Capítulo 19
Lena se colgó el maletín del hombro y se detuvo un instante junto al coche para contemplar la casa a través de la maraña de precinto que la rodeaba. Los árboles se mecían con la brisa fría que soplaba del océano y el sol se colaba entre sus hojas, iluminando el jardín como si se tratara de un caleidoscopio. Sin embargo, tenía la vista fija en el periódico del domingo que había sobre el felpudo de la entrada. Resultaba grotesco verlo ahí. Se preguntó qué habría pensado el repartidor al dejarlo. Quizá lo había lanzado desde un coche sin mirar o tal vez había dejado el periódico por alguna especie de broma macabra.
Comprobó la hora. Eran las siete y veinticinco de la mañana. Se las había arreglado de alguna forma para dormir cinco horas ininterrumpidamente y se sentía despejada. Estaba lista, decidió mientras se preparaba mentalmente para lo que le esperaba dentro de la casa.
Cruzó la calle y pasó bajo la cinta. Cuando llegó al umbral rebuscó en el bolsillo hasta que encontró el llavero. Brant se había llevado la llave del coche la noche anterior, pero aún quedaban seis llaves que fue probando una a una hasta que dio con la correcta.
Abrió la puerta y oyó el crujido la bisagra. Acto seguido recogió el periódico y entró. El olor de la sangre de Nikki Brant le dio la bienvenida. A pesar del frío, ese hedor penetrante había impregnado toda la casa. Lena lo ignoró, cerró la puerta y dejó el periódico en la mesa de la cocina junto a su maletín.
Brant había intentado entrar la noche anterior justificando que necesitaba una muda. Cuanto más lo pensaba, más le preocupaba esa afirmación. ¿Pero qué podría haber ido a buscar si no? Su ordenador estaba en el Parker Center. El arma homicida se encontraba ya guardada en el almacén de pruebas, y el equipo de detectives se había pasado la mayor parte del viernes peinando la casa.
¿Qué habría estado buscando Brant que creyera que no se habría llevado ya la policía?
Lena cruzó el vestíbulo hasta el despacho y advirtió el polvo para buscar huellas que había esparcido sobre la mesa. Las manchas de semen casi habían desaparecido. Lo poco que quedaba sobre la moqueta ya no era de color claro, sino que había tomado un tono rojizo fácil de detectar. Las dejó atrás dando un rodeo, se colocó unos guantes de vinilo y se puso manos a la obra. Los ficheros de los cajones inferiores parecían contener archivos de trabajo. Los asuntos se limitaban a las asignaturas que la víctima enseñaba en la universidad y notas personales de Brant sobre reuniones del trabajo. Cuando abrió el cajón superior encontró la chequera de Brant junto a un taco de facturas sin pagar. Se paró a mirarlo con más detenimiento. Pasó las hojas del registro de cheques, pero no encontró nada que le llamara la atención, exceptuando el saldo. La chequera estaba a medio utilizar y solo quedaban ciento cincuenta y nueve dólares con sesenta y dos céntimos en su cuenta.
Dejó la chequera en el cajón y fue hacia el armario, intentando evitar el polvo para huellas que había en la manilla de la puerta. La casa debía andar escasa de espacio de almacenamiento porque encontró ahí ropa de Brant. En la balda superior vio una cámara de fotos antigua en mal estado junto a tres sobres. Cuando los sacó, encontró detrás una caja de zapatos escondida. La acercó con los dedos, luego se sentó en el suelo y abrió la tapa.
Era una colección de recuerdos. Cartas y fotos del pasado. La familia de Brant, sus amigos y lo que parecía una lista de mujeres con las que había salido desde su época en el instituto hasta la universidad. Lo que le llamó la atención a Lena fue la casa en la que se había criado Brant. No venía de una familia pobre, ni siquiera de clase media. La flota de Mercedes aparcada frente a la pista de tenis y la piscina significaban una vida privilegiada. Sus padres tenían mucho dinero.
Lena no se esperaba algo así. Estaba claro que Nikki y James Brant lo habían pasado mal para llegar a fin de mes. Vio el saldo de su cuenta, menos de doscientos dólares, y asumió que nadie les ayudaba. Durante el interrogatorio se acordó de que Brant había dicho que quería tener una familia, pero que en esos momentos no podían permitírselo. Dada la situación, no entendía cómo Brant no había acudido a su familia. Quizá sí habría podido, pensó. Quizá era solo una excusa. Otra más de una larga lista de mentiras. Después de todo, tenía suficiente dinero para pagar a Buddy Paladino, uno de los abogados defensores más caros del mercado.
Cerró la caja y ojeó los sobres. Los dos primeros contenían un montón de fotografías en blanco y negro. El tercero los negativos. Lena los examinó a contraluz. Aunque encontró el retrato de algún familiar que le sonaba haber visto en las fotografías, la mayoría eran paisajes enmarcados. Meneó la cabeza mientras los examinaba. En algún momento de su vida, a Brant le había interesado la fotografía y los paisajes. Quizá pudiera retomar esa afición en la cárcel.
