Capítulo 26

Por la mirada de Charles Burell, Lena se percató de que el hombre les había identificado como policías en cuanto entreabrió la puerta. Aquella dirección que les había facilitado Upshaw no era un local de negocio. Se encontraban en el porche delantero de un hogar de clase media alta en Sherman Oaks. Varios niños jugaban en la acera. Otros dos montaban en sus bicicletas en una calle cortada, al final de la manzana. Novak se mantuvo muy firme mientras mostraba su placa para hacerlo oficial.

—¿Es usted el señor Burell? —preguntó.

El hombre asintió mientras les lanzaba una mirada recelosa.

—Tenemos que hablar un momento con usted —continuó Novak—. ¿Podemos entrar?

—Estoy ocupado —contestó Burell con brusquedad—. ¿Qué es lo que quieren?

—¿Es usted el propietario y gestor de Curvas-a-gogó.com?

—Aunque así fuera, es algo perfectamente legal. Todas las modelos son mayores de edad.

—No es eso lo que nos preocupa, señor Burell. Estamos investigando un homicidio.

Charles Burell no se inmutó, pero tampoco quitó la cadena de seguridad para abrir la puerta. A pesar de que tenía medio cuerpo oculto, Lena calculó que tendría unos cincuenta y pocos años. Le delataban alguna que otra arruga en la cara y los cuatro pelos teñidos con un tinte de supermercado que le caían a los lados del reluciente cráneo; todos exactamente del mismo color, un marrón mate que a Lena le recordaba a un producto que se usaba para limpiar la madera. Burell era de baja estatura, estaba bien afeitado y lucía un bronceado un tanto artificial. Su manera de vestir le hizo pensar a Lena en el directorio de un centro comercial: Ralph Lauren en los vaqueros y Tommy Bahama en su camisa; calzaba unas sandalias de Gucci y su barriga colgaba unos diez centímetros por encima de un cinturón con el nombre de Calvin Klein grabado en la hebilla.

—No sé nada de ningún homicidio —dijo—. No les puedo ayudar.

Burell se dispuso a cerrar la puerta, pero Novak metió el puño en la quicio para evitarlo.

—Nos gustaría poder hablar tranquilamente en el interior —dijo, al tiempo que echaba un vistazo a los niños que estaban en la acera y que podían estar escuchando—. Nos lo puede usted poner fácil o nos puede obligar a dar un rodeo. Para ambos es mejor que nos lo ponga fácil, señor Burell. Usted decide. Nosotros no nos vamos a marchar.

Burell miró a los ojos a Novak mientras forzaba una manida mueca y consideraba qué opciones tenía. A continuación, cerró la puerta lo suficiente para liberar la cadena de seguridad del cerrojo y finalmente abrió.

—No sé si lo saben, pero anteriormente he ejercido como abogado.

—Estupendo —contestó Novak—. Así puede que entienda por qué creemos que nos puede ayudar.

—Tengo la oficina en la planta de abajo.

Burell cerró la puerta, echó el pestillo y comenzó a guiarles a través de la casa. Lena echó un vistazo a la sala de estar, decorada completamente en blanco. Observó la moqueta y las cortinas blancas, un sofá blanco a juego con unas sillas igualmente blancas y una mesa de cristal con una escultura grotesca de Cupido sobre la repisa de una chimenea de gas. Aquella decoración de aire completamente impersonal demostraba un escaso gusto, solo acentuado por el olor a desinfectante procedente de la cocina. La encimera estaba prácticamente vacía, por lo que Lena dedujo que Burell no la utilizaba a menudo. Justo al borde de las escaleras Lena se fijó en una fotografía que había colocada en el alféizar de la ventana situada sobre el fregadero. Era Burell y estaba acompañado por una mujer y dos niños pequeños.

—Tiene familia —dijo Lena mientras le seguía escaleras abajo.

—No —contestó él—. Estamos divorciados.

—¿Dónde viven su mujer y sus hijos?

—En Phoenix. Hace tiempo que hemos perdido el contacto.

Lena percibió la amargura de su voz y se preguntó por qué guardaría aquella foto. Perdió el hilo de aquellos pensamientos cuando llegaron a la planta de abajo y el olor a desinfectante se volvió asfixiante. La planta no tenía habitaciones. En su lugar, Lena contó cuatro platos diferentes separados por paneles móviles. Justo delante de ella había una sala de estar. Reconoció el sofá y la puerta corredera que había visto en la videocámara en Internet. A la izquierda quedaba una habitación de hospital falsa junto al mobiliario de una oficina. A la derecha, una habitación completa con un colchón enorme todavía envuelto en plástico. Más allá de la puerta de cristal se veía una piscina y un jacuzzi. Miró a su alrededor por si veía a la modelo desnuda de pelo negro y al hombre de negocios que perdió su traje, pero no estaban ninguno de los dos.

