Capítulo 25
La reunión con el doctor Bernhardt había terminado diez minutos antes. Se encontraban todos apiñados en torno al escritorio de Novak. El teniente Barrera estaba al otro lado de la planta, hablando por teléfono con el fiscal adjunto Roy Werner. Al parecer, Werner se había enterado de la petición que habían hecho para cotejar las muestras de ADN encontradas en los casos López y Brant. Por la cara que tenía Barrera, Lena se imaginó que Werner estaba furioso por no haber sido informado y que se había sentido excluido.
—Esto es lo que creo que debemos hacer —dijo Novak—. Si se os ocurre algo mejor, no tenéis más que decirlo.
Echó una mirada a Lena, tras lo cual cogió un bolígrafo y un papel.
—Quiero que llames al doctor Westbrook, Lena. Bernhardt es bueno, pero estamos muy apurados y llevamos cuatro días sobre la pista de unos crímenes que pueden datar de siete meses antes.
Lena comprobó el prefijo del número que Novak apuntaba en su bloc.
—¿Quién es? —preguntó.
—Un psiquiatra criminalista de la Sección de Ciencias del Comportamiento del FBI. Dile que vas de mi parte y dale todo lo que necesite para ponerse a trabajar. Asegúrate bien de que entiende que llevamos mucho retraso en este caso.
Novak se fijó en el expediente de López que había en la mesa de Lena, lo atrapó y se lo pasó a Rhodes.
—Es el expediente del caso López, Stan. Tú no lo has visto nunca, así que todo lo que leas te sonará a nuevo. Quizá Lena y yo hayamos pasado algo por alto. Puede que tú des con ello.
—¿Hay algo que creas que se os ha escapado?
—No —dijo Novak—. Todo parecía evidente, pero también nos lo parecía cuando pensábamos en Brant.
Rhodes asintió. Novak se dirigió a Sánchez.
—Tienes que ponerte con el ordenador, Tito. Pero esta vez, limita tus búsquedas a agresiones sexuales, no homicidios. Busca todas las mujeres que hayan sido violadas en los últimos dos años.
—¿Alguna edad en concreto? —preguntó Sánchez.
—Desde dieciséis en adelante —contestó Novak—. Saca todo.
«Desde dieciséis en adelante». Ahí quedó la frase.
Novak miró al fondo de la sala, hacia Barrera, que seguía al teléfono con Werner. Luego se volvió y miró a los ojos a Lena.
—Me voy a acercar a Piper Tech —dijo—. Me temo que Werner pueda estar entorpeciendo las cosas. Voy a asegurarme de que el laboratorio todavía nos considera una prioridad. Vuelvo en una hora. Si me necesitas y no das conmigo llama a los de Científica, ¿vale?
Lena asintió, al igual que el resto de los presentes.
En el ambiente flotaba una nueva sensación de apremio. Lena no sabía si la energía que sentía era el resultado de su reunión con Bernhardt o del miedo que había sentido en el estómago al repasar el caso desde el principio cuando habló por teléfono con el doctor Westbrook.
A mitad de exposición, alguien de su oficina interrumpió al doctor. Lena le escuchó pedir que retuviesen todas sus llamadas. Cuando cerró la puerta, desapareció el ruido de fondo y el doctor aseguró a Lena que no volverían a molestarle.
Le interesaba en especial la forma en que habían aparecido los cuerpos. También lo de la bolsa de plástico y el dedo cortado de Nikki Brant. En el caso de Teresa López, la cruz pintada en la sábana con su sangre. Pidió a Lena que le volviera a explicar una vez más los descubrimientos, insistiendo en todos los detalles, de los que fue tomando nota. Cuando le dijo que Brant había fallado el polígrafo, no dijo nada. Para cuando le describió el parecido de las muestras de escritura en ambos crímenes, ya no le quedaba ninguna duda de que los dos asesinatos estaban relacionados.
—Veamos, buscáis a un tarado zurdo de otro planeta —dijo el doctor Westbrook—. En Los Ángeles esa descripción reduce la muestra a, veamos, ¿cuántas personas?
Lena se quedó pensando. No conocía a aquel hombre y no sabía si le estaba gastando una broma inoportuna. Cuando él habló de nuevo, se dio cuenta de que simplemente estaba pensando en alto mientras hacía cálculos.
—Alrededor de un millón —dijo—. Aproximadamente el diez por ciento de la población es zurda. ¿No hay ningún rastro de vello o de fibras?
—No se encontró nada en los escenarios de ambos crímenes.