Se levantó y devolvió todo a la balda. Entró en el cuarto de baño, que estaba conectado tanto al despacho como a la habitación principal. Ahí, el olor agrio de la sangre reseca era más fuerte. De nuevo lo ignoró mientras examinaba a fondo el baño. La mayoría de las tuberías habían sido arrancadas del suelo y llevadas al laboratorio de la División de Investigaciones Científicas para tratar de encontrar el dedo de Nikki y cualquier rastro que hubiera dejado el asesino al intentar limpiarse. Lena empezó con el botiquín, donde pensó que encontraría la medicina que había tomado Nikki, pero lo único que halló fue un relajante muscular de hacía dos años. Agitó el bote y lo miró a contraluz. Todavía parecía lleno.
Por supuesto, todo habría sido más sencillo si tuviera alguna idea de lo que buscaba. Una pista que indicara qué forma o tamaño debía buscar. Abrió un armario que contenía ropa de casa y revisó las toallas. Miró en el armarito de debajo del lavabo, pero tampoco ahí encontró nada. Después se fue hasta el dormitorio.
Habían corrido las cortinas para proteger la casa de la mirada curiosa de los vecinos. Incluso sin el cadáver, la vista de aquel lugar ponía los pelos de punta. La ropa de cama estaba en el laboratorio, pero aún quedaban suficientes restos de la que se había colado sobre el colchón y la que quedaba en las paredes; la suficiente para reavivar sus recuerdos del día que había puesto los ojos sobre Nikki Brant por primera vez. Por mucho que quisiera, no podía evitar recordar la imagen de la joven sobre la cama con los ojos abiertos. Todavía podía ver su pie y las horribles heridas del pecho.
Lena apretó la mandíbula con firmeza y entró en el dormitorio. El armario estaba al otro lado de la cama y tuvo que pasar de puntillas alrededor de las manchas de sangre hasta llegar a él. Sintió un escalofrío repentino entre los omoplatos según abrió la puerta y se puso a revisar la ropa de la víctima. El olor de la habitación era espantoso, tan denso y agobiante como una capucha colocada sobre la cabeza. No pudiendo ignorarlo por más tiempo, lo aspiró y decidió recordarse a sí misma que ese era el motivo por el que estaba allí. La razón para continuar indagando.
Vio una hilera de faldas y pantalones. Encontró una chaqueta y metió la mano en el bolsillo. Notó algo y lo sacó: era el frasco de las pastillas para las náuseas. Nikki Brant había estado guardando un secreto y lo había escondido en un sitio donde era poco probable que su marido mirara. La etiqueta indicaba que le habían recetado únicamente cinco pastillas y advertía que la medicina podía ocasionar aturdimiento. La abrió. Solo quedaban cuatro, por lo que parecía probable que Nikki Brant estuviera bajo los efectos de aquella medicina cuando murió.
Se preguntó si la medicina sería tan fuerte, si habría tenido algo que ver en la muerte. Pensó sobre la pregunta que Novak le había hecho junto a la oficina del forense.
«¿Qué sabes sobre asfixia erótica?».
Trató de pensar si las dos cosas estarían relacionadas de alguna forma. Si a los Brant les iban los juegos peligrosos y la víctima había estado bajo la influencia de esa medicina cuando murió. Si los acontecimientos que precedieron a la muerte fueron un accidente y el hecho de abrir la ventana no era sino un montaje para despistar.
Lena se lo quitó de la cabeza pensando que parecía poco probable, pero se prometió sacar el tema con Novak.
Había dejado las bolsas para guardar pruebas en su maletín, en la cocina. Optó por utilizarlas más adelante y se guardó las pastillas en el bolsillo, al tiempo que avanzaba hacia la mesilla para mirar en el cajón. Si los Brant estaban metidos en algo violento, puede que encontrara pruebas de su variada vida sexual allí, aunque Novak ya había revisado el dormitorio el viernes y no había mencionado haber visto ningún juguete extraño. Lo que encontró bajo el forro del cajón no era nada aberrante: había varios frascos de hierro y ácido fólico, por lo que supuso que en aquel lado de la cama dormía Nikki. Descubrió un termómetro basal que confirmó su suposición. Ese aparato, cuyos aumentos de temperatura estaban divididos en una décima de grado, se utilizaba para detectar incrementos mínimos de temperatura. Al fondo del cajón, Lena encontró un calendario de bolsillo. Lo abrió y vio que las anotaciones comenzaban en enero. Nikki Brant había estado siguiendo su ciclo menstrual, es decir, su fertilidad, tomándose la temperatura cada mañana y registrando los cambios en las secreciones de flujo hasta que encontró el día adecuado. El momento adecuado.
