Capítulo 31
Oyó que sonaba el móvil que había dejado cargando en la encimera de la cocina. Lo desconectó del cable de alimentación, lo abrió de golpe y comprobó la identidad de la llamada en la pantallita.
Era Novak, que la llamaba a las seis y media de la mañana. Se acordó inmediatamente de Avis Payton. Tenía que haber llamado a los de Investigaciones Especiales. La había cagado.
—¿Has trabajado hasta tarde? —preguntó él.
Ensimismada en sus pensamientos, no contestó. La voz de Novak sonaba un poco ruda, como si se acabara de levantar. Se oyó el golpe de una puerta y un motor que arrancaba.
—No me digas que hay un nuevo asesinato —dijo ella.
—Ya veremos de qué se trata cuando lleguemos allí.
—Te diriges a la zona del puerto, ¿verdad?
—No —contestó Novak.
Sintió un escalofrío, un pequeño alivio en la tensión acumulada. Al menos, no iba a ser la mujer joven con el pelo granate eléctrico de Marina del Rey.
—Queda más cerca de donde tú estás —dijo él—. Justo al otro lado de la autopista, en las colinas debajo de Mullholland. La división de Hollywood ya está allí. Entraron a echar un vistazo y se retiraron. Barrera me acaba de llamar. Piensa que puede tener que ver con la conferencia de prensa de anoche, que quizá Romeo la escuchó en la radio. Puede que hayamos dado al interruptor y ha saltado. O puede que haya suerte y no se trate de él.
Este caso le quedaba más cerca en muchos sentidos. Había trabajado en la división de Hollywood antes de ascender a detective y tenía muchos amigos en la zona.
—¿Quién es la víctima?
Novak tardó en contestar. Podía escuchar el acelerón del Crown Vie y se imaginó que entraba en la 405. Después de su divorcio, Novak había alquilado un apartamento a dos manzanas de la casa de su exmujer en Culver City. Seguían siendo amigos y Novak quería vivir cerca para poder ver a sus hijas antes de jubilarse y marcharse de la ciudad.
—Tenemos dos cadáveres —dijo finalmente—. La casa pertenece a Sally y Joe García. Por eso he dicho que ya veremos.
Lena anotó la dirección: 4701 Vista Road.
—La autopista parece despejada, Lena. Creo que estoy solo a veinte minutos de donde tú estás.
—¿Qué hay de Sánchez y Rhodes?
—Ya les llamo yo. Pero date prisa, si se trata de Romeo, no quiero que Hollywood meta la pata en nada.
Lo dijo como si creyera que lo iban a hacer, pero Lena lo dejó pasar. Cuando colgó el teléfono ya había encontrado la dirección en la guía y conducía el coche cuesta abajo a toda velocidad. Diez minutos más tarde, pasó bajo la autopista de Hollywood y condujo cuesta arriba por las serpenteantes curvas de Mullholland Drive. Iba con la ventanilla bajada, sintiendo el aire fresco, todavía en tensión por su conversación con Teddy Mack y la intuición de que había avanzado mucho la noche anterior. Estaba segura de que la idea de que Romeo hubiese salido de su zona de confort no contradecía su teoría, como tampoco lo hacía el hecho de que hubiese cambiado su ritmo y hubiese acelerado sus acciones. Si era verdad que la locura de Romeo iba en aumento, su confianza en sí mismo habrá ido a la par. Que dejara su zona segura era solo cuestión de tiempo. Lo mirara como lo mirara, su teoría permanecía intacta.
Lena se aferró al volante y pisó el freno para coger una curva muy cerrada donde casi se dejó las ruedas. Frenó a fondo cuando divisó el cartel de Vista Road. La calle descendía bruscamente colina abajo para luego allanarse en un camino que torcía de un lado a otro a través de las sombras producidas por unos árboles centenarios. En cuanto pasó por delante de la primera casa se puso a buscar la dirección. Fue un proceso lento, ya que había una casa cada cincuenta metros. Además, estaban alejadas de las aceras y protegidas por casetas de seguridad y muros altos.
