Capítulo 52

Tomó el desvío que salía de la Calle Catorce en Santa Mónica, localizó la casa de McKenna en la acera derecha y aparcó. El camino de entrada a la vivienda estaba vacío. Cuando examinó la puerta principal, vio a través de la mosquitera que estaba abierta.

Había alguien en la casa.

Se desabrochó el cinturón de seguridad y echó un vistazo a su alrededor. Era una construcción modesta de dos plantas, probablemente edificada en los años sesenta; una casa anodina revestida de madera quemada por el sol y de aspecto destartalado; la casa que la gente señalaría y se quedaría mirando cuando la identidad de la chica muerta se filtrara a la prensa.

Eran las ocho y media cuando su teléfono empezó a sonar.

Había actuado con premura y, sorprendentemente, consiguió no distraerse demasiado con el descubrimiento de que alguien había dormido en su terraza. En cambio, llamó para que le pusieran una lona en el tejado hasta que amainaran los vientos y pudieran empezar a repararlo. Repasó su lista de cabos sueltos con la esperanza de que la mayoría de sus dudas sobre el escenario del crimen de Holt pudieran resolverse en la siguiente hora.

Comprobó la identidad de la llamada, vio el nombre de Novak y respondió.

—Han identificado a la chica —dijo.

Era fácil adivinar que Novak estaba de muy mal humor.

—¡Los cabrones la han identificado y no nos han dicho nada! —gritó—. ¡Es nuestro caso!

—Ya lo sé —respondió ella mientras miraba hacia la casa—, pero ahora no puedo hablar.

—¿Cómo te has enterado? ¿Dónde estás?

—Madina me llamó hará cosa de una hora y me dijo que se había enterado anoche. Estoy en la puerta de la casa de McKenna.

—¿Por qué no me has llamado?

—Porque quiero comprobar algo primero. Llegaré ahí sobre las diez. Entonces hablamos.

—Rhodes no ha aparecido todavía, pero le estoy esperando.

—Igual es mejor dejarlo pasar, Hank. Déjame hablar primero con esta gente.

Apagó el teléfono y se lo colocó en el cinturón al tiempo que salía del coche y se dirigía hacia la entrada. Había una radio encendida y se escuchaba una música procedente de la cocina. Cuando tocó a la puerta, la música se paró.

—¿Quién está ahí?

Era una voz masculina. Una voz de un chico joven, alguien sorprendido por la llamada a la puerta. Lena se inclinó hacia delante, pero no pudo distinguir a nadie. Solo se veía una parte de la sala de estar y el recibidor que daba a la cocina.

—Soy detective. Me gustaría hablar contigo.

Oyó el sonido de una silla moverse hacia atrás. Luego vio aparecer desde el otro lado del mostrador de la cocina a un chico de quince años. Se quedó observándola, dudando si abrir o no la puerta. Tenía el pelo de color castaño oscuro, que le llegaba casi hasta los hombros. Era pálido y delgado y llevaba puesta una camiseta y unos vaqueros negros. Estaba descalzo.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—¿Están tus padres en casa?

—No, están en el tanatorio.

—Ya sé que esto es muy duro, pero ¿te importaría dejarme entrar?

No contestó. A pesar de la distancia que les separaba, Lena podía apreciar la duda en su mirada. Tenía buenas razones para encontrarse mal. Destrozado, incluso. Pero ¿por qué parecía tan nervioso?

Desvió la mirada de Lena a sus pies descalzos mientras rumiaba algo en su mente. De repente, se lanzó hacia la puerta trasera y salió corriendo.

Lena abrió la mosquitera y recorrió la casa mientras grababa mentalmente detalles a su paso por la cocina. No había nada a excepción de un bol de cereales. Nada que mereciera la pena esconder.

Se lanzó tras el chico. Se protegió la cabeza para atravesar un seto y apareció en los arbustos que había al otro lado. Era un parque pequeño, vacío. Se apresuró a seguir mientras escuchaba la respiración forzada del chico. Fue acortando distancia hasta que le pudo agarrar de la camiseta. El chico lanzó un chillido. Lena se dio cuenta de que estaba llorando.

Lo tiró al suelo, lo puso boca arriba mientras le sujetaba con su cuerpo. Los ojos del chico se agrandaron y desvió la mirada. Ella notó que la había reconocido, pero no lo entendió.

—¡Vete, por favor! —dijo, llorando e intentando recuperar la respiración—. Déjame solo.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué has salido corriendo?

—Por favor, no me hagas daño. No he hecho nada. No he dicho nada a nadie. Déjame en paz.

Lena se sentó mientras veía que el chico desviaba la vista y se acurrucaba encogido sobre su estómago. Estaba tiritando y no podía dejar de temblar.

—¿Cómo te llamas?

Tardó en responder pero al final contestó:

—John McKenna.

—De acuerdo, John. Necesito que me digas por qué has huido cuando me has visto.

El chico meneó la cabeza, escondiéndola en la hierba.

—No entiendo por qué estás tan asustado.

El chico cerró los ojos.

—Ese hombre me dijo que vendrías.

—¿Quién?

Negó de nuevo con la cabeza.

—No lo sé.

—Está bien, un hombre te dijo que yo vendría. Estoy investigando la muerte de tu hermana. Tenía que venir. Estoy aquí para ayudarte a ti y a tu familia. ¿Por qué te asusta eso?

—Él también era policía.

Lena se quedó callada un momento. Aquello era importante. Grave.

—¿Quieres decir que un policía te dijo que no debías hablar conmigo?

