Capítulo 58

Lena divisó la furgoneta en el camino de acceso y aparcó delante de la casa. La puerta principal estaba abierta. Se podía ver a los pintores dentro.

—¿Estás segura que esta es la dirección correcta? —preguntó Novak.

—Sí. Es aquí.

—Así que, si es aquí donde tiene a Harriet Wilson, está muerta.

Lena intentó no pensar en ello y salió del coche. No se había imaginado así la casa. Estaba demasiado cerca de los vecinos y tenía muchas ventanas. Se giró y miró hacia el océano, a menos de un kilómetro de distancia. Luego volvió la mirada hacia la terraza de la segunda planta. Si la vida de Fellows exigía una cierta intimidad —y estaba segura de que así era—, posiblemente no estaría en aquella casa a menudo.

Se apresuraron escaleras arriba. Cuando llegaron a la puerta, un japonés con un mono de trabajo bajó de la escalera que había en el recibidor y les gritó: «no aquí».

Tenía una voz estridente. Lena no podía distinguir el rostro del hombre y le mostró la placa mientras se acercaban. Aparentaba unos cincuenta, tenía gotas de pintura en los brazos y el pelo y un rostro carente de arrugas.

—No aquí —repitió—. Coger bolsa e ir con amigo.

—¿Con qué amigo? —preguntó Lena.

El hombre se encogió de hombros.

—Empezar ayer. Él con amigo. No gustar olor a pintura.

—A nosotros tampoco —contestó Novak—. Va a tener que irse.

El hombre les miró como si no entendiese lo que le decían o no quisiera irse.

Novak avanzó.

—Recoja sus cosas y váyase. Es un asunto policial.

Lena sacó una tarjeta de visita del bolsillo. Tras escribir su hombre y su número de teléfono, se la dio al pintor. Cuando el equipo empezó a recoger, ella y Novak entraron en la casa. Como estaban esperando la orden de registro, su búsqueda preliminar se limitaría a encontrar a Harriet Wilson, viva o muerta.

Echó una mirada a la primera planta. Los pintores estaban retirando las lonas, dejando al descubierto una sala de estar austeramente amueblada. A excepción de una batidora, la encimera de la cocina estaba vacía. Revisaron los armarios y encontraron una puerta que daba al sótano. Las ventanas estaban cubiertas con pintura negra. En la pared que había junto a la caldera había un espejo de cuerpo entero y, colgado junto a ellos, un póster de los años setenta de Arnold Schwarzenegger entrenando en el Gold’s Gym. En medio de la estancia se podían ver una hilera de mancuernas, un banco y una barra de pesas. Lena la examinó, calculando el peso.

—¿Cuánto? —preguntó Novak.

—Ciento cincuenta kilos.

—¿Y las mancuernas?

—Cincuenta kilos cada una.

No se le escapó el destello en los ojos de Novak según volvían arriba ni la preocupación que reflejaban. En algún momento tendrían que enfrentarse a aquel monstruo. Y en ningún caso podrían superarle por la fuerza.

Se quedó pensando mientras avanzaba por el recibidor. La puerta principal seguía abierta. Los pintores se estaban marchando. Lena se centró en la quietud del lugar, pero no pudo parar. Subieron a la segunda planta siguiendo una luz encendida en la habitación principal, en la parte delantera de la casa. Miró las camas y vio una Biblia sobre la mesa, aunque no se paró a pensar en ello. En cambio, abrió de golpe el armario. Cuando Novak encendió la luz del cuarto de baño, ella miró el lavabo y la encimera.

—Supongo que no necesita ningún cepillo o peine —dijo Novak—. Aunque ya tenemos suficiente para el laboratorio.

Más que suficiente, pensó. Había dos maquinillas de afeitar.

Dos tubos de pasta dentífrica. Dos cepillos de dientes y dos viales vacíos de una sustancia denominada Ganabol junto a dos agujas usadas. Todo por duplicado para un hombre que no tenía ningún amigo y al que una camarera apodaba «comida para dos».

Retrocedieron, pasaron por delante de la escalera y doblaron la esquina. La puerta que había al final del pasillo estaba cerrada con un pestillo y un candado. Lena encontró la luz en la pared y la encendió. Al acercarse pudo escuchar la respiración de Novak, igual de agitada que la suya. Estaban en la casa de Martin Fellows, en la casa de Romeo, extremadamente nerviosos y delante de una habitación cerrada.

Y entonces oyeron que alguien les llamaba, una voz fuerte y nerviosa. Era el teniente Barrera. Tardaron un instante en reaccionar.

—¿Tienes la orden? —preguntó Novak.

—La tengo —respondió Barrera—. ¿Dónde estáis?

—Aquí arriba.

Novak apretó los dientes y rompió la puerta de una fuerte patada. Dieron un paso adelante y se pararon. Al irse acostumbrando a la escasa iluminación, a Lena se le ocurrió que Fellows no había cerrado la puerta para evitar que nadie entrase. Más bien la había cerrado para guardar algo dentro.

Barrera dio un suspiro detrás de ellos.

—¡Dios santo! —exclamó.

Había una capa de casi dos centímetros de polvo por toda la habitación. La mugre de las ventanas, a modo de pintura, era tan densa que impedía entrar la luz del sol y condenaba la habitación a un estado de penumbra permanente. Lena observó el mobiliario. No pegaba con el resto de la casa, además parecía antiguo. Tampoco iba con el papel de la pared, de motivos infantiles. Al pensarlo bien, dedujo que probablemente Fellows habría crecido en aquella habitación y que simplemente había cambiado el mobiliario del resto de la casa.

—¿Qué son esas dos cajas? —preguntó Barrera.

Lena se giró hacia las camas. Sobre las almohadas había dos paquetes del tamaño de una caja de zapatos. Estaban envueltos en papel marrón y estaba claro que habían venido por correo, pero que nunca habían sido abiertos.

Se puso un par de guantes y dio un paso hacia la cama. La capa de polvo del suelo era tan gruesa que dejaba marcas, como si estuviese andando sobre la superficie de la luna. Cuando cogió el primer paquete y retiró el polvo, casi se queda sin aliento. Leyó la dirección, la etiqueta y el remite. Notó que se le aceleraba el pulso mientras cogía el segundo paquete. Ambos estaban dirigidos a Martin Fellows y los habían enviado del tanatorio de Hollywood.

—¿Qué has visto? —preguntó Barrera—. ¿Qué son?

Lena leyó los nombres de las etiquetas, se fijó en las fechas e hizo los cálculos.

—Son sus abuelos.

—¿Sus qué?

—Sus abuelos. Las cenizas las enviaron a esta dirección hace veintiún años.

Notó un escalofrío, un fogonazo a medida que la mente del monstruo se iba perfilando. Se volvió hacia Novak que estaba junto a Barrera, en la puerta. Oyó los pasos en las escaleras. Habían llegado los de Investigaciones Científicas.

—Lo criaron sus abuelos —dijo Novak—. Esta es la casa donde creció.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Barrera.

Lena miró a su compañero a los ojos: despiertos, brillantes como comprendiéndolo todo.

—Tiene todo por partida doble —dijo—. También tiene otra casa.