Cuando giró en el siguiente cruce, vio dos coches patrulla y el coche de un detective aparcados delante de un muro de piedra pintado de blanco. Se inclinó hacia delante, apretándose contra el cinturón de seguridad mientras miraba por la ventanilla y daba un último sorbo al café. Había dos agentes precintando la zona de un árbol a otro a lo largo de la carretera. A lo lejos pudo ver a un detective de pie en medio de la calle. Distinguió la cabeza despejada y la piel de ébano. También la sonrisa bienintencionada que le dedicó cuando la vio salir del coche. Terry Banks había ocupado su puesto junto a Pete Sweeney cuando Lena se mudó al Parker Center.
—Qué hay, Gamble —gritó Banks—. ¿Os vais a encargar del caso o solo has venido a saludar a tus amigos de la división de Hollywood?
Ella sonrió mientras esperaba que se acercara al coche.
—Depende —contestó—. ¿Dónde está tu otra mitad, la buena?
—Unos cuantos pasos detrás de mí, como es habitual.
Banks volvió la vista hacia atrás. Aunque Lena apenas distinguía la casa del vecino, vio a su antiguo compañero aparecer por la puerta de la verja y disponerse a bajar por la calle. Pete Sweeney era un tipo corpulento, como un oso pardo. Tenía una espalda enorme y una manera de ser sencilla que en aquel momento a Lena le resultó especialmente tranquilizadora. Cuando por fin se encontró con los dos detectives, Sweeney la abrazó torpemente.
—Aquí está mi antigua compañera —dijo—. Nunca será lo mismo sin ti. ¿Qué tal te va?
—Estoy bien, Pete. Yo también te echo de menos.
Empezaron a andar hacia la entrada de los García.
—Ayer leí el boletín —dijo Sweeney—. Banks escuchó la rueda de prensa de anoche en la radio. Lo de ahí dentro no es un caso cualquiera, Lena. Pensé que sería mejor retirarse antes de tocar nada.
Ella miró hacia la casa contigua, casi invisible tras una arboleda de pinos.
—¿Qué ocurre ahí arriba? —preguntó.
—Uno de los vecinos suele salir a correr muy pronto por la mañana. Suele estar en pie cuando los demás casi están metiéndose en la cama. Vio la verja de entrada al jardín abierta, lo mismo que la puerta de la casa. Cuando tocó el timbre y nadie contestó, decidió entrar.
Banks sonrió de manera nerviosa.
—No creo que lo vuelva a hacer nunca.
Sweeney asintió con la cabeza y bajó la voz.
—Los cadáveres están en la planta de arriba, en el dormitorio.
Llegaron por fin al sendero de entrada de la casa. Lena se fijó que había un cartel de «Se vende» colgando de un poste junto al buzón de los García.
—Se iban a mudar —dijo.
—Mierda —masculló Banks—. Seguro que la habían vendido y no les dio tiempo de quitar el cartel. Tienen todo empaquetado y justo ahí dentro. Qué pena que no pudieran mudarse un día antes.
—¿Qué sabemos de ellos?
Sweeney sonrió con tristeza. Amagó con sacar del bolsillo un cigarrillo que no tenía, pero enseguida retiró la mano. Había dejado de fumar cuando todavía era compañero de Lena, aunque a veces, cuando las cosas se ponían feas, se le olvidaba.
—El vecino piensa que trabajaban en la industria del cine, pero no está seguro. ¿Qué te parece? Vive pared con pared durante diez años pero no está seguro de a lo que se dedicaban. Me parece que no había mucha vida de comunidad en esta calle. Solo muros altos y un montón de contraseñas e impedimentos para moverse libremente.
El sendero de guijarros inició una pendiente hacia abajo. Cuando Lena miró por primera vez la casa se sintió intranquila, incluso nerviosa. Por mucho que lo intentó no consiguió zafarse de esa sensación.
La casa en sí misma no tenía nada de amenazadora. Era una casa de piedra blanqueada, al igual que el muro de entrada que supuestamente la protegía. La hiedra crecía frondosa y subía por las paredes, serpenteante entre las ventanas hasta casi llegar al tejado de terracota. A unos veinticinco metros detrás de la casa, había un pequeño establo que daba a lo que parecía un terreno abierto de unos dos kilómetros cuadrados y un viejo sendero de caballos que llevaba hacia las montañas. Lena supuso que aquellos eran vestigios de la época en la que todavía no se había inventado el automóvil. Si hubiese llegado a esa casa en otras circunstancias, se habría sentido atraída por su belleza antigua. Por la calma acogedora que desprendía.