Lena observó las anotaciones de la mujer, sus esperanzas y sueños de formar una familia que por fin se habían materializado, aunque solo fuera durante un día. Escuchó el silencio de la casa. Un silencio opresivo. Deseando escapar pronto de aquella pesadilla, rodeó la cama y revisó rápidamente los cajones de la cómoda. Las camisetas, las medias y la ropa interior. Cuando encontró una instantánea deteriorada de Nikki de pequeña su mano empezó a temblar. Tendría unos siete u ocho años y estaba de pie, hombro con hombro con un chico, delante de un orfanato. Los dos tenían una sonrisa agridulce y sus ojos escondían miedo y soledad. Lena dejó caer la fotografía sobre la cómoda y salió del dormitorio.
Se dio un momento para serenarse y otro más para poder pensar con claridad.
Exceptuando el aparato de música y el televisor, la sala de estar estaba vacía. Se entretuvo los siguientes veinte minutos mirando cajones y armarios en la cocina. Trabajó deprisa, concienzudamente. Necesitaba salir de aquella casa y escapar de aquel hedor; alejarse de la foto de la víctima cuando era niña. Cuando terminó, se dio cuenta de que estaba tan lejos de encontrar nada nuevo o relevante como lo había estado al principio.
Vio su maletín y el periódico que había encima del mostrador.
A continuación, cogió una silla y se sentó. ¿Qué habría querido Brant de esta casa semivacía? ¿Qué merecía tanto la pena como para arriesgarse a cometer otro delito y parecer todavía más culpable?
Sus ojos fueron repasando la habitación hasta que se posaron en una pizarra fijada a la pared. No se había fijado en ella hasta entonces. Era un calendario de eventos de la universidad junto a una lista de recados y compras por realizar. Había varias notas pegadas a la pizarra; notas que se habían escrito el uno al otro los últimos diez días, cuando James Brant afirmaba haber estado trabajando noche y día.
Lena las leyó intentando descifrar la letra de ambos. Si habían estado enzarzados en una pelea, algo que hubiese acabado en asesinato, el tono, extremadamente educado, no dejaba entrever nada.
Se dio la vuelta dispuesta a marcharse, desilusionada de que su esfuerzo no hubiese dado resultados. Al ir a alcanzar su maletín, miró a la pila de periódicos que estaba junto a ella y se imaginó que serían los de toda una semana. El de arriba del todo estaba abierto por aquella estúpida noticia sobre la mujer embarazada de Santa Mónica que afirmaba que no había tenido relaciones sexuales en dos años. Lena le dio la vuelta con un gesto de disgusto y se fijó en el crucigrama que había justo debajo. Era el mismo que le había costado tanto completar esa semana y, o Brant o Nikki, lo habían rellenado. Sus ojos se fueron hasta la sección de abajo a la derecha, el 51 vertical y volvió a leer la pregunta sobre la concursante que había ganado un millón de dólares en un reality de la tele. La respuesta, manuscrita en tinta parecía la acertada. Tiró el periódico en la pila y se levantó preguntándose por qué la gente ansiosa de realidad podía querer encontrarla en la televisión.
Y entonces fue cuando se dio cuenta. Su corazón empezó a latir con fuerza y se puso a temblar de nuevo cuando una segunda explosión de adrenalina inundó su cuerpo.
Volvió a sacar el periódico de la pila y lo desplegó con cuidado sobre la mesa.
Se fijó en la fecha en la parte superior de la página. No era de la semana anterior, sino del viernes por la mañana.
Lo estudió a fondo: las palabras, las letras, la precisión maquinal de la escritura y que no coincidía con la de ninguno de los dos dueños de la casa, las cuales ahora ya le resultaban tan familiares.
Revisó la pila de periódicos de la silla. El resto de crucigramas estaba vacío.
Su mirada se desvió rápidamente del mostrador de la cocina al equipo de música que estaba sobre el suelo de la sala de estar. Lena saltó como un resorte hacia él mientras su mente trabajaba a toda máquina, aunque todavía confusa. Lo que estaba pensando parecía absolutamente imposible. Habían seguido las pruebas paso a paso, sin ningún sesgo. La coartada de Brant se había venido abajo y había fallado el polígrafo. Un testigo había hablado en su contra. Vio la entrevista en televisión la noche anterior.
Surgieron rápidamente, uno tras otro, los recuerdos del caso de los López. El periódico junto a la cama. El reproductor de CD. Lo que estaba sintiendo en el estómago era totalmente absurdo. Los casos eran completamente diferentes. No podía haber ninguna conexión entre los dos asesinatos. José López estaba en la Prisión Central, donde debía estar. Aunque hubiese sido cierto que José López se hallaba en un momento de tensión emocional extrema, que había empezado a llorar cuando Novak le enseñó la foto de su mujer muerta y la había insultado, era cierto que José López había asesinado a su mujer: él mismo lo había confesado.
Encendió el aparato de música y apretó el botón de expulsión de discos.
La bandeja se abrió.
Cuando leyó el título del CD, Lena sintió que le ardía la piel. La habitación parecía entrar en combustión. Pero no era la Sexta Sinfonía de Beethoven lo que avivaba el fuego.
Esta vez era una de las favoritas de Lena. La número siete.