El chico no se movió y no dijo nada. Le seguían temblando las manos.

Lena decidió no insistir. Observó el brillo anaranjado que el sol dejaba sobre su pelo oscuro. Era delgado pero fuerte. Cuando salió de la casa había visto varios patinetes apoyados en la fachada posterior. Habría podido escaparse si no llega a ser porque estaba descalzo.

—No puedo decir que sé cómo te sientes porque no lo sé —dijo con voz suave—. Pero yo también perdí a mi hermano, John. Hace mucho tiempo. Le quería mucho y nunca lo he superado. Nunca he dejado de echarle de menos. Cuando ocurrió, me preguntaba a mí misma por qué había tenido que suceder, por qué él, por qué a mí.

El chico se tranquilizó un poco y levantó la cabeza lo suficiente como para hacerla entender que estaba escuchando.

—¿Asesinaron a tu hermano? —le preguntó en un susurro.

—Hace cinco años.

Él se quedó pensando, Lena lo podía observar por su gesto.

—¿Cogieron al asesino?

—Todavía no —dijo Lena—. No lo han descubierto aún.

Él se giró hacia ella y se sentó.

—Pero de eso hace cinco años.

—Sí, hace mucho tiempo.

Dejó que ese pensamiento flotara en el aire, que le diera que pensar al chico.

—Volvamos a la casa —dijo.

Él le lanzó otra mirada, pero se levantó. Cruzaron el césped, atravesaron el hueco del seto y entraron en la vivienda.

—Necesito saber algunas cosas sobre tu hermana, John. Es importante.

—¿Qué cosas?

—Vamos a revisar su habitación.

Siguió al chico escaleras arriba y tras atravesar un pasillo llegaron a la habitación contigua al cuarto de baño. Cuando entraron, Lena echó un vistazo rápido y luego se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó el chico.

Ella estaba mirando un póster que había colgado en la pared. No era la banda nueva de Tim Holt. Era una foto del antiguo grupo. Vio la cara de su hermano, el sudor que le caía por las mejillas, sus manos en la guitarra, la gente intentando subir al escenario.

Se giró y se dio un momento para revisar el resto del dormitorio. Vio las pilas de CD, las revistas de moda, un peluche. Molly McKenna podía parecer una mujer, pero cuando murió era solo una niña.

—¿Conocía tu hermana a Tim Holt? —preguntó.

Con los ojos puestos en la cama de su hermana, el chico apartó la silla del escritorio y se sentó.

—No —dijo con voz queda—. Solo era una fan.

—¿Te contó si planeaba hacer algo?

—Sí, era una locura. Si lo hubiera sabido la habría detenido. Me enteré por una de sus amigas.

—¿Qué te contaron?

—Molly creía que si Holt llegaba a casa y se la encontraba en su cama se lo haría con ella. Era lo que quería. Vivía en una fantasía. No hacía más que pensar en él.

—¿Cómo se enteró de dónde vivía Holt?

—No lo sé. Mi madre trabaja en una inmobiliaria. Yo me enteré por las noticias que Holt se había mudado de nuevo a la ciudad.

Su voz se fue apagando. Lena lo había confirmado: Holt ni siquiera conocía a la víctima. La irrupción había sido burda porque la hizo una niña de diecisiete años, no el asesino. Lena se imaginó a McKenna desnudándose, metiéndose en la cama de Holt esperando a que él regresara a su casa. Se suponía que tenía que haber sido su gran noche. Por muy loca que fuese la idea, era la noche en que iba a perder su virginidad. Cuando fue el asesino y no Holt quien entró en la casa tuvo que estar aterrorizada. Lo único bueno era que, tal y como confirmó Madina, fue rápido. Solo unos segundos de horror antes de que el asesino le aplastara el cráneo y todo se volviera negro.

El chico carraspeó.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Lena volvió a la realidad. Miró al chico.

—¿Qué pasa si tardas cinco años en adivinar quién mató a mi hermana? ¿Y si tardáis más?

Ella se sentó sobre la cama.

—Necesito que me hables de ese policía, John. Del que te dijo que no hablaras conmigo.

Su mirada se desvió. Le empezaron a temblar las manos de nuevo.

—No sé su nombre.

—¿Qué te dijo?

El chico tomó aliento pero siguió la conversación.

—¿Ayudará esto a encontrar al asesino de Molly?

—Sí, es posible que pueda ayudar.

Él se lo pensó un poco más antes de hablar.

—Me dijo que si hablaba contigo podría acabar como Molly.

—Te amenazó.

El chico asintió.

—Me dijo que mucha gente podía morir y que sería todo culpa mía.

—¿Qué aspecto tenía?

—No llevaba uniforme, si te refieres a eso.

Ella se acercó. Apenas podía escucharle.

—Entonces, ¿cómo sabes que era policía?

—Porque me enseñó la placa. Me hizo ver el revólver que llevaba bajo la chaqueta.

—¿No viste ningún nombre en la placa?

—Lo tapó con el pulgar. Llevaba una cazadora de cuero y tema una cicatriz. En su oreja. Como una equis.

Lena sintió que la furia inundaba su cuerpo, una sobrecarga de ira mezclada con una tristeza abrumadora. No estaba segura de poder sostenerse en pie en aquel momento. Había hecho todo lo posible por descartar a Rhodes, había intentado justificar sus acciones sin emitir, de momento, ningún juicio. Pero ahora sus dudas se habían transformado en certezas. Rhodes se había pasado al lado oscuro. Él era la clave. Había sido él.