda en Beachwood mientras le daba vueltas a su conflicto interno. Pasó delante del mercado, lo dejó atrás, a unos dos kilómetros colina arriba y giró de nuevo a la izquierda. Después, continuó por la estrecha y empinada carretera. Harriet estaba callada, entretenida en mirar las casas, lo que le permitió concentrarse en sus pensamientos. Ella está acabada, seguía diciéndose a sí mismo. Fin de la historia. Como decía Finn, él se había desvivido por una puta sin redención que vivía una doble vida, no le amaba y nunca lo haría. Era hora de cortar amarras y seguir adelante. Aparcarla y deshacerse de ella para siempre. Aun así, su cumpleaños comenzaba a media noche y tenían algo en común, eso no lo podía negar. Tenía incluso un regalo para ella. Notaba el bulto en el bolsillo de su chaqueta, todavía congelado y envuelto en papel de aluminio. La quería sorprender. Ver la cara que ponía cuando se diera cuenta de lo que era.

Metió el Taurus en la cochera y la vio salir. Estaba de pie, junto a los escalones de la entrada, bajo la luz de la farola. El viento mecía su pelo, estaba guapa. Muy guapa. Podía haber sido el trofeo de algún otro esa noche, ahora que Burell estaba muerto.

—Sube los escalones —dijo—. ¿Te molesta el viento?

Ella asintió y sus ojos se iluminaron.

—Me gusta.

Ella se sujetó a la barandilla y comenzó a subir. Mientras la seguía, a Fellows le vino de repente la idea de que ella podía tener también su propio plan. Que su imaginación no le estaba jugando una mala pasada. Que incluso siendo ella una zorra y él un tonto, era sin duda una zorra maravillosa, mientras que él seguía siendo un tonto miserable. No conseguía quitarse esa idea de la cabeza. Para cuando llegaron a la puerta de entrada sus pensamientos se resumían en una frase demoledora: para Harriet, él era simplemente un sustituto de Burell. A los ojos de Harriet él era un don nadie que había ascendido, por suerte y de casualidad, de segundo al primer puesto. No era él, sino ella, quien controlaba la situación. Seguro que esta noche era para ella algo parecido a un polvo por caridad.

Una imagen le vino a la cabeza: Lena Gamble descansando en su cama. La detective Lena Gamble, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Una mujer que le podría proporcionar algo más que placer físico. Una mujer que tenía el poder de elevar su lugar en la historia y proporcionarle la fama que nadie antes había conseguido darle. Era una policía que trabajaba en el caso de Romeo. Ella perseguía a Romeo, mientras Romeo la seguía a ella. Pura poesía.

Comprobó el reloj preguntándose si Lena se habría fijado en el teléfono que le había dejado en su cama. Un recordatorio, aunque leve, de que él estaba cerca y que había pasado un rato en su casa. Cuando volvió a mirar a Harriet y ella sonrió, él se sintió barato y sucio y se preguntó quién de los dos era realmente una segunda opción.

Finn había estado siempre en lo cierto. Ahora lo veía claro. Había conseguido inmunizarse contra ella.

Localizó la bota vieja en el jardín y rebuscó hasta dar con la llave. Abrió la puerta principal, encendió el interruptor y vio a su próxima víctima entrar en su casa, todavía intentando esconder su estúpida cojera.

—Es bonita la casa de tu amigo —dijo—. ¿Está de viaje?

Fellows asintió.

—No vuelve hasta mañana.

—¿Dónde guarda tu amigo el alcohol?

Él le señaló la cocina con un gesto. Finn le había dicho que estaría en la despensa junto a la puerta del sótano. Pero mientras cogía una botella, Harriet agarró su mano y le paró.

—No bebes mucho, ¿verdad? —dijo ella mientras escogía otra botella—. Ya preparo yo las bebidas, Martin. ¿Por qué no pones un poco de música?

—¿Qué te gustaría escuchar?

Ella sonrió.

—Algo suave. Lento. Escógelo tú.

En la sala de estar encontró el equipo de música ya cargado con una docena de álbumes de artistas que no conocía de nada. En un arranque de audacia, seleccionó el primer disco y presionó el botón de arranque. Cuando empezó a sonar la música, notó cómo un escalofrío trepaba por su columna y le rodeaba el cuello con sus alas.

Conocía esa canción. Solo escuchaba música clásica, pero esa pieza de jazz le resultaba familiar. La había escuchado con Lena. La había oído a través de la ventana de su dormitorio, mientras se escondía fuera de su casa. El mismo saxofón, la misma canción.

—Perfecto —dijo Harriet.

Se volvió y la miró. Atravesó la sala de una manera un tanto frívola, le pasó a él su bebida y dio un sorbo a la suya. Cuando ella se dio la vuelta para mirar por la ventana, él miró con cuidado su vaso, calculando el contenido de alcohol y el daño que podría ocasionar a su cuerpo. Al menos no tenía la vulgaridad química de la ginebra.