Pero aquello no iba a suceder en aquel momento, aquella mañana.
Se puso un par de guantes y cruzó el umbral siguiendo a Sweeney y a Banks. El mobiliario permanecía intacto, aunque tapado casi totalmente por el montón de cajas que había apiladas hasta el techo.
Sweeney le dio un codazo.
—Bonito sitio, ¿no crees? Ven, las escaleras están por aquí.
Lena se fijó en los suelos de parqué y las molduras elaboradas de la casa. Cuando llegaron a las escaleras, pudo ver en la cocina un bocadillo a medio acabar junto a un botellín de cerveza. Alguien se había tomado un refrigerio anoche antes de ser interrumpido. Mientras subía las escaleras, al llegar a un descansillo, escuchó un ruido y se detuvo.
—Es la televisión —dijo Banks en voz baja—. No llegamos a entrar.
Banks parecía bastante ansioso. Sweeney apuntó en dirección a la puerta del dormitorio. Todos se acercaron para ver mejor.
Pasaron unos segundos. Después de un buen rato, Sweeney carraspeó.
—Lena, ya te he dicho antes que lo que hay ahí dentro es bastante jodido de ver. Dinos si crees que es obra del tipo que andáis buscando y nos retiramos de escena. Ningún problema por parte de tus amigos de Hollywood. Ya tenemos bastante con lo nuestro.
Lena asintió mientras agarraba el pomo e intentaba mantener la compostura. En la televisión, unos presentadores de un programa matinal llenaban de frivolidades aquella habitación donde había dos personas muertas. Lena apretó los dientes y avanzó un paso.
El cuerpo de Joe Garda estaba sentado sobre una silla junto a la ventana, todavía sosteniendo en su mano izquierda el revólver con el que se había volado los sesos y los había esparcido por la pared y el techo. Sally García estaba sentada en la cama, su cuerpo desnudo posaba como una marioneta que colgaba del cabecero. No tenía los brazos atados con cuerdas. En su lugar, su cuerpo estaba sujeto con una media negra transparente que le cubría la cabeza y la ataba a un pilar del cabecero. Por encima de la media habían pintado una sonrisa estridente con carmín rojo. También habían hecho dos agujeros que mostraban unos ojos que permanecían abiertos y que eran difíciles de mirar.
Lena echó un vistazo al suelo antes de avanzar. Luego se fijó en las heridas de cuchillo en busca de pistas familiares. En busca de la firma de Romeo, algo que nunca saldría a la luz, a no ser que, algún día, lo detuvieran y llevaran a juicio. Las heridas parecían un calco de las que Nikki Brant había tenido que soportar. Una herida profunda justo debajo de la clavícula, seguida de una segunda en el abdomen de la mujer. Aunque no podía distinguir la cara de Sally García, podía asegurar que se trataba de una mujer joven. Su piel, aunque cenicienta, era sin embargo suave. Su pecho erguido y su tripa y caderas parecían bien moldeadas. Todavía más revelador de su juventud era que la línea de su bronceado revelaba que usaba con frecuencia tanga.
Pero había un detalle bien distinto. No había sangre. Lena volvió a mirar a la cabeza de la mujer, que estaba colocada mirando hacia el televisor en un ángulo extraño, difícil. Pensó que igual Romeo le había partido el cuello antes de acuchillarla.
Al mirar hacia los genitales, vio restos de líquido seminal. Y al mirar su pie también vio que le faltaba un dedo.
Ahí estaban todas las claves, perfectamente claras delante de ella. Romeo había calcado su actuación casi al detalle. Un modus operandi que era como su firma y que estaba evolucionando.
—¿Qué opinas? —preguntó Banks desde la puerta.
—Es él —contestó ella—. Es Romeo.
Sweeney entró en el dormitorio.
—¿Los otros dos casos han sido así también?
—Sí, variaciones del mismo tema —contestó—. Parece que lo de Sally Garda fue más rápido.
—Sí, pues fue afortunada —dijo Sweeney—. ¿Y qué me dices de Joe?