—¿Qué hay del examen médico?
—El forense peinó a ambas víctimas. No se encontró vello púbico de terceras personas en ninguna de las dos.
El doctor Westbrook se quedó en silencio de nuevo. No hacía falta mucha imaginación para saber por qué estaba tan preocupado. La ausencia de restos de vello púbico eran poco frecuentes en casos de violación.
—¿Tenéis digitalizados los informes? —preguntó.
—No —contestó Lena.
—Entonces me gustaría que hicieses lo siguiente. Mándame por correo electrónico un breve resumen de cada caso. Los puntos básicos, pero sobre todo que incluya lo que hemos discutido ahora y las observaciones del doctor Bernhardt. Y quiero una foto de cada víctima. Lo que busco son las instantáneas de los escenarios de los asesinatos antes de que nadie tocase nada, de manera que pueda ver cómo las dejó para que os las encontraseis. Luego manda una copia de todo lo que me envíes a Teddy Mack.
Lena anotó el nombre preguntándose por qué aquel nombre le resultaba tan familiar, mientras el doctor Westbrook le facilitaba la dirección de correo y el número de teléfono de Mack.
—Llama a Teddy y dile que esté atento. Ahora está en California, a tres horas al sur de Los Ángeles, en la frontera de Río Nuevo. Trabajamos en algo sobre lo que no puedo hablar, pero creo que podrá sacar un rato para echarle un vistazo. Durante el día, en el desierto no pasan muchas cosas, por lo menos nada que nos interese.
Lena miró hacia donde Rhodes estaba leyendo el caso de Teresa López. La intensidad de sus ojos la entristeció un poco. Se estaban agarrando a un clavo ardiendo, y de repente parecía que Westbrook les largaba a un agente de campo.
Lena no se desanimó. Le dio las gracias al psiquiatra y empezó con el informe. Solo le llevó veinte minutos completarlo. Cuando acabó, llamó a Lamar Newton para pedirle las fotos digitales de los escenarios de los asesinatos. En cuanto aparecieron las imágenes en su monitor, buscó el número de Teddy Mack y le llamó. Después de medio timbre saltó su contestador. Su mensaje estaba personalizado y Lena escuchó su voz mientras se volvía a preguntar por qué le resultaba tan familiar.
Dejó un breve mensaje que incluía su información de contacto y colgó. A continuación se giró hacia su monitor para comprobar qué fotos había elegido Lamar. Fotos a todo color de aquel espanto. Pensó que cada una valía más de mil palabras, incluso para alguien que trabajara en la Sección de Ciencias del Comportamiento en el FBI.
Comprobó las direcciones de correo que le había dado Westbrook. Le dio a la tecla de envío y contempló cómo el informe desaparecía en el ciberespacio. Al mirar su reloj se sorprendió de que solo fueran las diez menos cuarto de la mañana.
Upshaw no había intentado localizarla para darle noticias sobre el ordenador de los Brant y no quería acosarlo. Decidió darle otros diez minutos mientras cogía su taza de café y se dirigía a la salida.
Solo había dos opciones para tomarse un café en la tercera planta: la más cercana estaba en la salita del servicio de mantenimiento, junto al fregadero y las mopas, justo al lado de la oficina del capitán. La mejor estaba en la mesa de uno de detectives de la Unidad de Casos Cerrados, una sección situada al final del pasillo, no más grande que un armario, donde trabajaban seis detectives. Lena se detuvo cuando, al disponerse a entrar, vio que Rhodes estaba dentro. Sujetaba una taza e hizo el gesto de volcarla para demostrar que estaba vacía, que se habían quedado sin café.
—Se han mudado —dijo—. Se nos acabó el café.
Lena leyó la nota que había pegada en la puerta.
—Parece que se han ido a la quinta planta: mejores despachos.
—Más grandes, querrás decir.
—Sí, más grandes —dijo ella—. Me he olvidado de dónde estaba.
El nuevo jefe había doblado el tamaño de la unidad y aquel espacio de tres metros por cinco se les había quedado pequeño. Lena llevaba allí solo tres semanas cuando se dio cuenta de que, a pesar de las condiciones de trabajo, su meta era acabar en aquella unidad. Allí trabajaban los mejores detectives, los más inteligentes del departamento. Además, siempre estaban de buen humor cuando aparecía con su taza vacía. Como el asesinato de su hermano estaba sin resolver, Lena sentía especial afinidad hacia la labor que llevaban a cabo. Esa era la última esperanza que tenían los familiares de esas víctimas, era donde los olvidados compraban su entrada y se sentaban en el banco a esperar que algún día les llegara el turno y pudieran volver a retomar su vida.