—Es precioso, Martin. Tenías razón con respecto a las vistas.

Él le dio un sorbo a la bebida mientras le seguía la corriente. Fue sorbiendo despacio el veneno, mientras luchaba con el impulso de sorberla a ella. Notó el ardor que le bajaba por la garganta y le calentaba el estómago. Miró a Harriet y se dio cuenta de que la guerra que había estado luchando en su cabeza había terminado y ahora solo quedaba encontrar el momento adecuado. Ella podría creer que controlaba la situación esa noche, pero su plan seguía en pie. Él no era ningún relleno ni ningún sustituto, ni siquiera una polla de alquiler para un chulo como Burell. Él era Romeo y ella estaba sentenciada.

Ella dio otro sorbo, luego alargó la mano y la puso sobre su hombro. Se había acercado y miraba su boca de forma intermitente. Él le dio otro sorbo al vodka y la miró ahí de pie, junto a él. Era una pena que tuviera que acabar así. Trágico, incluso.

—¿Has querido algo alguna vez? —le preguntó.

Ella se rio.

—¿Quién no?

—Me refiero a si alguna vez has querido algo con toda tu alma. ¿Has tenido alguna vez un deseo con el que no has podido dejar de pensar, soñar o has rogado por él a una estrella?

Ella parecía sorprendida. Se acercó.

—Nunca te he oído hablar así.

Quizá fuera el alcohol, pero pensó que le debía algo. Quizá no una explicación para lo que pensaba hacer, pero al menos algo para que ella lo aguantara.

—¿Has deseado algo alguna vez con tanta pasión como para pensar que morirías si no lo consigues?

Ella tardó en contestar mientras consideraba la pregunta.

—Quizá. Pero no creo que pudiese desear tanto una casa o un coche, nada material. Quizá una persona. O quizá un trabajo, o escapar.

—¿Escapar?

—De pequeña necesitaba escapar.

—De tu padre.

Ella asintió, más triste que animada, quizá recordando los abusos que tuvo que soportar, o la pierna rota cuando su padre la tiró por las escaleras. No se pudo contener y la besó, en el cuello, en la mejilla y finalmente en su boca abierta. Cerró los ojos mientras recordaba y retenía la imagen de Lena. El perseguido besando al perseguidor, ¿o era al revés? De cualquier manera, encontraba excitante el hecho de que Harriet Wilson, la ex Virgen María, la mujer que se tiraba a Burell a cuatro patas delante de toda la Red no se diese cuenta.

Él abrió los ojos. Notó su mano frotándole, apretándole. Era una mano experta, lo acariciaba como una profesional.

—¿Has deseado alguna vez algo con locura? —le susurró—. ¿Lo has querido, conseguido y luego te has dado cuenta de que llegaba en mal momento, o quizá demasiado tarde? Que ya no lo querías más. Cuando por fin lo conseguiste pensaste que te habías quedado con algo que no querías. Lo encontraste repugnante. El mero hecho de pensarlo te ponía enferma.

Ella dejó caer la mano y se rio de nuevo. Un poco nerviosa esta vez. Un poco insegura mientras le daba un sorbo a la bebida.

—¿Quieres otra copa? —le preguntó—. Luego nos podemos sentar aquí en el sofá.

Él entrecerró los ojos y asintió. Se acercaba el momento. El guión estaba escrito y todo tenía su motivo.

Ella cogió su vaso y él la siguió hasta la cocina. Mientras servía las bebidas él abrió la puerta del sótano, pero decidió que sería más fácil si no encendía la luz. Durante un momento le surgieron pensamientos entre una difusa inquietud. Cuando por fin ella se acercó, él cogió su copa y brindaron.

—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó ella.

Sus ojos se agrandaron y sonrió. Él observó su boca mientras ella apuraba la copa.

—Tu fiesta de cumpleaños.

Y, por fin, llegó el momento. Todo sucedió en una gran quietud. Le agarró el cuello y le dio el empujón. Escuchó el ruido que hizo al caer. La vio desaparecer en la oscuridad. Oyó el golpe seco y el gemido, seguido de un silencio total. Aunque tenía cierto remordimiento, no era más que un pinchazo porque sabía que ella ya había pasado por esto con anterioridad.

Encendió la luz. Lo justo para verla despatarrada en el suelo de cemento. Todavía respiraba. Comprobó el reloj. Era pasada la medianoche y Harriet Wilson cumplía veintinueve años.

Decidió que su regalo podía esperar.

Cuando consiguió calmarse, tiró la bebida por el fregadero y se sirvió un vaso de agua mineral. El líquido era claro y refrescante y Fellows disfrutó su sabor puro y fresco durante unos instantes mientras miraba por la ventana y admiraba las vistas.