—¿Hay algún problema? —preguntó él.

—Es el olor —dijo Lena—. No he podido evitar fijarme en que utiliza usted un desinfectante.

—Me gusta que esté todo limpio —dijo—. Muy limpio. Ahora, si hacen el favor, síganme y no toquen nada.

Burell apartó de en medio un perchero. Atravesaron el plato del dormitorio y llegaron a una puerta. Lena intercambió varias miradas breves con Novak. Salvando las distancias, la entrada de Burell al mundo de los negocios en la Red tenía el mismo glamour que los servicios públicos de una estación de autobuses.

Burell abrió la puerta, instándoles a entrar antes de cerrarla. Parecía más una sala de control que una oficina. Había estanterías por todas las paredes con terminales de ordenador y lo que parecía el servidor del sitio Web junto a una ventana. Hacía bastante más frío y olía mucho menos a desinfectante.

Novak se aclaró la garganta al tomar asiento.

—¿Trabaja usted solo, señor Burell?

—Es un negocio pequeño pero extremadamente rentable. Como les dije anteriormente, solía dedicarme a la abogacía. Haces las mismas horas, pero este negocio tiene muchas más ventajas.

—¿Practica usted sexo seguro?

Negó con la cabeza.

—No, eso no vende. Pero todas las modelos se hacen chequeos.

—¿Y qué me dice de usted?

No quiso contestar. Novak no insistió.

—¿Es este sitio Web su única fuente de ingresos?

—Compré esta casa al contado —dijo con voz impaciente—. Tengo dos Mercedes y un chalé en la playa. El anillo que llevo me costó tres mil dólares. El Rolex diez mil. Desde luego que sí. Esta es mi única fuente de ingresos, no necesito más.

—Además del dinero y las mujeres, ¿qué otras ventajas tiene este negocio?

Sus ojillos brillantes se posaron en Lena y un segundo después en Novak.

—¿Es que hay algo más, jefe?

Novak entrecerró los ojos, pero no dijo nada. La mirada de Burell perdió su fuerza y se quedó mirando el Rolex como si fuera un espejo mágico.

—Puedo salir con cualquiera de esas chicas —dijo—. Ven todo lo que tengo, la ropa que llevo, las propinas que dejo y los regalos que les hago. No tardan mucho en entender cómo funciona. Si me dan lo que quiero, les doy lo que ellas quieren.

Burell debió notar la repugnancia que estaba sintiendo Novak porque se puso a la defensiva y su actitud se volvió tan desagradable como un pescado muerto. Y había algo en su piel enrojecida que apuntaba a una posible enfermedad. La mirada de Lena se posó en el frasco que había sobre el mostrador, detrás de ella. Aunque no pudo leer la etiqueta, reconoció las pastillas azules de Viagra. También vio el peluquín, el pelo marrón rizado de la película, y al volver a fijarse en la cara de Burell se dio cuenta de que no estaba bronceado, sino que llevaba maquillaje y tenía la cara roja por el efecto de las pastillas. Le empezaban a caer gotas de sudor por la frente. El maquillaje de los ojos empezaba a caérsele por el puente de la nariz. Sí, había sido Burell el actor de la página de Internet que Lena había visto haciendo de hombre de negocios junto a la mujer desnuda del sofá.

Antes de que aquella imagen se le quedara grabada en el cerebro, Lena desgranó el motivo de su visita en unas breves frases. Omitió el nombre de las víctimas mientras luchaba con todas sus fuerzas por no mirar al churretón de maquillaje que le caía al hombre por la nariz.

—Lo que necesitamos son los nombres de la gente que se conectó a su Web entre las tres y las cinco de la mañana la noche del asesinato.

—¿Qué me dice del derecho a la intimidad?

—Queremos ganar tiempo —dijo Lena—. Si hace falta, tenemos suficientes pruebas para presentar ante un juez y convencerle de que el hombre que buscamos accedió a su página, y que nos facilite así una orden de registro. Tardaríamos dos horas.

—Usted ha trabajado de abogado —comentó Novak—. Puede que ese juez al que vamos a molestar le conozca.

Burell abrió un poco los ojos y se revolvió incómodo en su asiento. Habían dado con su punto débil. A Lena le resultaba evidente que Burell mantenía separadas sus dos vidas, que ocultaba su vida actual en un sótano y que no tenía especial interés en darse publicidad.

