Capítulo 65
Recuperó la conciencia. Se atragantó al intentar aspirar una primera bocanada de aire y tardó un rato en recuperar la respiración. La bolsa de plástico había desaparecido, pero la mejilla le seguía doliendo, consecuencia de un fuerte bofetón.
Rhodes estaba arrodillado sobre ella con esa mirada perdida en los ojos.
Dio un respingo, pero se recompuso. No dijo nada. En cambio, vio que él encendía las luces y salía del dormitorio. Oyó el crujido de cristales bajo sus botas y se fijó que la puerta corredera había desaparecido. Había sacado el revólver y miraba en dirección al camino de entrada. Luego retrocedió y volvió a entrar mientras se enfundaba un par de guantes.
—Se ha ido —dijo—. Llegué justo a tiempo.
Intentaba justificar su presencia, pero no colaba. Lena observó los restos de cristal sobre la moqueta. Su revólver estaba junto a la puerta: demasiado lejos. Aquella noche iba a ser testigo de un doble intento de asesinato: Rhodes conseguiría lo que Fellows no pudo llegar a terminar.
—¿Por qué llevas guantes?
—No quiero dejar huellas —dijo—. Esto es ahora el escenario de un crimen.
Ella se lo quitó de la cabeza. Le vio encender un cigarrillo. Seguía nervioso, como cuando la persiguió por el aparcamiento. Lena se sentó y vio que Rhodes recogía su revólver del suelo mientras susurraba algo.
—¿Qué has dicho? —consiguió preguntar.
—Tienes la blusa abierta.
Ella bajó la mirada, con los ojos todavía mareados. Tenía el pecho al aire y los vaqueros en las rodillas. La ropa interior, aunque desgarrada, seguía por lo menos en su sitio. Rememoró la agresión e intentó calcular cuánto tiempo había estado inconsciente. Segundos, pensó. No minutos ni horas. No habría ningún daño cerebral, solo aquel espantoso recuerdo.
—¿Necesitas una ambulancia?
Ella meneó la cabeza. Se abrochó el sujetador y se abotonó la blusa. Al subirse los vaqueros se le ocurrió que igual él habría visto el luminol. Empezó a pensar con más claridad. Necesitaba escapar. Tenía que llegar hasta la puerta rota y escapar. Y si todo fallaba, tenía que encontrar el modo de involucrar definitivamente a Rhodes con el asesinato. Algo que fuera imposible de borrar de los sistemas del Departamento, incluso si ella desapareciese.
El teléfono sonó de repente. Rhodes parpadeó. Tras el tercer timbre le dijo:
—Cógelo, Lena, pero pon el altavoz. Quiero escuchar.
Ella tomó aliento y se levantó. Se acercó a la encimera y cogió el auricular. Entretanto, él apagó el cigarrillo en el tiesto de la terraza, cogió una banqueta y se sentó junto a ella. Cuando oyó la voz de Novak, Lena notó que la invadía una sensación de alivio.
—Estoy aquí con Rhodes —dijo.
Rhodes no reaccionó al oír que mencionaba su nombre. Lena no acababa de entender por qué. El alivio que había sentido se desvaneció.
Novak gruñó.
—¿Qué está haciendo ahí? Pon el altavoz.
—Ya está puesto —contestó Rhodes.
Quizá fuese la forma en que tenía Rhodes sujeto el revólver de Lena o su tono de voz, o, tal vez, el hecho de que le hubiese confirmado a Novak que estaba ahí: en cualquier caso, parecía como si ya hubiese llegado al límite, como si tuviese su propio plan y todo le diera igual.
—La he encontrado —gritó Novak—. He encontrado su segunda casa. Está junto al pantano.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Lena.
—Por las facturas telefónicas. Me imaginé que un tipo como Fellows no tendría demasiados amigos, pero que seguramente tendría un contestador que comprobaría de vez en cuando. Hacía llamadas de manera regular a alguien que aparece en el listín como M. Finn. No eran llamadas locales, porque la casa estaba situada al otro lado de la ciudad. Conduje hasta allí y desperté al vecino de al lado. Cuando le enseñé las fotos me señaló inmediatamente a Fellows y confirmó que era su vecino.
Novak les dio la dirección y dijo que él ya se encontraba allí y que llamaría a Barrera acto seguido. Lena le resumió el ataque de Fellows y le advirtió de que seguramente estaría camino de su casa. Lena conocía la calle. Y por la cara que tenía Rhodes, él también. Era una carretera de acceso al pantano de Hollywood y estaba abierta al público. Cualquiera que viviese en las colinas y le gustase ir en bicicleta o pasear por un lugar seguro tema que pasar delante de la segunda casa de Fellows.
Apagó el altavoz. Cuando miró a Rhodes, vio que la observaba detenidamente.
—Vamos —dijo.