Siguió a Rhodes por el pasillo.
—¿Quién es Teddy Mack? —preguntó.
Rhodes meditó la respuesta y la miró.
—¿Te acuerdas de los asesinatos de E. T.? Hace cinco o seis años en Filadelfia. ¿No te acuerdas del año pasado, cuando le pusieron la inyección letal a ese tipo? La televisión por cable quería televisarlo en directo.
Emergió un recuerdo en su mente. Se acordaba de haber visto la cara de Mack en la portada del Times y haber leído la historia.
—Hubo veinte o treinta cuerpos —recordó—. Pero tenía la idea de que Mack era un abogado.
—Trabajó aquel caso y fue él quien lo resolvió. ¿Por qué lo preguntas?
—Westbrook me ha pedido que le fotocopiara todos los informes y se los he enviado. Debe estar trabajando para el FBI. Está en California, cerca del Río Nuevo.
Rhodes la volvió a mirar, esta vez de forma diferente.
—Me parece que Westbrook ha hablado más de la cuenta.
Lena cayó en la cuenta de lo que Mack estaba haciendo allí abajo. Durante los últimos diez años habían aparecido al menos trescientos cuerpos de mujeres jóvenes en el lado mexicano de la frontera. Por el número de víctimas y por el tiempo que llevaba sucediendo y el hecho de que todas eran violadas y los cuerpos aparecían mutilados, se creía que los crímenes estaban siendo cometidos por un grupo organizado que exigía una respuesta por parte estadounidense. Pero la versión oficial del Departamento de Justicia era que Estados Unidos no estaba involucrado en la investigación.
Rhodes tenía razón. Westbrook había hablado de más.
Se acercaron al armario de mantenimiento situado al lado de la oficina del capitán. Rhodes abrió la puerta y divisó la cafetera, su última salvación. Estaba colocada en una balda de madera sobre un cubo lleno de agua gris y una gran cantidad de amoniaco. Ignorando el penetrante olor, Lena llenó la taza de Rhodes primero y la suya después.
Con más curiosidad que nunca volvió a su mesa mientras pensaba en los asesinatos de E. T. y en Teddy Mack. Al sentarse, vio que tenía un correo electrónico en su buzón.
Upshaw había respondido sin que Lena hubiera tenido que molestarle.
Abrió el mensaje y lo leyó con detenimiento. El autor del crimen había estado navegando durante dos horas. Según el proveedor de Internet de los Brant, desde el ordenador se había accedido a dos sitios. El primero durante solo unos quince minutos. El segundo, durante una hora y cuarenta y cinco minutos. Upshaw incluía enlaces a los sitios Web en su mensaje y prometía información de contacto al cabo de otra media hora. En cuanto leyó los nombres de los sitios, Lena se percató de que eran páginas porno.
Echó un vistazo alrededor, consciente de todos los detectives que trabajaban en aquella sala a su alrededor y agradecida de estar de espaldas a la pared. Acercó el cursor al primer enlace, apretó el ratón y esperó a que apareciese la página de entrada en su obsoleto ordenador.
Lena había crecido junto a un hermano. Al empezar a aparecer imágenes en la pantalla, pensó que no eran nada nuevo. Pero cuando llegó al final de la página, se fijó en que el sitio pedía una contraseña para continuar.
Vio que en el menú había disponible una sección para visitas donde prometían imágenes gratis para descargar. Lena pinchó sobre la pantalla para ver las muestras. Eran mujeres jóvenes, algunas incluso demasiado, posando en distintos grados de desnudez y dejando poco o nada a la imaginación. Había un botón en la parte superior derecha de la pantalla donde figuraban los precios. Por 19,95 dólares al mes un miembro tenía acceso ilimitado a la sección hardcore y podía ver a esas mujeres en acción.
Lena echó otro vistazo alrededor y vio que Rhodes miraba hacia donde se encontraba ella. Volvió a la pantalla. Por la calidad de los gráficos y la resolución de las fotografías, parecía que a aquel sitio Web le iba bien. Pero en lo que más se fijó fue en los lugares donde se rodaban las escenas; el mobiliario y los electrodomésticos; las duchas y los enchufes. Analizó las caras de las modelos que posaban con una sonrisa forzada. Estaba claro que esas fotos estaban sacadas fuera de los Estados Unidos, posiblemente en Rusia, Albania o cualquier otro país de la Europa del Este donde posar desnuda y la vida que acompañaba ese oficio no eran necesariamente objeto de libre elección. Lena se acordó que lo había leído en un boletín informativo del FBI mientras trabajaba en la comisaría de Hollywood: se trataba siempre de sacar a la modelo de su propio país. Una vez que se apoderaban de su pasaporte ya no podía escapar. Era comprada y vendida y obligada a pagar a sus propietarios su valor estimado de mercado. Lena cerró esa pantalla y volvió a abrir el correo de Upshaw para entrar en el segundo enlace.