—Veamos lo que puedo encontrar sin necesidad de molestar a ningún juez —dijo.

Rodó en la silla hasta el ordenador, abrió una página y empezó a rebuscar en lo que parecía una hoja de cálculo. Lena y Novak se acercaron y Burell les señaló la pantalla.

—Este programa es un mero registro temporal. Cuando alguien se conecta a la página, queda registrada la hora y fecha junto a su nombre de usuario y contraseña.

—¿Qué me dice de su información financiera? —preguntó Novak.

—Un momento —contestó Burell—. No sé si tendrán suerte. Yo no contaría con ello. La mayoría de la gente no se registra. Solo un cinco por ciento. La mayoría solo mira la cámara Web porque es gratis.

El monitor escupía información a una velocidad imposible de seguir. Lena se dio cuenta de la cantidad de gente, miles de ellos, que había visitado la Web en los últimos cuatro días. A diecinueve dólares con noventa y cinco céntimos por mes, aquello daba para mucho más que un reloj de oro.

—El jueves por la noche —dijo Burell mientras llegaban con el cursor a esa fecha—. Veamos. Viernes de madrugada, aquí está. ¿Y ahora qué?

Quizá fuera por el abogado que todavía llevaba dentro, el caso es que Burell había vuelto a ponerse difícil. Se limitaba a acceder a las peticiones que le hacían, sin ir más allá. Lena abrió su libreta y comprobó sus anotaciones sobre las horas de acceso que le había enviado Upshaw.

—De acuerdo con el proveedor de Internet, en la noche del asesinato, el ordenador que estamos analizando accedió a su página a las tres y dieciséis minutos exactamente.

—¿Por qué no me dice el nombre de la víctima?

Novak se le quedó mirando con cara inexpresiva.

—No tenemos todo el día, señor Burell.

El hombre se volvió hacia el monitor y limpió una mota de polvo del teclado antes de ir pasando el cursor por la información del fichero. Desgraciadamente, pensaron, nadie había accedido a la página hasta las tres horas y dieciocho minutos.

—Tienen que entender que puede haber un desfase —dijo—. Es distinta la hora en que entró en la página de la hora en la que se registró.

—Un desfase de uno o dos minutos —dijo Lena.

—A veces más, si se les olvida la contraseña.

—Veamos todos los que entraron en la página durante los cinco primeros minutos.

—Lo que usted diga.

Burell marcó el primer usuario y fue bajando con el cursor.

—Parece que tenemos cincuenta y siete personas.

Una vez seleccionados los cincuenta y siete nombres, llevó el cursor a la barra de menús en la parte superior de la pantalla, pulsó el comando «Crear» y luego «Cuenta». Se abrió una nueva ventana y apareció una nueva hoja de cálculo. Lena se acercó para ver mejor. Junto a la hora de entrada figuraba el nombre y la dirección de todos los usuarios seleccionados en la anterior pantalla. Fue comprobando la lista y al reconocer tres de los nombres que figuraban en ella le dio un codazo a Novak. Comprobó cuánto tiempo habían estado conectados, dato que aparecía en las últimas dos columnas de la hoja. Ninguno de ellos había estado más de quince minutos y probablemente no tendrían nada que ver con el caso. Aun así, ver sus nombres como miembros de la Web porno de Burell daba que pensar.

Eran miembros de la élite del país. Había un senador de Pennsylvania. Un presentador de un programa de radio de extrema derecha que hablaba de moralidad. Y por último, un tipo raro de un canal religioso que se creía Jesús y regalaba milagros a las gentes que se le acercaban con un cheque lo suficientemente sustancioso.

«La Santísima Trinidad».

Lena trató de zafarse de aquellos pensamientos.

—La lista es más grande que la pantalla —dijo—. ¿La puede filtrar por ciudad y estado?

—Por supuesto que puedo. Yo mismo escribí el maldito programa.

En cuestión de segundos, apareció otra lista en el monitor. Mientras la repasaba, a Lena le sorprendió ver la cantidad de miembros que eran de Asia y Oriente Medio. Cuando Burell llegó a California, de los cincuenta y siete nombres, solo quedaban tres de la zona horaria del Pacífico. Encontró un nombre en Los Ángeles y comparó la hora de desconexión con la que tenía anotada en su libreta y que le había facilitado el proveedor de Internet.

Las horas coincidían plenamente. Lena leyó el nombre.

Tardó un momento en asimilar que no se trataba de un hombre, sino que era el nombre de una mujer. Lo anotó en su libreta. Según la dirección que figuraba en la pantalla, Avis Payton vivía en Marina del Rey.