Se volvió para mirar el cuerpo del marido destrozado por lo que parecía ser un solo tiro desde el interior de su boca. Había restos de sangre impelidos por el impacto de la bala que salpicaban la pared blanca que había detrás.
Dio otro paso. Había restos de pólvora en la mano izquierda de Garda claramente visibles. Lena supuso que se trataba de un viejo revólver del calibre 38. No podía distinguir su rostro porque la herida de salida estaba situada justo encima de la frente. Deslizándose por la cara del hombre había una cantidad considerable de sangre que había formado una gruesa costra oscurecida al secarse. Seguía con los ojos abiertos, pero parecían desenfocados y extrañamente saltones.
—La chica murió primero —apuntó.
Sweeney meneó la cabeza mientras se acercaba para ver mejor.
—Encontró a su mujer así y se mató. Hay gente que, si estuviera lo suficientemente enamorada, haría lo mismo.
Lena asintió mientras empezaba a notar de nuevo esa sensación de catástrofe inminente. Esa sensación de que había algo que se les escapaba. Se la quitó de la cabeza y se encaminó al descansillo. Romeo bien habría podido haber estado observando escondido desde las escaleras cómo Joe García se volaba la cabeza. Se acordó de la conversación que había tenido con Teddy Mack la noche anterior: para Romeo, tan importante o más que la violación y el asesinato, era ser testigo del dolor y la angustia del marido. Seguramente esa era la razón última de su ansia de matar.
Si Mack estaba en lo cierto, entonces la noche anterior había sido una noche especial. Una fiesta de gala para alguien que merodea entre las sombras y se alimenta del dolor ajeno.
Volvió a escuchar el ruido proveniente de la televisión, incapaz de ignorarlo por más tiempo. Los presentadores se reían de algo. Lena miró al aparato, pero la charla le pareció incomprensible. Una razón más, pensó, para mantener su suscripción al periódico.
Apagó el televisor y miró alrededor. Aunque la casa parecía desordenada, los García no habían empezado a empaquetar. Halló lo que sabía que iba a encontrar en la mesilla del dormitorio. El aparato de música era de la marca Bosé. Rodeó la cama, abrió la tapa del reproductor y leyó la etiqueta del CD sin demasiada sorpresa. La Octava Sinfonía de Beethoven. Los García no habían tenido tiempo de mudarse. Les habían jodido en Fa mayor.
Oyó que alguien la llamaba. Dio un paso atrás al escuchar a Novak que gritaba desde el recibidor. Cuando Sweeney y Banks salieron a su encuentro para acompañarlo hasta arriba, Lena se fijó en el teléfono. Había un mensaje parpadeando en el contestador digital.
Echó un vistazo a la puerta y luego se dio la vuelta para apretar el botón.
«Tim, soy yo», escuchó decir a una voz, «siento no haberte podido contestar el otro día. Estoy trabajando en un caso, pero puede que nos podamos ver la semana que viene. Intentaré volver a llamarte mañana a la hora de comer. Si no, ya hablaremos durante el fin de semana».
El tiempo pareció detenerse. Sintió una opresión en el pecho y el miedo agarrarle el cuello y atenazarla por la espalda como con un látigo.
Había evitado al amigo de su hermano. Le llamó cuando sabía que Tim Holt no iba a estar en casa. Se acordó de lo culpable que se había sentido.
Dirigió la mirada hacia el hombre muerto sobre la silla. Su mente fue haciendo una reconstrucción rápida de su rostro escondido bajo una máscara de sangre reseca, la forma de la mandíbula y lo que le quedaba de nariz. El color del pelo. Se sentía en combustión. Todo iba cuadrando y ante ella emergía el rostro de alguien que conocía.
Los García habían empaquetado sus cosas y se las habían llevado. Los nuevos dueños se empezaban a instalar, aunque su estancia había resultado muy breve.
Todo pareció ensombrecerse sobre aquella casa arrasada por la muerte mientras Lena observaba lo que quedaba del mejor amigo de su hermano. Devastada por las secuelas de aquella bomba, creyó oír a Novak entrar en la habitación por delante de Banks y Sweeney. Le gritaban algo y se precipitaban hacia ella. Notó que le temblaban las rodillas y se quedaba sin fuerzas. El sonido del viento entraba en sus oídos a la vez que su alma caía en un profundo abismo.