«Curvas-a-gogó.com».
Se detuvo un instante pensando en el colgado al que se le habría ocurrido el nombrecito. Entró en el sitio y esperó a que apareciera la página de entrada. Era verdaderamente más salvaje que el anterior. Fue leyendo el menú y entendió por qué Romeo había pasado más tiempo en esa página. El sitio estaba especializado en películas hardcore de aficionados y no facilitaba imágenes gratis. Al igual que el anterior, se exigía una contraseña para continuar. La única sección gratuita parecía ser una pequeña cámara en directo.
Lena movió el cursor hacia el icono de una videocámara y apretó el ratón. Apareció en el monitor una pequeña pantalla de unos cinco centímetros de ancho. Bajo la ventana se leía: «Sección de visitas: la imagen cambia cada 30 segundos. Si quiere imagen de alta definición, ¡hágase socio de Curvas-a-gogó.com!».
Fijó la mirada en la pequeña pantalla. Aparecía una mujer de pelo negro, de unos veintinueve o treinta años, sentada en un sofá quitándose el sujetador. Cuando apareció la siguiente imagen, treinta segundos más tarde, el sofá estaba vacío. Cuando salió la tercera, la mujer había vuelto al sofá con un hombre de mediana edad de pelo moreno con rizos y vestido de traje y corbata. Lena intentó distinguir dónde se había rodado la escena. Se fijó en una puerta corredera de detrás del sofá. La imagen era borrosa y la calidad mediocre. Aun así, las montañas que se veían tras la puerta eran inconfundibles.
Aquella cámara de vídeo estaba grabando en Los Ángeles.
Lena pasó el cursor por el menú y abrió una pestaña que decía: «regístrate ahora». Mientras leía el formulario de acceso sintió un ligero escalofrío a lo largo de la columna. Encontró el número de Upshaw en su bloc y le llamó. Lo cogió sin saludar después de cinco timbrazos y con voz desagradable le dijo que estaba ocupado. Lena no lo podía explicar, pero había algo en aquel joven que le resultaba entrañable.
—Soy yo, Gamble.
Se rio.
—Estaba a punto de llamarte.
—No son las imágenes. Son las contraseñas.
—No te creas que por tratarse de pornografía estos tipos son idiotas. No lo son. La seguridad que utilizan en sus ordenadores es más sofisticada que cualquier artilugio de alta tecnología que haya por ahí. Saben tanto de hackear como cualquier pirata informático. Igual más. Me va a llevar tiempo entrar en el equipo.
—A eso me refiero —dijo Lena—. Estoy ahora mismo viendo la segunda página. Romeo no hackeó la entrada ni se tiró una hora y cuarenta y cinco minutos viendo una imagen distorsionada del tamaño de un dedo pulgar que cambia cada treinta segundos. Es miembro de la página.
Levantó la mirada. Novak estaba justo detrás de ella mirando el monitor. Dentro de la minipantalla el hombre se había quitado el traje y se había lanzado a la acción.
—Por eso borró los ficheros del ordenador —dijo Upshaw nervioso—. Claro, es miembro de la página. El ordenador habría guardado su contraseña.
Lena volvió la vista hacia Novak. Sus miradas se cruzaron.
—Y para conseguir una contraseña —dijo—, tienes que utilizar una tarjeta de crédito.
Por fin habían encontrado una buena pista. La cara de Novak se iluminó al darse cuenta de lo que acababan de descubrir.
—El sitio que buscas tiene su sede en Los Ángeles —dijo Upshaw—. Tengo su dirección.
—Mándamela.
Escuchó a Upshaw teclear furiosamente los datos. Cuando acabó, Lena oyó el clic de envío.
—Está de camino —dijo él.
—Gracias.
Colgó el teléfono y abrió el buzón de entrada de su correo. En unos segundos apareció el mensaje de Upshaw junto con el nombre y la dirección del dueño del sitio Web. Charles Burell hacía negocios en el Valle.
Novak le lanzó una mirada.
—Tendremos los resultados del ADN dentro de dos horas —dijo—. Vamos.